–¿Ya? –repetía De Santis mientras todos, vecinos, inocentes jugadores de naipes y conspiradores se abrazaban con alegría.

No obstante la hora y el frío, con el Pelado, el Mudo, Carlitos y Alberto Culacciati –y Pablito de director de la murga–, habíamos salido a la calle a celebrar la victoria de Lausse golpeando tachos y tapas de olla, hasta que llegó Aníbal, el vigilante de la vuelta y nos dijo que mejor volviéramos a meternos en el bar, que la cosa no estaba para que cuatro pelotudos, un loco y varios niños anduviéramos metiendo ruido en la calle.

Nadie preguntó qué cosa no estaba.

Por la calle Alsina, en pleno centro de Avellaneda y apenas a una cuadra de la Escuela Técnica Salvador Debenedeti el coronel Modesto Leis, el teniente coronel Ricagno y algunos trabajadores de la barriada caminaban hacia el comando de la Segunda Región Militar. Leis estaba preocupado: había cruzado a pie el Puente Pueyrredón, sobre el Riachuelo, para acudir a una cita en la puerta del cine Colonial, donde un contacto le daría las llaves y le indicaría la ubicación de un coche cargado de armas, pero no había aparecido nadie.

“¿Y ahora cómo mierda tomamos el Comando?”, se preguntaba Leis al comprobar que el único armamento del grupo era la pistola que Ricagno llevaba dentro de un ejemplar del diario La Prensa y que súbitamente tiró dentro de una boca de tormenta.

–¿¡Qué hace!?

Ricagno susurró:

–Guarda

Fue entonces que Leis advirtió que habían sido rodeados por un numeroso grupo de policías, armados de pistolas y ametralladoras.

Sorprendentemente insensible al resultado de la pelea, Polo arrastraba del brazo a Carlitos, el muchacho alto y pálido que le había encargado Marcelo. Con la otra mano agarró a De Santis. De Santis se dejó hacer.

Junto a la puerta, Polo le explicó al dueño de casa que debían irse todos de ahí: en cualquier momento llegaría la policía.

–Tengo que hablar por teléfono. Es urgente –dijo Carlitos.

Torres lo miró.

–A mi novia –agregó Carlitos.

–Vení, vamos.

–¡Nos tenemos que ir! –insistió Polo.

–Queda de paso –dijo Torres con malhumor. No había habido revolución y encima Polo le venía con exigencias–. El vecino de adelante siempre me presta el teléfono.

El vecino de adelante era Horacio Di Chiano. Había escuchado la pelea en su propia radio, en compañía de Lito Giunta, el vecino de al lado. En esos momentos, llenaba de agua caliente una bolsa de goma. Su esposa se estaba por acostar y la noche era muy fría.

Torres, Carlitos, De Santis y Polo, en ese orden, caminaron en fila india por el largo pasillo. Cuando estaban por llegar al jardín, ya en el terreno de Di Chiano, escucharon los gritos.

–¿Dónde está Tanco?

Torres fue el primero que se dio cuenta.

–¡La cana! –dijo.

Varios uniformados y particulares armados corrían por el jardín de Di Chiano. Habían tirado abajo la puerta de su casa y lo encañonaban con fusiles.

–¿Dónde está Tanco? –volvió a escuchar De Santis.

La casa estaba separada de la lindera por una tapia de madera de baja altura. Torres la trepó con agilidad y saltó al otro lado. Detrás suyo lo hizo Carlitos, pero se detuvo al advertir los vanos intentos de Polo por alzar a De Santis.

Dijo De Santis que todo había sido culpa suya. Hasta ese momento no había notado lo gordo que estaba.

–Los nervios –explicó–. Engordan.

–Y la pizza, los fideos y los ravioles a la Principe di Napoli –acotó Friedman.

Polo y Carlitos consiguieron al fin alzar a De Santis lo suficiente para que se ayudara con los brazos. Una de las piernas de De Santis se apoyaba en el hombro de Carlitos. Revoleó la otra por encima de la tapia. Trabajosamente, consiguió ponerse a horcajadas. Iba a pasar la otra pierna, cuando la tapia se derrumbó.

Si aunque sea se hubiera caído para el otro lado, se lamentó de Santis. Pero no, tenía que caerse para atrás.

