Antes que nada, debo decir que confieso ante Dios Todopoderoso que he pecado mucho, de pensamiento, palabra, obra y omisión. Y si he pecado, ha sido por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.

¡Mea culpa! ¡Mea culpa!

Por eso ruego a Santa María siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y al hermano Leuco que interceda por mí ante Dios, Nuestro Señor. Amén.

No puedo menos que comenzar esta carta con el alma contrita y, compungido, repitiendo mil trescientas veces el Confiteur, que viene a ser el Yo pecador, pero en latín. Lo que pasa es que lo digo en castilla porque yo, de latín, no cazo una, como dijera el ilustre Coco Rossi, a quien el Señor conserva a su lado como inside derecho, pero sólo hasta que llegue ahí el malogrado Omar Higinio García, que alguna buena se merece.

El Señor es Dios, por si estabas pensando en algún otro. Y Dios es el DT del seleccionado del Cielo, al que yo todavía estoy demasiado lejos de poder pertenecer, no obstante tus esfuerzos, que, naturalmente, agradezco.

Pero no te apresures, hermano, no te apresures.

Mi talante que defines como “franciscano”, tal vez debido a mi proverbial humildad y a mi amor por los pobres y más seguramente en la ignorancia de que soy jesuita (un periodista no tiene por qué saber de todo sino más bien, todo lo contrario), me obliga a recordarte que el rótulo de “argentino más ilustre de todos los tiempos” que me endilgas, me incomoda un poco. Pero puedo asegurarte que haré todos los esfuerzos necesarios para seguir siendo digno de tu admiración que, si no fuera, como es, suficiente para justificar mi paso por este valle de lágrimas, es nada comparada a tus consejos.

Mea culpa. Mea culpa, hermano Alfredo. Debo confesar que hasta que no me lo advertiste, no me había percatado de la importancia de la señora Cristina Fernández de Kirchner.

Desde luego, sabía que era casada. Y con un tal Kirchner. Pero no asocié, no asocié.

¡Mea culpa! ¡Mea culpa!

Debo decir, en mi descargo, que Kirchneres hay muchos. Para no ir muy lejos hubo un pintor Ernst Ludwig Kirchner, nacido en Alemania y muerto en Suiza, que es como decir, acá al lado.

Pero debo confesar (¡Mea culpa! ¡Mea culpa!) que si bien nunca pensé que esa señora Fernández fuera la viuda de Ernst, creí, realmente creí, que era una de las hijas de la señorita Bernardina Fernández, la profesora de piano que en mi niñez, en la vieja casona de Rivera Indarte 373, me instruía en mis primeras nociones de solfeo. ¡Jamás imaginé que se trataba de esa harpía! ¡En ninguna de nuestras cuatro entrevistas pasó por mi cabeza esa horrenda posibilidad!

¡Mea culpa, mea culpa, mea grandísima culpa!

Ese Gustavo Vera que, en tu infinita bondad e inocencia de alma llamas “mi amigo”, jamás tuvo la decencia de explicármelo. Seguro que está confabulado con Eduardo Valdés, el pícaro gordito que me metieron de embajador y que me lleva de las narices como al pobre infeliz que era hasta que viniste a iluminar mi vida.

¡Cristina Fernández es presidenta de Argentina y además, una hábil y artera política! ¡Y abusa de mi inocencia e ignorancia franciscanas!

Mira de lo que me vengo a enterar gracias a ti, hermano Leuco.

¡Ese Insauralde usó la selfie que se tomó conmigo para levantarse a Jessica Cirio y el falso cuervo Larroque me dio una remera de La Cámpora haciéndome creer que era la última camiseta de San Lorenzo! ¿Puedes imaginarte tamaña blasfemia? Seguro que le dicen “cuervo” porque es abogado, porque ningún hincha de San Lorenzo haría semejante cosa.

Admiro tu coraje al expresarme tu disidencia, que estoy lejos de considerar humilde. Porque ¿qué haría sin tus consejos? ¿En qué me convertiría? Pues en una hoja arrastrada por la tormenta del critinismo que (¡Mea culpa! ¡Mea culpa!) hasta tu valiente grito de alerta había creído que aludía al cristianismo.

¿Cómo podemos ser tan ingenuos, hermano Alfredo? Menos mal que estás tú, que buscas la verdad aunque nunca la encuentres.

Insiste, insiste, Alfredo, que alguna vez la encontrarás. Te lo digo de todo corazón.

En cuanto a tu magnífica idea de que reciba en el salón de san Pedro a todos los candidatos y precandidatos, debo decirte (y te encomiendo la gestión) de que jamás lo haría si no concurre también a mi preferido, Jorge Altamira, al que extrañamente has omitido en tu enumeración.

Y de todo corazón te mando el mejor de los abrazos y mis mejores deseos, ya que siempre apostaste a la sana rebeldía y no al silencio cómplice ni obsecuente. ¡Por el contrario!

Sólo quisiera decirte que efectivamente pedí que hicieran lío, pero no taradeces. Pero no importa, siempre y cuando sea con la mejor intención. Y lo tuyo no sólo ha sido intención: gracias a tu oportuno aviso, no voy a recibir nada, nada, nada a la bruja esa, que me engañó, con sus sombreritos, haciéndome creer que era la hija de la señorita Bernardina.

Eso sí, permíteme que te cuente que a la especie humana le demandó miles de miles de años adoptar una posición erecta. No es sensato perderla en un instante para caer de rodillas a la primera de cambio. Tiene alguna lógica si se lo hace ante Dios, pero por más que aceptemos el matrimonio igualitario y los miembros de la Iglesia se hayan introducido en los sitios más impensados, permíteme decirte, hermano Alfredo, que, aun en toda su misericordia, Dios sigue considerando un pecado eso que tú haces con tanta frecuencia y unción.

Atte tuyo

El Papa