Cuando recibas estas líneas
Es increíble la cantidad de cosas que pueden pasar mientras uno apoliya lo más tranquilo.
De parte de lo que estaba ocurriendo mientras yo dormía en casa de mi tía –arrullado por la animada discusión sobre box, fútbol, mujeres y otros ítems de los cuales ignoraban prácticamente todo, que el Mudo, el Pelado y Carlitos y Alberto Culacciati sostuvieron en la esquina hasta mucho después de que mi tío bajara las persianas–, me enteraría al día siguiente, por boca de De Santis en el patio de Emilio.
El resto, lo que De Santis no pudo contar y tal vez ni siquiera alcanzó a saber, me iría llegando de a poco, como en cuentagotas, con el paso del tiempo, de oídas primero, de modo fragmentado al principio, más completo después, hasta conformar un saber que no por compartido con muchos, no sólo no era común a todos sino ni siquiera a la mayoría de amigos, vecinos y parientes. Y tal como había ocurrido con los sucesos de junio del año anterior, la memoria de lo que estaba por suceder sería gradualmente sepultada bajo una densa capa de indiferencia y desdén disfrazados de olvido y voluntad de reconciliación.
De escucharme, el doctor Rofo protestaría airadamente. A su juicio yo no sería más que otro impostor moldeado a imagen y semejanza del Gran Embaucador: no debería formar parte de estas memorias nada de lo que pude haber escuchado meses o hasta años después y ya no por medio de un ignorante chofer de ómnibus sino de boca de seres resentidos, marginales y carcomidos por el aparato de propaganda de un régimen de oprobio y de mentira que, no obstante llenar de vileza apenas diez años de la vida de la República, proyectó su negra sombra por los siguientes cincuenta o sesenta con el solo propósito de profundizar las diferencias y agrandar el resentimiento social y etcétera, etcétera.
Como muchos, el doctor Rofo, se empeñaba en la ardua tarea de sellar la definitiva unidad de los argentinos mediante el silencio definitivo de una de las parcialidades , y estaba plenamente consciente de lo que estaba por ocurrir.
Y si no el doctor Rofo, el almirante Rojas, el general Armaburu, el capitán de navío Francisco Manrique, el general Osorio Arana, los ministros Landaburu, Dell´Oro Maini, Álvaro Alsogaray, los miembros de la Junta Consultiva y cientos de comandos civiles sabían desde hacía rato que en los cálculos del estado mayor del general Valle, los Sherman del Regimiento Motorizado Buenos Aires y el control de la guarnición Campo de Mayo definirían el destino del movimiento.
La estimación del estado mayor revolucionario era correcta, pero sus cálculos resultaron desacertados: al tanto de prácticamente todos los detalles del plan, para sorprender a los subversivos con las manos en la masa y escarmentarlos de una vez y para siempre, el gobierno dejó hacer, pero se ocupó muy bien de reforzar los dos puntos centrales que definirían el éxito o el fracaso de la sublevación.
En el transcurso del día sábado los suboficiales del Regimiento Motorizado habían salido de franco, pero contrariamente a lo esperado y tradicional, ese día la completa planta de oficiales se encontraba presente en el cuartel, respondiendo a las órdenes del coronel Enrique Pizarro Jones y reforzada con comandos civiles y oficiales de reserva partidarios del gobierno libertador y democrático.
De camino al cuartel por la calle Pichincha, el suboficial Andrés López lo advirtió a tiempo. Encargado de la custodia de la residencia presidencial de la calle Tagle, donde el Tirano Prófugo jugaba con sus perritos Picha y Canela y acumulaba las motocicletas con que premiaba a sus partidarios, el animoso suboficial, jefe de la expedición que el año anterior había colocado los bustos de la pareja dictatorial en la cumbre del Aconcagua, era uno de los blancos más preciados.
Suspendido primero, y luego reincorporado en tareas pasivas, López siempre se había sabido una víctima propiciatoria y actuaba con gran precaución, gracias a la cual tanto él como los otros suboficiales complotados escaparían a la trampa tendida en el Regimiento Motorizado.
No sucedería lo mismo en Campo de Mayo, donde los doscientos sublevados a las órdenes de los coroneles Eduardo Alcibíades Cortines y Ricardo Ibazeta, esperaban inútilmente la transmisión de la proclama y el corte de energía eléctrica de la guarnición, rodeados por los 5000 efectivos que habían permanecido leales al general Juan Carlos Lorio.