En La Plata, ni el coronel Cogorno, ni el capitán Morganti ni los suboficiales y civiles que habían tomado el cuartel tenían idea de que el Regimiento de Infantería Mecanizada 7 “Coronel Conde” había sido fundado 1810 por Juan José Castelli en la ciudad altoperuana de Cochabamba para que fuera integrado por jóvenes oriundos de esa provincia. Todo lo que necesitaban saber era que se encontraba en una ubicación estratégica y que disponía de varios tanques Sherman.

Una de las primeras medidas que dispuso el coronel Cogorno fue mandar calentar los motores de tres tanques y despachar un jeep que, tras tomar por avenida 25, dobló a toda velocidad por 44 en dirección sudoeste, rumbo a la localidad de Olmos. Conducido por uno de los civiles que habían ingresado al cuartel, lo tripulaban un cabo primero, un técnico en comunicaciones y un músico. Curiosamente, había sido al músico, el cabo de la banda Hugo Di Bernardi, a quien Cogorno encomendó la misión: capturar la planta trasmisora de LS11 Radio Provincia.

Ubicada entre 191, 196, 42 y las vías del ferrocarril Belgrano y contigua a la unidad penal, la planta del Primer Broadcasting Oficial de un Estado Argentino estaba custodiada por elementos del Servicio Penitenciario.

Alentados por el joven agente Eduardo Zabala, los penitenciarios se sumaron al reducido grupo de Di Bernardi.

Ya eran las doce de la noche. En ese momento, a casi 60 kilómetros de ahí, De Santis y la medianera se derrumbaban sobre Polo y Carlitos

Polo y Carlitos quedaron aprisionados debajo de la tapia. No les hubiera costado mucho apartarla, pero encima de la tapia yacía De Santis, quien al caer había golpeado la cabeza contra la pared de la casa de Di Chiano y se encontraba semi inconsciente.

Muy rápidamente fueron rodeados por un grupo de policías, mientras otros se encaminaban hacia la casa de Torres por lo que quedaba de pasillo.

De Santis se sentía atontado y como borracho, aunque el borracho debía ser el tipo alto, moreno y corpulento que empuñaba una pistola 45 en su mano derecha. Con la izquierda lo levantó en vilo.

–¿Dónde está Tanco?

–¿Qué tango? –preguntó De Santis, ahora de rodillas sobre la tapia que seguía aprisionando a Polo y Carlitos. No obstante el cagaso, se sentía capaz de recordar letra y música de cualquier tango que el tipo le propusiera.

 El puño izquierdo del teniente coronel Desiderio Fernández Suárez, jefe de la Policía de la provincia de Buenos Aires, fue hacia atrás y regresó como impulsado como un resorte para estrellarse contra la cara de De Santis, quien volvió a caer aparatosamente.

Luego de ordenar al sargento Ferrari que, con 15 hombres, ocupara la agrupación Servicios de la Segunda División, el coronel Cogorno encomendó al capitán Morganti la toma de la Jefatura de Policía. De inmediato, la compañía de Morganti, apoyada por los tres tanques que calentaban sus motores, avanzó a toda marcha por la calle 51 y ya se aproximaba al edificio de la Jefatura. Se tratará, había dicho Cogorno, de una toma simbólica, ya que, según el plan de los conjurados, al igual que el Regimiento 7 y todas las sedes militares, la Jefatura ya habría sido tomada por dentro por los policías conjurados.

–Van a entrar por el cuartel de Bomberos –explicó Cogorno.

En los fondos de la Jefatura, el cuartel de Bomberos está ubicado en 3 entre 51 y 52. Morganti, que ha venido por 51, al llegar a 3 se huele algo raro. La calle se encuentra demasiado desierta y tranquila. Ordena entonces a sus hombres avanzar a cubierto, contra las paredes de las casas. No bien pisan la plaza Rivadavia, son recibidos desde Jefatura con un nutrido fuego de armas de diverso calibre.

Morganti dispone de tres tanques y una orden. Con los tanques podría demoler la Jefatura en pocos minutos. La orden se lo impide.

Mientras desde el interior del edificio siguen los disparos, se comunica por radio con el coronel Cogorno, sorprendido por la evolución de los acontecimientos.

De inmediato, Cogorno se pone al habla con el general Valle, quien en una casa de Avellaneda espera inútilmente la transmisión de la proclama revolucionaria.

–¡Va a ser una masacre! –exclama Valle.

Cogorno coincide. Si bien ignora que la Jefatura está defendida por sólo 35 hombres, 35 personas son 35 personas, y ellos no quieren matar a nadie. Además, los defensores se encuentran en una posición ventajosa, muy bien armados y, lo más grave, dirigidos por el coronel José Piñeiro, decidido a defender su plaza con una virulencia inversamente proporcional al extraño pacifismo de los revolucionarios.

–Nuestra revolución es altruista –insiste Valle– Tenemos que tomar las unidades sin derramar una sola gota de sangre.

Cuando De Santis recuperó el conocimiento, el militar al que había creído fanático del tango zamarreaba a otro de los hombres que se habían reunido en esa casa.

–¡Así que vos sos el famoso Gavino!

De Santis miraba sorprendido: hasta ese momento jamás había oído hablar del famoso Gavino. No era de extrañarse: tampoco había oído del famoso Tango, al que parecía buscar todo el mundo.

Completamente ajeno a la confusión de De Santis y necesitado de una respuesta, el teniente coronel Fernández Suárez golpeó a Gavino en el estómago. Gavino cayó al suelo para de inmediato recibir una lluvia de puntapiés de ese energúmeno vestido con uniforme del ejército, quien a continuación procedió a aferrarlo del cuello para introducirle en la boca el cañón de la pistola.

–¡Vos me vas a decir donde está Tanco, guapito!

El ex suboficial de Gendarmería Norberto Gavino cerró los ojos esperando el disparo. El cañón de la pistola temblaba violentamente dentro de su boca.

–Decime dónde lo tenés. ¡Dónde está Tanco! ¡Pronto, enseguida, porque te mato acá mismo!

Fue entonces que De Santis volvió a perder el conocimiento. Gavino, en cambio, perdió un diente.

Seguía pasando el tiempo y ni Garecca y Quiroga en la Escuela de Mecánica, ni el mayor Vicente en el bar de Brasil y Entre Ríos, ni las decenas de activistas diseminados en los bares de las inmediaciones, recibían noticias del regimiento motorizado.

Desde Pavón y Pichincha, el suboficial Andrés López, advirtiendo que en el arsenal y el Regimiento Motorizado Buenos Aires se ha reforzado la guardia y hay demasiados movimiento para un día sábado, seguro de que la rebelión ha sido descubierta, trata de ponerse en contacto con sus compañeros de la Escuela de Mecánica.

Ya entonces, Quiroga y Garecca se encuentran en dificultades. El teniente instructor Tierno, informado con antelación del movimiento que se preparaba, irrumpe en la compañía más cercana al Puesto 1 y ordena a los aspirantes levantarse, vestir el uniforme de combate y colocarse el correaje, al tiempo que entrega a cada uno de ellos un peine de cinco balas para fusil Mauser 1909.

Mientras los aspirantes de esa compañía quedan a la expectativa, Tierno repite el procedimiento en las demás. La última de ellas, contigua al puesto de guardia de la calle 15 de Noviembre, está a menos de cincuenta metros escasos de la Prisión Nacional de la avenida Caseros. El puesto había sido tomado por el sargento Quiroga, quien al ver a Tierno avanzar en la oscuridad le da la voz de alto.

Pero si la Revolución Libertadora había sido hecha para que el hijo del barrendero muriera barrendero, con más razón un teniente no obedecería órdenes de un suboficial.

Acá mando yo, pareció decir Tierno. Hasta que recibió el tiro en la ingle.

Para ese momento ya comenzaban a llegar a la Escuela los efectivos del Regimiento Motorizado Buenos Aires llamados por el coronel Enrique Pizarro Jones. Lejos de ser tomado por los suboficiales peronistas aprovechando el franco del fin de semana, durante la tarde del sábado el regimiento había sido reforzado con oficiales y reservistas consustanciados con la Revolución Libertadora.

Unidos a las compañías alistadas por el teniente Tierno, los efectivos del Regimiento Buenos Aires atacan al grupo de Quiroga, que resiste en el puesto 1, hasta que, ante la superioridad enemiga y considerando que la revolución ha fracasado, opta por deponer las armas.

De Santis dijo no saber cuánto tiempo permaneció inconsciente. Cuando abrió los ojos se encontró sentado en el pasillo, con la espalda apoyada en la pared.

Nadie me daba pelota, contó.

