Historia de viaje: entre la solidaridad y la desconfianza
Nueva York tiene fama de ser una ciudad que va a mil kilómetros por hora. Con gente que se mueve de un lado a otro sin parar, en masa; que va almorzando con una mano y hablando por el celular con la otra mientras camina por la calle. Y comprobé que mucho de esto es cierto.
Sin embargo, no dejó de sorprenderme que en medio de esa vorágine, de ese ritmo que por momentos marea al que no está acostumbrado, varios de sus ciudadanos se tomaron su tiempo para mostrarse solidarios. En más de una oportunidad la ciudad nos encontró perdidos, mirando hacia cualquier parte para intentar dilucidar hacia dónde debíamos ir, hasta que de la nada, voluntariamente, algún buen residente se ofrecía a ser consulta.
Entiendo que en grandes urbes acostumbradas a recibir turistas suelen repetirse este tipo de gestos: los lugareños ofrecen su ayuda a los visitantes para que conozcan la ciudad, para que no se pierdan, para que no pasen un mal momento. Durante la invasión de hinchas de River en Japón, por ejemplo, he leído varios testimonios de argentinos asistidos por nipones que, no solo brindaron una indicación, sino que hasta acompañaron al desorientado viajero hacia el destino.
Volviendo a Nueva York, luego de 13 días junto a familia y amigos, en un viaje que llegó a reunir a 12 personas que se organizaron, como podían, para combinar recorridas por grandes monumentos, altísimos rascacielos y parques; realizar compras y largas caminatas soportando bajísimas temperaturas; o ‘disfrutar’ de la inevitable comida chatarra; las vacaciones llegaron a su fin, y como si fuera uno de esos libros en el que podés ir eligiendo cuál será el desenlace de la historia, nos tocó vivir una loca, inesperada y sorprendente anécdota que bien pudo haber modificado la valoración final del viaje.
Con mi novia, su mamá y su hermana decidimos, tal como hicimos a la ida, ahorrarnos los por lo menos 70 dólares de taxi, que difícilmente nos llevara a los cuatro en un mismo auto debido a las valijas, y trasladarnos hacia el aeropuerto John F. Kennedy (JFK) en transporte público. Lo barato, esta vez, casi nos sale carísimo.
En resumidas cuentas, luego de superar la dificultad de mover las valijas por las transitadas calles de la ciudad, el viaje de vuelta nos encontró prácticamente perdidos entre línea y línea de subte, ya que la E, que era la que nos depositaba en el AirTrain (tren que te lleva al aeropuerto), sorpresivamente no funcionaba ese sábado por tareas de mantenimiento.
La solidaridad de los locales comenzó con ese anónimo muchacho que se ofreció, voluntariamente, a ayudarnos a bajar las valijas por las escaleras del metro; continuó con la pareja que se puso a buscar opciones para llegar al JFK a tiempo y con el hombre que me recomendó una alternativa con la cual difícilmente pudiéramos evitar lo que a esa altura parecía inevitable: perder el avión de regreso a la Argentina.
Perder el avión significaba un gran dolor de cabeza. Culminar las vacaciones con un malestar, afrontar un enorme gasto que no estaba en los planes (y que tampoco estaba en la billetera), y hasta generarse complicaciones laborales, ya que dos de los cuatro viajeros debíamos regresar al trabajo el lunes.
Eran las 19:50 aproximadamente y a las 22:20 salía nuestro avión. La alternativa del buen hombre consistía en continuar en ese subte R en el que estábamos hasta el final del recorrido. