Breve historia de la tez oscura argentina
I) Estoy sentado en una terminal de micros mientras aguardo mi partida. Como ya es habitual en casi todos los lugares donde la gente espera algo, dos noticieros matinales ligeramente iguales advierten en la televisión todo lo que hay que saber para salir a la calle bien informado. El ruido ambiente impide escuchar, pero las imágenes y los llamados “zócalos” permiten que uno se oriente sobre el mensaje. Entonces, mientras las docenas de tipos como yo esperamos el momento de subir al micro, nos tragamos los televisores y los zócalos: “Nunca hubo un robo de esta magnitud”, “La apuñaló por la espalda”, “Dice el padre: Ahora podríamos estar enterrando a mi hija”, “Lo mete preso la policía, pero lo suelta el juez”, “Le pusieron el revólver en la cabeza a una nena de ocho años”, “Los delincuentes son menores”. “A un mes de la desaparición del empresario: No tenemos nada, esto es angustiante…”.
Las imágenes que acompañan estas noticias –tomadas por las cada vez más imprescindibles cámaras de seguridad- muestran a dos muchachos jóvenes, “de tez oscura” (como prefiere el lenguaje policial), con gorritas, entrando armados y asaltando un negocio. Cuando un noticiero termina de pasar esta secuencia cuatro, cinco veces, comienza el otro canal con otra serie de repeticiones. Luego, dos periodistas con cara de enorme desasosiego o de miedo dicen algo, mientras abajo los zócalos vuelven a martillar: “Otro caso de inseguridad”, “Nunca hubo un robo de esta magnitud”, “Lo mete preso la policía, pero lo suelta el juez”, “Le pusieron el revólver en la cabeza a una nena de ocho años”, “Los delincuentes son menores”. Y los dos pibes con gorrita entran por trigésima vez al negocio, empuñando sus armas en un televisor, mientras en el otro la imagen los dejó congelados en el momento en que apuntan amenazantes sus rostros oscuros, sus gorritas y sus revólveres.
Un leve respiro con los partidos del domingo, pero al final: Resumen de noticias. “Otro caso de inseguridad”, “Los delincuentes son menores”, y así... La vuelta infinita del ciclo quiere extenuar, pero sólo para soldar a fuego los textos alarmantes con un color y un tipo de rostro con gorrita y arma de fuego, sin nombre ni historia, que viene por nosotros ante un Estado ausente, de modo que no queden dudas acerca de lo que hay que atenerse, de lo que hay que hacer.
II) El 12 de diciembre de 1878 el diario La Nación, de Buenos Aires, dio cuenta de la llegada, como prisionero, del cacique pampeano Vicente Pincén, conocido como el “terror de los fortines”, capturado por el coronel Villegas en el noroeste de La Pampa, según las órdenes del general Roca, que dispone su traslado en la necesidad de mostrar su triunfo contundente en la capital. Además del revuelo entre la gente bien de Buenos Aires por la llegada del terrible monstruo que asolaba la frontera sur, la noticia incluyó una producción fotográfica, encomendada al ilustre italiano Antonio Pozzo, para que retratara a Pincén en su estudio donde posaron Bartolomé Mitre, Sarmiento y Urquiza después de Caseros. Ahí entonces va Pincén con su familia, detenidos todos y en procesión al estudio de Pozzo, antes de ser confinado por años en ese enorme campo de concentración indígena que funcionó en la isla Martín García. Se le sacan varias fotografías; una de ellas lo muestra sentado, vestido de poncho, chiripá y bota de potro, junto a sus cuatro hijas, abrazando a una de ellas con una cara de abatimiento y tristeza –lo mismo que las muchachas-, que cuesta identificarlo con el feroz guerrero, terror de los fortines. La imagen, muy familiar, es la de un hombre de unos 70 años, junto a los suyos, en un momento trágico de su existencia.