El teniente coronel, siempre con la 45 en la mano, zamarreaba ahora a Carlitos.

–¿Así que vos ibas a hacer la revolución? ¿Con esa facha?

Después empujó a Carlitos y a De Santis hacia la calle, donde dos policías los subieron a un colectivo. A través de una de las ventanillas pudo distinguir el rostro pálido y demacrado de Polo.

Los gritos le llamaron la atención. Provenían del militar que parecía borracho; a esas alturas, no tenía dudas de que era quien comandaba el operativo. Su rostro parecía arrebatado por la ira.

Mantenía a Gavino sujeto del cuello, siempre con la mano izquierda. Con la derecha,  volvió a introducirle violentamente el cañón del arma en la boca.

–¡Decime dónde tenés a Tanco!

 Fue entonces que Leis advirtió que habían sido rodeados por un numeroso grupo de policías, armados de pistolas y ametralladoras.

Sorprendentemente insensible al resultado de la pelea, Polo arrastraba del brazo a Carlitos, el muchacho alto y pálido que le había encargado Marcelo. Con la otra mano agarró a De Santis. De Santis se dejó hacer.

Junto a la puerta, Polo le explicó al dueño de casa que debían irse todos de ahí: en cualquier momento llegaría la policía.

–Tengo que hablar por teléfono. Es urgente –dijo Carlitos.

Torres lo miró.

–A mi novia –agregó Carlitos.

–Vení, vamos.

–¡Nos tenemos que ir! –insistió Polo.

–Queda de paso –dijo Torres con malhumor. No había habido revolución y encima Polo le venía con exigencias–. El vecino de adelante siempre me presta el teléfono.

El vecino de adelante era Horacio Di Chiano. Había escuchado la pelea en su propia radio, en compañía de Lito Giunta, el vecino de al lado. En esos momentos, llenaba de agua caliente una bolsa de goma. Su esposa se estaba por acostar y la noche era muy fría.

Torres, Carlitos, De Santis y Polo, en ese orden, caminaron en fila india por el largo pasillo. Cuando estaban por llegar al jardín, ya en el terreno de Di Chiano, escucharon los gritos.

–¿Dónde está Tanco?

Torres fue el primero que se dio cuenta.

–¡La cana! –dijo.

Varios uniformados y particulares armados corrían por el jardín de Di Chiano. Habían tirado abajo la puerta de su casa y lo encañonaban con fusiles.

–¿Dónde está Tanco? –volvió a escuchar De Santis.

La casa estaba separada de la lindera por una tapia de madera de baja altura. Torres la trepó con agilidad y saltó al otro lado. Detrás suyo lo hizo Carlitos, pero se detuvo al advertir los vanos intentos de Polo por alzar a De Santis.

Dijo De Santis que todo había sido culpa suya. Hasta ese momento no había notado lo gordo que estaba.

–Los nervios –explicó–. Engordan.

–Y la pizza, los fideos y los ravioles a la Principe di Napoli –acotó Friedman.

Polo y Carlitos consiguieron al fin alzar a De Santis lo suficiente para que se ayudara con los brazos. Una de las piernas de De Santis se apoyaba en el hombro de Carlitos. Revoleó la otra por encima de la tapia. Trabajosamente, consiguió ponerse a horcajadas. Iba a pasar la otra pierna, cuando la tapia se derrumbó.

Si aunque sea se hubiera caído para el otro lado, se lamentó de Santis. Pero no, tenía que caerse para atrás.

En La Plata, ni el coronel Cogorno, ni el capitán Mortanti ni los suboficiales y civiles que habían tomado el cuartel tenían idea de que el Regimiento de Infantería Mecanizada 7 “Coronel Conde” había sido fundado 1810 por Juan José Castelli en la ciudad altoperuana de Cochabamba para que fuera integrado por jóvenes oriundos de esa provincia. Todo lo que necesitaban saber era que se encontraba en una ubicación estratégica y que disponía de varios tanques Sherman.

Una de las primeras medidas que dispuso el coronel Cogorno fue mandar calentar los motores de tres tanques y despachar un jeep que, tras tomar por avenida 25, dobló a toda velocidad por 44 en dirección sudoeste, rumbo a la localidad de Olmos. Conducido por uno de los civiles que habían ingresado al cuartel, lo tripulaban un cabo primero, un técnico en comunicaciones y un músico. Curiosamente, había sido al músico, el cabo de la banda Hugo Di Bernardi, a quien Cogorno encomendó la misión: capturar la planta trasmisora de LS11 Radio Provincia.