Los tenientes coroneles Gutiérrez y Laprida, secundados por el mayor Manzano, concurrieron a parlamentar con los jefes rebeldes, que, concientes del fracaso de la sublevación, aceptaron entregarse, pero antes, Ibazeta ordenó a los suboficiales retirarse del lugar y disolver la tropa.
–Y ustedes ¿por qué no se van? –preguntó uno de los parlamentarios.
Estaban a menos de 300 metros de la Puerta 2, por la que podían acceder a la ruta 8 y, muy fácilmente, desaparecer en la barriada de San Miguel.
Ibazeta y Cortínez se rehusaron, menos por sospechar una trampa que por un inusual sentido del honor. Eran los jefes y se harían cargo de las consecuencias de su fracaso.
También se negaron a escapar los capitales Eloy Luis Caro y Néstor Dardo Cano, ayudante de Cortínez, así como el teniente 1 Jorge Leopoldo Noriega y el teniente músico Néstor Marcelo Videla, pertenecientes a la guarnición Campo de Mayo.
De Santis llenó de soda su vaso de Cinzano y se echó hacia atrás en la sillita del patio de Emilio. En la coqueta mesa de hierro, Friedman había cortado en cuadraditos un trozo de queso Mar del Plata y, en prolijas rodajas de pocos milímetros de espesor, una longaniza. Me arrimé a la mesa y agarré algunos pedacitos de queso, sin dejar de prestar atención a De Santis.
De Santis hacía visibles esfuerzos por recordar qué había pasado esa noche, a la que luego creería la peor de su vida.
Una vez que todos los detenidos en la casita de la calle Hipólito Yrigoyen subieron al colectivo de la línea 19 –contó tras tomar un largo trago de Cinzano–, el convoy se puso en marcha. Lo completaban dos camionetas y un automóvil Plymouth, en el que viajaba el jefe de policía. Todavía empuñaba la pistola en la mano derecha.
De Santis despreciaba a los colectivos. Y a sus choferes, conductores de segunda categoría, incapaces de llevar por Rivadavia, y a la hora pico, un enorme Mack de 41 asientos.
–Pero éste no era malo –comentó, refiriéndose al chofer del colectivo–. Parecía un profesional.
Lo era. La policía había requisado colectivo y chofer una hora antes, en Puente Saavedra.
Ahora iba en dirección contraria.
Pobre tipo, pensó De Santis, le cagaron la noche de laburo.
Se había ubicado en el asiento detrás del conductor, hacía los cambios mentalmente y, si darse cuenta, su pie izquierdo, apoyado sobre el talón, bajaba hasta el piso cada vez que era necesario embragar.
Uno de los policías de custodia lo miraba con curiosidad. Eso incomodó a De Santis, que dejó de “manejar” y recorrió con la vista los rostros de algunos detenidos. Lo vio a Polo, serio, mirando la calle a través de la ventanilla empañada.
Hasta que el energúmeno le pegó a Gavino por ser Gavino, De Santis no entendía por qué Polo había dado un nombre falso. Y no llevaba documentos. Tampoco De Santis: Polo se los había hecho dejar en casa de Emilio.
Cuando en la comisaría le exigieron sus datos, De Santis de alguna manera supo que debía mentir. Dijo lo primero que vino a su mente: Friedman.
Hasta ese momento para los policías había sido “El Gordo”. De ahí en más, sería “El Ruso”.
Inconsciente de que acababa de convertirse en un futuro blanco de la policía, los comandos civiles y los organismos de seguridad, el auténtico Friedman seguía en casa de Emilio, esperando noticias. Habían cenado fideos con berberechos, a le bóngoli aclaró Emilio, y escuchado la pelea. Cuando terminó, Emilio sintonizó Radio del Estado. Trasmitía música de Ravel. Después, de Stravinsky. Y después nada: el locutor se despidió hasta el día siguiente y nada, nada más.
–Falsa alarma –suspiró Emilio.
Friedman asintió y se puso de pie.
–Espere ¿qué apuro hay? Tómese otro café –insistió Emilio– Y tengo un coñac buenísimo que me trajeron de España. Le dicen “brandy”, pero es coñac.
–Todos los coñac son brandys.