Según cuenta lúcidamente el historiador Javier Trímboli, cuando iba a darse por terminada la sesión fotográfica intervino Francisco Moreno –el célebre perito-, que previsoramente había llevado del Museo Antropológico, del que era director, una lanza y unas boleadoras, que en ese momento entregó a Pincén para que posara sin familia ni poncho, con una vincha en la frente, con el torso desnudo y en posición de ataque. “Inmediatamente –dice el diario La Nación- el indio tomó su actitud guerrera, afirmando el cuerpo y enristrando la lanza como si esperase al enemigo para lanzarse furioso sobre él. El rostro del cacique parecía iluminado por una luz siniestra. En esa actitud fue retratado….”. Esa intervención del perito Moreno sirvió para “fijar una imagen viva y genuina, con elementos originales, por medio de un procedimiento técnico idóneo…” –concluye el diario. ¿Por qué esa imagen es más genuina que la anterior, rodeado de sus hijas, con vestimentas parecidas a la de algunos criollos y el gesto del que se sabe perdido? Un procedimiento técnico idóneo para amedrentar las buenas conciencias de Buenos Aires. Ese es el uso que buscaron y lograron Francisco Moreno y los medios de prensa de su época, preparando así el terreno ideológico para la total legitimación de la gran ofensiva que llevó adelante Roca en 1879.
III) ¿Por qué presento, uno a continuación de otro, dos hechos aparentemente tan distintos, incurriendo en un pecado que la historiografía oficial tildaría de anacronismo? –el traslado a un momento pasado de la sociedad, de formas sociales y culturales que son las del presente. Porque además de las diferencias específicas, tal vez permita ver una recurrencia y la persistente matriz que se repite y deja algo que puede llamarse resto. El resto es lo que permanece irreductible, que sobrevive y subsiste inasimilable al discurso dominante. Y sobre ese resto varias políticas son posibles. ¿Qué es lo que ha hecho con ese resto la política liberal triunfante en la Argentina? Porfíar en la necesidad de imponer su conversión forzada o, llegado el caso, en hacerlo desaparecer para consumar un Otro cultural completo –occidental y cristiano-, negando el carácter de semejante de esos otros –ayer salvajes y ajenos, terror de los fortines, hoy negros delincuentes, sin nombre ni historia. Porque tal vez un duro núcleo indígena –con las sucesivas mediaciones y transformaciones que el devenir de la historia ha forjado en nuestro país: desde el caudillo de las montoneras, el gaucho, el inmigrante, hasta devenir en el villero cabecita negra, incluso en el militante revolucionario- ha persistido irreducible a las persecuciones, a los intentos de asimilación a un pensamiento que se pretende único, a la eliminación genocida. Luis Eduardo Pincén, un tataranieto del cacique, ha dicho: "Nosotros, los indígenas, fuimos los primeros villeros, los primeros rebeldes por la frustración que sentimos al ser desalojados de nuestra cultura e incluidos en una sociedad que sólo nos acepta en los estratos más bajos”.
Cuanto más se impida el reconocimiento de ese sujeto que resiste, como un duro resto, a la alienación del Otro cultural que encarnan estas políticas, cuantos más altos se construyan paredones para segregarlos (hace poco –pero esto es cíclico- asistimos a las inundaciones en los barrios pobres, consecuencia de los prominentes muros que amurallan ya no fortines sino countries), más se padecerá su efecto siniestro: el malón, el robo con armas, el homicidio y la serie de hechos de violencia que trajinan las páginas de la inseguridad.
¿Cómo se sueña que responderán aquellos abolidos de su condición subjetiva, expulsados fuera de lo humano, sino devolviendo este mensaje en forma invertida? La falta de reconocimiento simbólico como sujetos se la cobrarán con violencia real, ya que esa abolición tiene implicancias en su posibilidad posterior de reconocer en otro a alguien con la dignidad de prójimo.
Ayer, la fotografía de Pincén con lanza en mano en el diario La Nación; hoy las imágenes de un llamado “motochorro” en todos los canales de televisión, asediando las buenas conciencias que no aciertan en discernir de dónde ha salido este monstruo (saludamos, como al pasar nomás, a los tigres de Sergio Massa engullendo sus “bifes de motochorro”). Símbolos iconográficos tan plenos en el pavor que suscitan que parecen no necesitar ninguna trama explicativa, pero evidencian simplemente un duro odio de clase.
No es –decía- la única política posible en el presente, ni la única que registra una historia que tiene inscripta la frase “nuestros paisanos los indios” en boca del que llamamos Padre de la Patria, o una famosa Proclama -la de Tiahuanaco-, en la que Castelli velaba, ya en 1811, por la igualdad de derechos de los aborígenes que había sido “excluidos de la mísera condición de hombres”.
Verificar las constantes históricas, las repeticiones, también permite advertir que hubo y hay otra manera de tratar esa diferencia. Hacer lugar a la palabra del otro no es una concesión, una gracia gentil que le dispensamos al que consideramos semejante; es lo mínimo que esperamos de nuestra palabra en un devenir que no es individual, sino en un horizonte colectivo.