Ubicada entre 191, 196, 42 y las vías del ferrocarril Belgrano y contigua a la unidad penal, la planta del Primer Broadcasting Oficial de un Estado Argentino estaba custodiada por elementos del Servicio Penitenciario.

Alentados por el joven agente Eduardo Zabala, los penitenciarios se sumaron al reducido grupo de Di Bernardi.

Ya eran las doce de la noche. En ese momento, a casi 60 kilómetros de ahí, De Santis y la medianera se derrumbaban sobre Polo y Carlitos

Polo y Carlitos quedaron aprisionados debajo de la tapia. No les hubiera costado mucho apartarla, pero encima de la tapia yacía De Santis, quien al caer había golpeado la cabeza contra la pared de la casa de Di Chiano y se encontraba semi inconciente.

Muy rápidamente fueron rodeados por un grupo de policías, mientras otros se encaminaban hacia la casa de Torres por lo que quedaba de pasillo.

De Santis se sentía atontado y como borracho, aunque el borracho debía ser el tipo alto, moreno y corpulento que empuñaba una pistola 45 en su mano derecha. Con la izquierda lo levantó en vilo.

–¿Dónde está Tanco?

–¿Qué tango? –preguntó De Santis, ahora de rodillas sobre la tapia que seguía aprisionando a Polo y Carlitos. No obstante el cagaso, se sentía capaz de recordar letra y música de cualquier tango que el tipo le propusiera.

 El puño izquierdo del teniente coronel Desiderio Fernández Suárez, jefe de la Policía de la provincia de Buenos Aires, fue hacia atrás y regresó como impulsado como un resorte para estrellarse contra la cara de De Santis, quien volvió a caer aparatosamente.

Luego de ordenar al sargento Ferrari que, con 15 hombres, ocupara la agrupación Servicios de la Segunda División, el coronel Cogorno encomendó al capitán Morganti la toma de la Jefatura de Policía. De inmediato, la compañía de Morganti, apoyada por los tres tanques que calentaban sus motores, avanzó a toda marcha por la calle 51 y ya se aproximaba al edificio de la Jefatura. Se tratará, había dicho Cogorno, de una toma simbólica, ya que, según el plan de los conjurados, al igual que el Regimiento 7 y todas las sedes militares, la Jefatura ya habría sido tomada por dentro por los policías conjurados.

–Van a entrar por el cuartel de Bomberos –explicó Cogorno.

En los fondos de la Jefatura, el cuartel de Bomberos está ubicado en 3 entre 51 y 52. Morganti, que ha venido por 51, al llegar a 3 se huele algo raro. La calle se encuentra demasiado desierta y tranquila. Ordena entonces a sus hombres avanzar a cubierto, contra las paredes de las casas. No bien pisan la plaza Rivadavia, son recibidos desde Jefatura con un nutrido fuego de armas de diverso calibre.

Morganti dispone de tres tanques y una orden. Con los tanques podría demoler la Jefatura en pocos minutos. La orden se lo impide.

Mientras desde el interior del edificio siguen los disparos, se comunica por radio con el coronel Cogorno, sorprendido por la evolución de los acontecimientos.

De inmediato, Cogorno se pone al habla con el general Valle, quien en una casa de Avellaneda espera inútilmente la transmisión de la proclama revolucionaria.

–¡Va a ser una masacre! –exclama Valle.

Cogorno coincide. Si bien ignora que la Jefatura está defendida por sólo 35 hombres, 35 personas son 35 personas, y ellos no quieren matar a nadie. Además, los defensores se encuentran en una posición ventajosa, muy bien armados y, lo más grave, dirigidos por el coronel José Piñeiro, decidido a defender su plaza con una virulencia inversamente proporcional al extraño pacifismo de los revolucionarios.

–Nuestra revolución es altruista –insiste Valle– Tenemos que tomar las unidades sin derramar una sola gota de sangre.

Cuando De Santis recuperó el conocimiento, el militar al que había creído fanático del tango zamarreaba a otro de los hombres que se habían reunido en esa casa.

–¡Así que vos sos el famoso Gavino!

