Debido a sus variados ingredientes –un monstruo devorador de muchachas encerrado en un laberinto, un arquitecto que junto a su hijo sale de él valiéndose de unas ingeniosas alas artificiales, un héroe de historieta que mata al monstruo y logra salir del laberinto gracias a un hilo que le da la princesa– la leyenda del Minotauro es tal vez una de las más atractivas, conocidas y vulgarizadas de cuantas componen la mitología griega.

 

 

Los dioses no son de palo

 

El Minotauro –mitad hombre, mitad toro– había nacido en la isla de Creta, donde vivía encerrado por orden del monarca Minos, con quien estaba de alguna manera relacionado.

 

De alguna inusual manera.

 

Para ver cómo, resulta necesario remontarnos al origen de Minos, hijo de Europa, hija a su vez del rey de Sidón, la ciudad más importante del Asia Menor. Ocurrió que mientras Europa jugaba en la playa con sus compañeras, el dios Zeus –que todo lo ve, lo oye y lo desea–, excitado ante su belleza, se metamorfoseó en un toro de resplandeciente blancura y cuernos semejantes a un creciente lunar; y fue a tumbarse a los pies de la joven.

 

Luego del susto inicial, Europa lo acarició y, enternecida por el melifluo animal, se sentó en su grupa, momento en que Zeus aprovechó para ponerse en pie y lanzarse el mar. A pesar de los gritos de la joven, se introdujo en las olas y la transportó hasta Creta, donde se unió reiteradamente a ella junto a una fuente, bajo unos plátanos que en memoria de esos amores obtuvieron el privilegio de no perder jamás sus hojas.

 

Si bien los estudiosos no lo aclaran, todo hace suponer que a los fines prácticos, el más grande de los dioses habría adoptado una apariencia humana. Prueba de ello sería que del tórrido romance nacerían Minos, Sarpedón y Radamantis, completamente normales, al menos desde el punto de vista fisiológico.

 

Minos reinó en Creta luego de disputar el trono con sus hermanos, para lo cual afirmó que los dioses se lo habían predestinado y que le concederían cuanto desease. Para probarlo, rogó al dios Poseidón que hiciera salir un toro del mar; en compensación, Minos lo sacrificaría en su honor. Poseidón envió el toro, prodigio que le valió a Minos el poder sin más discusión, pero, considerando que el animal era magnífico, rehusó sacrificarlo, despachándolo a sus rebaños en calidad de reproductor.

 

Las vacas de Minos saltaron de alegría. Minos, no, pues la venganza del dios sería terrible.

 

La vendetta

 

Minos había casado con Pasifae, que ya había dado al rey varios hijos cuando, inducida por Poseidón, comenzó a sentir un amor irresistible por el toro. No sabiendo cómo satisfacer su pasión consultó al ingenioso arquitecto Dédalo, a la sazón huésped en la corte de Minos.

 

Fue entonces que el artista ateniense construyó el más sofisticado juguete erótico de la Antigüedad: una vaquillona tan perfecta y tan parecida a un animal verdadero, que el toro se dejó engañar. Pasifae se metió dentro del artefacto y así, mientras el toro creía estar montando a una congénere, hacía el amor a la trastornada mujer.

 

El fruto de la aberrante coyunda fue el Minotauro, monstruo con cabeza de toro y cuerpo humano. O viceversa.

 

El nombre del Minotauro habría sido Asterión, y se dice que Minos, asustado y avergonzado de su apariencia, encargó a Dédado la construcción de un inmenso palacio, formado por un embrollo tal de salas y corredores que nadie era capaz de encontrar la salida. Excepto el propio constructor, que lo hizo por arriba.

 

En el laberinto quedó encerrada la bestia y periódicamente Minos le daba en pasto a los siete jóvenes y otras tantas doncellas que la ciudad de Atenas le pagaba como tributo.

 

Su hazaña reproductiva no impidió a Pasífae ser considerablemente celosa, llegando al extremo de hechizar a su esposo de manera que cada vez que Minos intentaba amar a otras mujeres, las pobres morían devoradas por las serpientes que salían de las ingles del rey. Sin embargo, es justo reconocer que tenía sus razones: Minos era insaciable y andaba siempre a la pesca de nuevos placeres, llegándosele a atribuir la invención de la pederastía: según una tradición, fue Minos el auténtico autor del rapto de Ganímedes, y habría sido amante de Teseo, el héroe ateniense que acabaría con el monstruo.

