DESDE ALLÁ, A PRINCIPIOS DE LOS ´80

Te escribo desde Madrid. Aquí deambulan tres clases de argentinos: los exiliados; algunos a los que va económicamente muy bien. Y los terceros, somos los que no aguantamos vivir más bajo una dictadura. Casi todos añoran.  Me pregunto: ¿qué fue de los cines de nuestra infancia? La calle Lavalle, dicen, desertó. También se fueron los héroes de la adolescencia que marcaron los sueños de una generación luchando entre la condena y la redención. Algunos revelaban que Platón no tenía razón cuando excluía al artista de su sociedad ideal. En esta edad del héroe no heroico, con vidas modeladas por un cine violento que exalta al deshonesto, otros buscamos narrar historias ambicionando –decía Platón- “llegar al conocimiento por el abismo”, pues según Ezra Pound la tarea de cualquier artista consiste en ser el aguijón de su época. Todo cambia rápido. ¿A dónde nos llevan? ¿Quizá la libertad de pensamiento se volverá una abstracción sin sentido, como predijo Orwell? Con esta cultura vigente, la del ojo, la de la palabra me parece hoy algo desarraigada.

Me acuerdo de la Primera Edad, de pibito: iba al Día de Acción al cine, para ver tres westerns idealizados con otros chicos que alucinaban. Afuera, elegía de los empedrados laberínticos y aquel río de barro algún domingo, podías bañarte sin contaminación. Sabores de comidas descubiertas. La edad en la que uno carece de recuerdos. Conoce sólo un dedo de la vida. Soñando despierto juega al fútbol con la camiseta del club querido (fui su mascota a los cuatro años, ¿te acordás?), flirtea con una nena de guardapolvo y cierra los ojos para probar si al abrirlos ella sigue ahí.

Ulises condenados a no retornar, teníamos la “orgullosa vivacidad de la juventud” (dijo Shakespeare). A los 10 no se admiten vallas: rompíamos faroles a pedradas y la luz de la luna caía sobre nuestras temblorosas manos. Adoquines aporreados por el fútbol. Vecinos en la puerta con las sillas al revés. La indulgencia de papá o el bofetón. Vecinos de la cuadra que jugábamos, comíamos y peleábamos juntos. El camión a la cancha dominguera. Esa magia del primer beso abrazándose bajo la lluvia. El terrible miedo al infierno, confesión en la iglesia por culpas inocentes.

¡Cómo esperábamos los carnavales, mamá! Ceremonias rituales en las que nos corríamos a baldazos de agua, esa paradoja de empapar  deseos y envidias. Uno dejaba de ser por un rato quien creía que era. Yo me disfracé una sola vez, ¿te acordás? A los ocho me compraste el de cowboy: camisa, pantalones de cuero, sombrero y pistola al cinto. Sólo faltó el caballo. El papel picado pegado al cuerpo, las serpentinas nos rodeaban como espirales y recibíamos una lluvia de pomos y lanza perfumes. Años después, buscaba una pareja de corso en corso: Culpina, Avenida de Mayo, Boedo. Deslumbrado por murgas, quería juntar las mejillas y demás con sutiles enmascaradas que seducían con los ojos. Los anarquistas del amor íbamos en barra a danzar a los clubes. O cerrábamos la cuadra bailando en la calle, transformada en un jardín empedrado. De día nos lamían rayos de sol y agua, y de noche besos de luz de luna. Abruptamente, el Miércoles de Ceniza las chicas se tornaban palomas intocables y nosotros el vecinito, saludando como un extranjero. Los carnavales, mamá, fueron nuestras últimas catedrales barriales.

Con cervezas conversadas recorríamos los llamados “asaltos” en casas opuestas. Esperábamos la señal en los ojos de las chicas, ellas elegían; a veces sonreían, otras ni miraban. ¿Cómo abdicar de la virginidad? Parecíamos no tener debajo de la cintura más que zapatos. Los mayores decían que hacer el amor era como un choque de autos. ¿Te acordás? Antes nadie vivía de espaldas al río. Íbamos con papá y una multitud al balneario de la Costanera; y al crecer nadamos las tardes en El Ancla de Olivos, temerosos de terminar ahogados como Shelley, allí donde nació papá. Jóvenes, río y pesca éramos uno. Imaginé este tango: “Siempre miro tu barro/ tu puerto y tu loco hollín/ y a mis sueños amarro/ envueltos en piolín”.

Uno no se reconcilia fácilmente con aquel pasado como edad ideal. Veo a mis traviesos amigos discutiendo casi a gritos de mujeres o de política. Teníamos 15 años y la palabra “mañana” lo abarcaba todo: era una especie de cielo. Días sin sueños y sin plata pero con muchos otros sueños. Jocosas bromas y los deseos sexuales que subvertían cada baile. Entonces lo ignoraba, pero todo lo que sería, bueno o malo, lo llevaba ya dentro. Evoco a la primera muchacha y una fogata donde el fraternal cigarrillo pasaba de mano en mano; después nos hizo toser.

Recuerdo que asamos batatas en nuestra esquina y el alma se animó con esa camaradería de la cuadra en un barrio de clase media; recuerdo que estábamos enamorados de la vida. Si bien el tiempo me enseñó, como a Buñuel, que no todos los de abajo son buenos, la charla se dulcifica con el paisaje de mi calle. Escuchábamos a los mayores al salir a buscar una solidaridad susurrada, éramos pichones en política. Los placeres cotidianos fuera de casa eran estudiar, trabajar; y en esos pequeños cuartos leer, ávidos, libros. Memoro la reserva de fantasías, ese instinto del leal apretón de manos, el valor de las emociones viriles frente al dolor por los que más tarde, partieron. Sólo al irme a vivir a Europa –cantando el ayer pues sé que vengo del barrio, tengo en la memoria todo, soy yo mismo mi calle- me di cuenta con estupor de que aquellas batatas casi quemadas y aquel primer cigarrillo forjaron la cena inicial de mi adolescencia. En ese paisaje de luna y fogatas, la ahora despreciada lealtad barrial. Amigos que nos sentíamos ramas de un mismo árbol, veredas que tenían mi nombre y el suyo. ¿Dónde estarán?

Memoro las trasnoches en los cines, desde los 18. El submundo de los sábados (billar, baile, beso o soledad) y hermanos de utopía cuya tumba nunca visité. Los amoríos silenciosos donde oíamos con los ojos lo que su femenina lengua callaba. Presagios de aquel futuro al que imaginábamos bello. Nadie llore por su juventud perdida. Expatriado aquí, lejos del laberinto de risas, torno a pensar en la juventud: y mis dos calles se desvanecen. Estará la esquina, solitaria. Sin embargo, el ayer sigue en todos. Peregrinos del recuerdo, nada se acaba a menos que uno quiera.

La Segunda Edad es la de los trabajos mal pagos, gastar zapatos enamorado. Por primera vez uno ama a alguien más que a sí mismo. Ve filmes europeos en el cine Lorraine, años como navajas. “Crecer hasta tener un alma”, pedía Gurdjieff. Llega la Edad Madura. Poeta de la pérdida, deja de correr, cada Día de la Primavera, a los bosques de Palermo donde parejas intemporales se arrullan ilusionadas. Te mando un regalo de cumpleaños con mi amiga Marlene. Muchas felicidades, vieja.

Escribo desde Mallorca. Es otro mundo, bellísimo pero fugaz. Las turistas suecas, francesas, inglesas beben y se quedan una semana. Todo joven prioriza la pasión. A los 20 salíamos a la búsqueda del romance cerca de plaza Flores. Intuíamos un embrujo volátil en las chicas y en nuestras risas frente a las galerías, el cemento. Había azar. Era la calle del deseo. Yo seguía a dos por la vereda del sol y el rubio, mi amigo ruso, a otro par por la de la sombra. Queríamos ganar sin saber elegir. El que primero seducía, silbaba al compañero: diez intentos, dos teléfonos. Así horas

Crecimos, y al escapar de casa embriagado por la alienación recorría Rivadavia en moto a cien por hora con mi campera Brando. Antes del tiempo del desprecio, en las callecitas del barrio abordamos dos herencias: fútbol y billar. Degradando el día sábado llegaban al barrio las hordas nacidas para consumir. Los viejos vivían pendientes de sus relojes pues no tenían nada que hacer y los jóvenes, mirando la ciudad con insolencia, ansiábamos probar nuevas sensaciones: beber, Kerouac y sus porros inhallables, el peronismo. Creíamos, omnipotentes, que pasara lo que pasara, subsistiríamos. Ni sabíamos lo que era la picana. Desnudo ante la ciudad globalizada memoro el deseo de vencer. Edad en la que en medio de exclusiones sobrevivíamos, con el Dorado deshecho en escamas, entre una y otra dictadura.