De Santis miraba sorprendido: hasta ese momento jamás había oído hablar del famoso Gavino. No era de extrañarse: tampoco había oído del famoso Tango, al que parecía buscar todo el mundo.

Completamente ajeno a la confusión de De Santis y necesitado de una respuesta, el teniente coronel Fernández Suárez golpeó a Gavino en el estómago. Gavino cayó al suelo para de inmediato recibir una lluvia de puntapiés de ese energúmeno vestido con uniforme del ejército, quien a continuación procedió a aferrarlo del cuello para introducirle en la boca el cañón de la pistola.

–¡Vos me vas a decir donde está Tanco, guapito!

El ex suboficial de Gendarmería Norberto Gavino cerró los ojos esperando el disparo. El cañón de la pistola temblaba violentamente dentro de su boca.

–Decime dónde lo tenés. ¡Dónde está Tanco! ¡Pronto, enseguida, porque te mato acá mismo!

Fue entonces que De Santis volvió a perder el conocimiento. Gavino, en cambio, perdió un diente.

Seguía pasando el tiempo y ni Garecca y Quiroga en la Escuela de Mecánica, ni el mayor Vicente en el bar de Brasil y Entre Ríos, ni las decenas de activistas diseminados en los bares de las inmediaciones, recibían noticias del regimiento motorizado.

Desde Pavón y Pichincha, el suboficial Andrés López, advirtiendo que en el arsenal y el Regimiento Motorizado Buenos Aires se ha reforzado la guardia y hay demasiados movimiento para un día sábado, seguro de que la rebelión ha sido descubierta, trata de ponerse en contacto con sus compañeros de la Escuela de Mecánica.

Ya entonces, Quiroga y Garecca se encuentran en dificultades. El teniente instructor Tierno, informado con antelación del movimiento que se preparaba, irrumpe en la compañía más cercana al Puesto 1 y ordena a los aspirantes levantarse, vestir el uniforme de combate y colocarse el correaje, al tiempo que entrega a cada uno de ellos un peine de cinco balas para fusil Mauser 1909.

Mientras los aspirantes de esa compañía quedan a la expectativa, Tierno repite el procedimiento en las demás. La última de ellas, contigua al puesto de guardia de la calle 15 de Noviembre, está a menos de cincuenta metros escasos de la Prisión Nacional de la avenida Caseros. El puesto había sido tomado por el sargento Quiroga, quien al ver a Tierno avanzar en la oscuridad le da la voz de alto.

Pero si la Revolución Libertadora había sido hecha para que el hijo del barrendero muriera barrendero, con más razón un teniente no obedecería órdenes de un suboficial.

Acá mando yo, pareció decir Tierno. Hasta que recibió el tiro en la ingle.

Para ese momento ya comenzaban a llegar a la Escuela los efectivos del Regimiento Motorizado Buenos Aires llamados por el coronel Enrique Pizarro Jones. Lejos de ser tomado por los suboficiales peronistas aprovechando el franco del fin de semana, durante la tarde del sábado el regimiento había sido reforzado con oficiales y reservistas consustanciados con la Revolución Libertadora.

Unidos a las compañías alistadas por el teniente Tierno, los efectivos del Regimiento Buenos Aires atacan al grupo de Quiroga, que resiste en el puesto 1, hasta que, ante la superioridad enemiga y considerando que la revolución ha fracasado, opta por deponer las armas.

De Santis dijo no saber cuánto tiempo permaneció inconsciente. Cuando abrió los ojos se encontró sentado en el pasillo, con la espalda apoyada en la pared.

Nadie me daba pelota, contó.

El teniente coronel, siempre con la 45 en la mano, zamarreaba ahora a Carlitos.

–¿Así que vos ibas a hacer la revolución? ¿Con esa facha?

Después empujó a Carlitos y a De Santis hacia la calle, donde dos policías los subieron a un colectivo. A través de una de las ventanillas pudo distinguir el rostro pálido y demacrado de Polo.

Los gritos le llamaron la atención. Provenían del militar que parecía borracho; a esas alturas, no tenía dudas de que era quien comandaba el operativo. Su rostro parecía arrebatado por la ira.

Mantenía a Gavino sujeto del cuello, siempre con la mano izquierda. Con la derecha,  volvió a introducirle violentamente el cañón del arma en la boca.

–¡Decime dónde tenés a Tanco!