 

 

Ciertas leyendas dan al mito del Minotauro otras explicaciones a partir de la existencia de varios héroes cretenses cuyo nombre fue Tauro, “el toro”.

 

El más antiguo de ellos habría sido un príncipe de Creta que acaudilló una expedición contra Tiro, una ciudad fenicia cercana a Sidón, trayendo, entre otras cautivas, a la hija del rey del lugar. Este héroe pasa por haber fundado la ciudad cretense de Gortina y ser el padre de Minos. Señalan los escépticos que en las hazañas de este Tauro se originaría el mito del rapto de Europa.

 

Un segundo Tauro estaría más relacionado con el monstruo propiamente dicho. Se trataba de un general de los ejércitos de Minos, particularmente cruel. Los jóvenes enviados por Atenas no habrían sido inmolados por Minos, sino ofrecidos como premio en los juegos fúnebres celebrados en honor de Androgeo, hijo de Minos que había muerto en el Ática luchando contra un toro.

 

El primer vencedor de los juegos fue precisamente Tauro, que maltrató con exceso de crueldad a los adolescentes que había ganado. Para vengarse, el ateniense Teseo habría emprendido la expedición a Creta, pero no por su cuenta sino en connivencia con Minos, quien además de facilitarle los medios para el viaje, le entregó la mano de su hija Ariadna. Parece ser que el rey se había disgustado con su general, demasiado solícito con la reina Pasífae, que no era precisamente indiferente a los brutales encantos del soldado.

 

Una tercera versión pretendía que Tauro fuera un joven muy bello del que Pasífae se había enamorado y con quien concibió un niño en momentos en que Minos, atacado por una enfermedad secreta –ya saben, lo de las serpientes en las ingles–, estaba impedido de procrear. Sin embargo, el rey no se atrevió a dar muerte al niño y lo envió al monte. Ya crecido, el joven, a quien llamaban “Minotauro” por su parecido con Tauro, se negó a obedecer a los pastores que lo habían recibido de Minos, ocultándose en una profunda cueva desde la que pudo rechazar exitosamente a todos los que eran enviados en su busca.

 

Con el tiempo, la gente del lugar se habituó a llevarle cabras y carneros como alimento y se dice que en ocasiones el propio Minos le suministraba criminales condenados a muerte. En ese concepto habría recibido a Teseo, pero el ateniense llevaba oculta una espada, facilitada por Ariadna, con la que dio muerte al pobre bastardo.

 

 

Según la interpretación más tradicional, a la muerte de su hijo Androgeo, Minos había exigido a los atenienses un tributo, pagadero cada nueve años, de siete jóvenes y siete doncellas, que entregaba al Minotauro, fuera éste un monstruo, un general o un hijo adulterino. Decidido a acabar con el dominio cretense, Teseo se ofreció a formar parte del tributo. Una vez en Creta, sedujo a Ariadna, con cuya ayuda consiguió salir del laberinto luego de matar a la bestia a puñetazos.

 

Si bien había prometido a Ariadna hacerla su esposa y llevarla a Atenas, la dejó abandonada en el camino en la isla de Naxos, donde la hallaría Dionisio, el más disipado y alcohólico de los dioses. Parece ser que Teseo estaba enamorado de Egle, hija de Panopeo. Sin embargo, dícese que a cambio de ciertos bochornosos favores, Minos le ofreció a su segunda hija, Fedra.

 

A pesar de que Teseo ya estaba casado con la amazona Antíope, contrajo matrimonio con Fedra, quien le dio dos hijos (Acamante y Demofonte), pero enamorada de su hijastro Hipólito, Fedra desencadenó una tragedia que la llevó al suicidio.

 

En cuanto a Ariadna, luego de ser abandonada en Naxos, fue la amante predilecta de Dionisio, quien abusó reiteradamente de ella y la hizo muy feliz.

 

El Minotauro, por su parte, no dejó descendencia: cuanta muchacha le ponían cerca, la devoraba.