Cuando nos pensábamos escritores sin haber escrito nada, Filosofía y Letras era en la calle Viamonte. Entre charlas inagotables, retruécanos y ese funambulismo verbal, vivimos la polémica Sartre-Camus (totalitarismo versus libertad), la Guerra Fría y el asalto a la razón por una utopía casi desarmada. Amábamos gozosos los libros, tocado de luz. Y las páginas desconocidas halladas hurgando lentos por la calle Corrientes. Fetiches: esas clases con voz monótona de Borges, más simples de lo que aquellos que no las escucharon ahora fabulan, la librería francesa, el bar Florida con sus nenúfares y un folclore arcaico que florecía: revistas literarias con esquirlas de discusiones retóricas, que sólo pocos leíamos. Los jóvenes éramos una olla de sexo y las chicas astutas fingían virginidad para cercar al candidato.

No se besaban con varios tipos en la misma noche de boliche. Poco cartesianos, en una atmósfera de lucha e ira, la crítica a un autor y nuestras zonas secretas nos distanciaban.  “Laica o libre” fue el sinónimo de escuelas del Estado versus privadas: ganaron éstas. A pesar de los popes de actitudes senatoriales, vinos nocturnos impulsaban la epifanía reconciliadora. Algunos intelectuales en letargo, inválidos para la acción, vendían la versión progre de sí mismos; luego mudaron en funcionarios de gobiernos. Otros queríamos leer mejor el perturbador mundo de las clases sociales y huir de la banal licenciatura. Last but not least, llegamos al paraíso: las palabras. Pero descubrimos que estaban hechas con nuestra sangre.

Ahí nació la decisión de salir de la pobreza dándole una patada a la hipocresía indigna de esa opresión colectiva, tomando conciencia de una derrota histórica que nunca entendiste, porque te era imposible vivir sin esa máscara burguesa. Todos sabemos que vamos a morir, algunos no queremos hacerlo sin ilusiones, arrodillados, con un cura al lado. Quizá preferimos morir de pie, combatir aun grotescamente, con las palabras, contra ese padecimiento del desesperado que, cansado de golpes, no tolera rendirse cada día más. Soy joven, volveré pronto.

Nunca toleré a las mujeres que se echan en la cama y esperan que el cielo caiga sobre su sexo: prefería a algunas frívolas, y a otras que militaban en las puertas de las fábricas “aceptando la muerte si ofrece la oportunidad de ser alguien”, decía Paul Nizan. A las que al sonreír, creíamos que los ángeles cantaban y ondulando besos les dieron hijos a los compañeros. ¿Sabías que Sartre habló de ellas? Dijo que una “ocultaba bajo sus desvelos de chica de barrio una hermosa totalidad blanca”. Hay otras que a las cuales les queman las cenizas juveniles, ni un año de lluvia podría lavarlas. Son las que retomaron la rutina del sometido dejando atrás su ayer y evitan volver a pensarlo. Ahora que el cambio social es un sacerdocio con menos fieles, ellas sólo creen en la computadora y se convierten en lo que odiaban. Aunque las delata una secreta tristeza, toda empapada de despedida.

Tuve un sueño, mamá. Yo leía y alguien, como un bosquejo, pasó más allá de los árboles inhóspitos. Un hombre al que le gustaba jugar a las bochas y a las cartas. De improviso, no lo vi. ¿Era quien yo esperaba? Decidí espiar, verle la cara. Pero no podía. Me sentía desapacible, sin animarme a hablarle. Caminaba unos metros detrás. Si la espalda se detenía, yo miraba vidrieras. Paladeando la noche seguí su ruta en la penumbra, estremecido. ¿Adónde iba? Parecíamos dos sombras. Yo reparaba en su espalda, ignoraba las voces, luces y risas. Iba empapado por el sonido de esos pasos cuando empecé a oír como un gemido. Yo lo buscaba para tener aquella conversación que nunca tuvimos. A veces me perdía. Corría agitado, inquiría por esa espalda y nadie la había visto. Entonces me guiaban los gemidos. Fue un largo deambular hasta Flores. Abrí la puerta del club al que él solía ir. Al ver la espalda supe que había llegado hasta ese llanto. En su mesa, a la que iba a buscarlo de pibe, le hablé emocionado. Un amigo suyo me saludó rebosante y se burló: “¿Volviste al barrio para hablar solo? ¡Si tu viejo murió hace 15 años!”. Pero en medio de la mesa estaba su pañuelo, mojado de lágrimas. O tal vez era el mío.

