Dame un Watergate
Mi columna de hoy la voy a hacer robándole a un cura. Al padre Eduardo de la Serna que me hizo llegar un nota suya sobre nuestro periodismo donde se lee:
“Me voy a referir – a modo de ejemplo – a dos momentos en el pase del programa de Darío Villarruel a Marcelo Zlotogwiazda (radio Del Plata). (1) Villarruel había señalado la puesta en escena lamentable de los candidatos a participar en las PASO firmando un compromiso de que participarían en un debate en “A dos voces”, el patético programa de TN. No sólo la mise en scène resultó patética, sino los nombres que circularon: los habitués al programa, por cierto. Es decir: no estaban, por el FpV ni Randazzo, ni Domínguez, ni Rossi, ni Urribarri por mencionar algunos. Estaba Scioli, que es “su” candidato. Y debo reconocer que viviendo en la provincia me resulta increíble que sea candidato y tenga intención de voto alguien que no ha hecho nada, y lo poco hecho, lo hizo mal. Pero sigamos… Villarruel comentaba esto, y en el encuentro con Zlotogwiazda este comentaba la maravilla de esta escena. El “logro periodístico” que esto representaba. (2) Villarruel comentaba lo insustancial jurídicamente -es abogado- del accionar del juez Claudio Bonadío por falta de denuncias, explicando los pasos procesales que deberían seguirse (y lo incluyó en la lista de malos jueces junto con Oyarbide, destacando sobre todo que no debería ser que salga en los titulares su accionar en casos notorios ya que también su mal funcionamiento afecta al común de los mortales), pero cuando intervino Zlotogwiazda señalaba “¿qué importa el juez? es un hecho periodístico…” Y ahí viene mi pregunta: ¿qué entienden algunos por `periodístico´?”
No creo estar en condiciones de responder a la pregunta de De la Serna, pero a lo mejor puedo agregar algo a lo que tanto ya hemos dicho y escrito en estos años. Escuchando a estos periodistas, digo los independientes, (Villarruel no está entre esos entusiastas) se puede saber que sus intereses profesionales, digamos, tienen que ver con controlar y vigilar “la transparencia” de los actos de gobierno, “la honestidad” de los funcionarios, “el correcto” funcionamiento de las instituciones y “el uso racional” de los bienes del Estado. Esa sería más o menos la lista para el botiquín de primeros auxilios periodísticos. Y esto que suena tan límpidamente profundo y ético –y suponiendo que sea válido que los periodistas fuesen los encargados de fiscalizar más o menos todo- no es más que una lista de formalidades y cuestiones de superficie, cotillón, o como en la duda de De la Serna “hechos periodísticos”. Lo cierto es que ninguno de los ítems que el periodismo independiente (PI) tiene por esenciales cambia en nada la vida de los pueblos, perdón: de la gente. Un gobierno transparente, decente, respetuoso de las instituciones y las leyes puede mejorar nuestra vida, o convertirla en un infierno. Por eso el PI no habla de política, cuestión que tienen por sucia y que por eso se la dejan a los políticos. Agarraditos de cuestiones formales, cosas que están fuera o dentro de las normas, de denuncia sencilla –la denuncia es al PI lo que un ramo de flores es al matrimonio sin amor- saben que en esa pretendida profundidad y compromiso democrático la tienen fácil. Así el non plus ultra del cualquier periodista adherente al PI es el caso Watergate, donde según cuenta la leyenda –y habría que ver- dos de sus colegas se cargaron a un presidente yanqui por espiar a sus adversarios políticos utilizando herramientas estatales. Un hecho que debemos leerlo como gravísimo y también heróico, pero que jamás ocurriría con cuestiones de verdad graves. Creo yo, como la actuación de Nixon que arruinó Camboya por años gracias a sus bombardeos, que hizo lo que hizo con el Chile y los chilenos de Allende, y hacia adentro desmanteló lo que quedaba del New Deal de Roosevelt, congeló salarios y obvio: generó muchas ayudas para las grandes corporaciones. Este presidente que contribuyó al Premio Pulitzer de Nick Ut, por la mundialmente famosa foto de la nena vietnamita corriendo desnuda por una ruta, quemada por el napalm del bombardeo que el gobierno de Nixon había ordenado. El mismo presidente que mandó a la Guardia Nacional a la universidad de Kent, donde dispararon contra los estudiantes que manifestaban en contra de la guerra –aclaremos que sin armas- y mataron a cuatro, dejando a nueve más con heridas graves en un hecho que llaman la Masacre de Kent. Un puñadito de ejemplos de las cosas legalmente correctas, formalmente adecuadas que un presidente puede hacer según el PI, que se hace pipí encima cuando piensa que algún día le llegará su Watergate o su Pulitzer.