Emilio se alzó de hombros y fue hasta la cocina, de donde regresó a los pocos minutos con dos pocillos de café. Sacó dos grandes copas de un aparador y sirvió el coñac.
Friedman apenas había alcanzado a llevarse la copa a los labios cuando, súbitamente, Radio del Estado reinició la transmisión con música de cámara.
–Cagamos –dijo Emilio.
En la Unidad Regional de Lanús, los integrantes del grupo de Leis y Ricagno se unieron a los detenidos en la escuela técnica que esperaban sentados en los bancos de la guardia.
–¡Irigoyen! –llamó una voz.
José Albino Irigoyen se puso de pie.
–Teniente coronel Irigoyen –repuso.
Dos hombres de civil lo condujeron hacia un despacho situado más allá del salón donde se encontraban los detenidos. En el despacho esperaba el subjefe de Policía de la provincia, capitán de corbeta Salvador Ambroggio. Su labor era juzgar en forma sumaria a los detenidos.
Luego de largos minutos, se escuchó una ráfaga de ametralladora y segundos después, un disparo.
–Ahora me fusilan a mí –dijo el capitán Costales al escuchar su nombre.
De 35 años de edad, Costales era un especialista en Inteligencia graduado con honores en la Escuela de Informaciones del Ejército. Tras un breve interrogatorio, fue abatido de una ráfaga de ametralladora y rematado mediante un disparo en la nuca.
Cuando le tocó el turno a Dante Lugo, ya los hermanos Clemente y Norberto Ros se abrazaban tratando de consolarse mutuamente.
Luego de los asesinatos de los hermanos Ros, el último en ser fusilado fue el joven Osvaldo Alberto Albedro.
Horas antes Osvaldo Alberto Albedro había dejado una carta dirigida a su adorada esposa Nélida para que le fuera entregada sólo si ocurría lo peor.
“Sé que cuando recibas estas líneas –había escrito el joven Albedro– yo estaré muy lejos de esta tierra y te habré causado el dolor más grande de mi vida, pero tú sabes cuánto te adoro. Precisamente porque te quiero con locura, a ti y a nuestro adorado Carlitos, es que voy a esta lucha; porque no concibo la esclavitud de mi pueblo que sería nuestra misma esclavitud y miseria.”
Todos habían sido juzgados y condenados por el capitán de corbeta Salvador Ambroggio. Los tiros de gracia eran una atención del inspector mayor Daniel Juárez.
En su condición de menor de edad, Rubén Mouriño fue entregado a su madre mientras Leis, Ricagno y los otros miembros de su grupo aguardaban su turno de ser fusilados, lo que finalmente no ocurrió.
–Váyanse –les ordenó un suboficial de policía luego de varias horas de espera.
–Nos van a aplicar la ley de fugas –replicó Leis.
–No diga pelotudeces, viejo. El marino y el inspector se fueron. Tómensela, que ya terminó todo.
Cuando el grupo se disponía a salir, Leis volvió sobre sus pasos y se arrimó al mostrador. El suboficial lo miró con curiosidad.
–¿Y Jofré?
–Ah, ese –replicó el suboficial–. Ese se queda, por órdenes de arriba. Parece que está marcado.
Leis, Ricagno y sus amigos salieron caminando de la Unidad Regional de Lanús sin que nadie les disparara por la espalda.
El adolescente Rubén Mouriño no volvió a ver a su padre con vida: el fundador del comando L 113 fue ametrallado en el Automóvil Club Argentino y fallecería el 13 de junio en el Hospital Fernández.
Apenas empezó a sonar la música de Cámara, Emilio vació su copa de un trago. A su lado, Friedman escuchaba, paralizado.
Tuvieron que esperar veinte minutos para que el locutor interrumpiera la música. A continuación, anunció la lectura de un comunicado de la Secretaría de Prensa de la Presidencia de la Nación.
Como en un sueño Friedman escuchó:
“Artículo primero: declárase la vigencia de la ley marcial en todo el territorio de la Nación.
”Artículo segundo: el presente decreto ley será refrendado por el excelentísimo señor Vicepresidente de la Nación y los señores ministros, secretarios de Estado, en los departamentos de Aeronáutica, Ejército Marina e Interior.
”Firmado: Aramburu. Rojas. Hartung. Krause. Osorio Arana y Landaburu.”
*Publicada en Revista Zoom