DESDE AQUÍ

Hace años que no estás. ¡Cuánto te quise no bien me fuiste quitada! Fue como si partieras, en mi mente, cada día. De un instante al otro, se ensordeció mi canto. Y empecé a preguntarme qué nos unía, o nos había unido. La infancia me reservó la infelicidad de una lágrima de más y una caricia de menos. Bufonesco, pasé por varias caras: de la timidez al temperamental peleador, luego a la serenidad, culta e instintiva a la vez. De vos, debo haber heredado cierto sentido de la tragedia, que volqué en el teatro. Mi encendida pasión por el amor y contra todas las injusticias. Tal vez reconocía en mí tus propios fantasmas. Con un sutil velo de pudor amabas a la vida tal como es, como debe ser y como suele mostrarse. ¿Cuál fue tu patria? El matrimonio. ¿Tu ciudad? Los hijos. Aunque simuláramos, intuías las ocultas picardías. Tu rostro tallado a esfuerzo era dichoso sabiendo a tus chicos sanos. Si cierro los ojos vuelvo a la niñez, a sentir tu mano en mi pelo, a saborear –como las magdalenas de Proust- aquel remoto olor a castañas calientes y a patio casero.

El barrio, los sueños, ciertas calles empedradas y cierta gente. En ese país de la infancia conocíamos de memoria cada rincón, no favorecía tanto anonimato como hoy, por eso quizá me parece vagamente irreal. Soy yo mismo mi calle: corríamos aquellas carreras de autitos sobre los cordones. O jugábamos con una pelota de goma en el empedrado, haciendo “paredes” con el cordón; Di Stéfano  decía que era de cracks. Siempre había uno con el que me entendía de memoria, con sólo mirarnos. Si me llaman de nuevo con los ojos vendados a mi calle, reconoceré en invierno aquel ladrillo bajo los pies que ponías para calentarnos en la noche. ¿De qué sirve que hoy tenga calefacción central y acondicionador de aire, si yo prefiero el calor de aquel ladrillo? En el verano las persianas se entrecerraban durante la siesta mientras leía o paseaba, disfrutando el pan con manteca y el café con leche del atardecer y extrañaba los besos aún no dados que soñaba recibir en mi boca.

Cuando te quedaste para siempre quieta, casi odié mi rostro de invitado que por primera vez tus ojos habían dejado de interrogar. Vino a mi mente otra separación, la del primer día de clase. Me dejaste en la escuela pública y tu silueta maternal se perdió tras la entrada. Tuvieron que pasar largos años para que el desgarro de estar separados, de residir en distintos continentes, se volviese en tu voz, familiar. Pero mientras vivía en Europa esa voz me reclamaba, el lejano lamento en cada teléfono hervía en mí como la ternura de una novia distante. ¿Excusa para volver?

En casa quedaron tus pasos cortos por aquellos años que viviste con nosotros, tu manera de mirar callada por la ventana, los objetos que amabas. De niño, cuántas veces sentí tu mejilla contra mi cara. Y cuántas otras me peinaste, un pibe serio engominado de guardapolvo blanco. Luego, para defenderme me volví distante; así decían los amigos. Aquí y ahora recuerdo cientos de vestidos al viento y a las muchachas escotadas provocando con la mirada. Muchachas que agitaban casi adrede nuestros deseos adolescentes. ¿Dónde estarán aquellos compañeros del Secundario, ahora que los requiero? Percibo a las noviecitas que escondía en el barrio, veo a la que más te gustaba y a aquella otra que me abrazaba ardiente en lo oscuro. Advierto tarde, melancólico, que eran sólo amoríos juveniles en los que nuestros corazones debutaban raudos como una sombra, asombrados o infieles.