De la Serna escribe:
“Quizás Zlotogwiazda se encuentre con el desafío -que le repitió días atrás uno de sus progenitores periodísticos cuando escribía en Página 12- que no digan que son objetivos (se refería a él, y a Sietecase) si están en “radios oficialistas”, olvidando que éste a su vez tiene un programa en un “canal opositor”. Pero ya tuvo que soportar la presión de la anciana conductora de almuerzos preguntándole si es “oficialista” porque trabaja en una radio “oficialista”, sin que él le preguntara -siguiendo la misma lógica- si ella era “corrupta” o “genocida”, por ejemplo. Quizás la tensión entre creerse objetivo, y tener que mostrar ante sus referentes que lo es, y que critica lo que ve criticable lo lleve a nadar por superficies en nombre del periodismo. Una pena, porque un oficio tan digno -y tan importante en una democracia- se sigue bastardeando, hundiendo en nombre de la `independencia´.”
Sin meterme con la persona particular –ya lo hizo el cura- es lógico que le ocurra esto a cualquier profesional del PI, que entiende que su lugar en el mundo es el de investigador de un watergate cualquiera y nunca sumarse a las protestas de los estudiantes baleados de la universidad de Kent, y menos a investigar –investigación complejísima- si lanzar napalm sobre niños es o no un crimen de guerra.
Lo que nos deja este razonamiento –si es que tengo un poco de razón- es que para el PI la fiscalización del poder, esa bella imagen que tienen de sí mismos, la de un David con máquina de escribir volteando al Goliat manejando el aparato del Estado, es tan falsa, como ridícula e hipócrita. Que por fuera de los gobiernos que espían adversarios, o que se quedan con un dinero, e incluso que bombardean países, o atacan a la propia población con balas o con miseria, hay otro poder. Un poder que es más complejo de hacer visible, que tiene menos punch cuando se lo ataca, y que tiene más armas para contratacar cuando se lo molesta. Ese poder no puede ser volteado por un Watergate, ni sirve para ganarse un Pulitzer. Ese poder no le sirve al PI para construir su mito. Porque ese poder no está contado entre los tres poderes que anteceden al tan estimado cuarto poder como se proclama el periodismo. Ese poder es el dueño de los medios donde el PI desarrolla su profesión, ese poder es el océano donde los periodistas nadan como tiburones al acecho de un anhelado pez gordo. O como dice De la Serna “nadan en superficies en nombre del periodismo”. Ese poder oceánico es el mismo al que Nixon tuvo que obedecer para llevar a cabo sus tropelías.
Por eso la pretendida objetividad es el único salvavidas que los puede hacer sobrevivir en ese océano. Una objetividad de papel maché que los absuelva de tomar verdaderas posturas éticas, profundamente políticas, comprometidas con su propia sociedad –no les tiro “pueblo” para no molestar- y entendiendo que el periodismo tiene una responsabilidad tan grande que no puede quedar en manos de una corporación de operarios de la buena conciencia. Un grupo de profesionales que cuestionan todo y que denuncian todo, menos al status quo al que pertenecen como las viejas y algunas vez rebeldes estrellas de rock.