Me demoro en la plaza de la memoria, aturdido. Después de tu partida nos vimos con esos compañeros, comimos. Pero salvo con tres o cuatro, ya nada me unía a los demás. Todos éramos otros. ¿Para qué contarles que me fui de casa a los 20 por discutir con mi padre –al que ahora tanto quiero- y volví cuando otros casi me matan? ¿Para qué hablarles de esos sueños utópicos, libros y artículos y amores inolvidables? No se puede ver treinta años  después a una mujer amada. Es otra.

Yo también escribí en tu lápida un recuento de virtudes. Y como tantos, puse una cruz y unas flores o a veces cambio el agua que las mantiene. Qué húmeda y gris parece la tarde. Miro la tierra que te cubre y quiero creer que aún no te desnudó. ¿Rezo? Supongo que es una presunción ya vana que te llegue algo de mi calor.

Tanto tiempo fuiste viuda, tantas veces, cuando no lo eras, te enojabas por mis peleas a trompadas, por las rodillas golpeadas por los rivales en el fútbol, por las noches en que no avisaba llegando de madrugada y el viejo se enfurecía. Creías, ingenua, que para ser dichoso bastaba que uno respetara tus valores de clase media. Memoro la silueta planchando en la cocina mientras gozabas un teleteatro. Y te escucho cantando algún tango en el patio. Doy gracias por las comidas que hacías con lo que hallabas, gracias por ese vino que de niño yo hacía con papá pisando las uvas en la vasija, gracias por tu perenne sonrisa de Año Nuevo. Me avergüenzo y sonrío por no haberlo valorado. No sufro al recordarte, madre, sólo tengo piedad de ti. Y quizá por mí, sin tu presencia un solitario acompañado por su mujer, un hombre como tantos apartado tal vez para siempre del paraíso original.

Me parece que los adoquines del cementerio gritan y que los que pasan a mi lado los oyen, mientras moja mi memoria el llanto de aquel pasado, en el que buscaba mi identidad contra el poder para convertirme en sujeto de mi propia historia, harto de dictaduras deshonestas que ordenaban la muerte. ¿Cómo no volverse rebelde, con el candor de la idealista juventud? Es el sueño atávico de quien desciende de generaciones de muertos de hambre, guerreros heridos por la tortura y las balas.

Aún te veo, barriendo la vereda en Flores mientras susurrabas tangos. Como toda mujer, creías en lo tangible pero amabas lo abstracto, las poesías que escribías. Por eso, de noche mirabas las estrellas. Callo como si me hubiera desangrado, el lenguaje no es necesario. ¿Quedarás ahora para siempre fuera de mi alcance?

Pirandello decía que los muertos son los pensionistas de nuestra memoria, pues los pensamos vivos. Fui hijo tuyo pero no podré serlo en el futuro: he muerto en tu memoria porque ya no puedes pensarme. Hace frío, camino de vuelta. A medida que me alejo, con el sol en la espalda, pienso: “Ahora se queda sola, como yo en el colegio”. Iba y volvía solitario, desde los seis. Siento el soplo del crepúsculo. Tal vez nada te desilusionó tanto como este rebelde hijo. Este huérfano que parece no tener lágrimas cuando promete que hoy no pensará en la salud, ni en la política, ni mirará a mujeres hermosas ahora más lejanas que nunca antes, aunque sabe que la vida sigue. Me doy cuenta de que aquí no estás, creo que están las banderas de tu  hijo y quizá del mío desplegadas para imaginar y recrearnos un futuro mejor.

¿Estás en un lugar donde las cosas son mejores? Antes de irte había emigrado yo dentro de tus ojos de luz. Tal vez estás dentro de mí y no lo sé: siento aquel beso al ir al colegio, oigo tus tangos y te añoro barriendo al sol esa eterna vereda final.

Tu imagen no está allí abajo, ni arriba. Continúa conmigo. Puedo decir que te amo, y así escribo. Puedo decir que aprendí que mi orgullo y mi rebeldía nacieron de los que trajo mi padre de su guerra ganada pero perdida, y lo escribo. Cuando la vida me despida, volveré. Y quizás subiremos juntos a respirar el aire de la montaña.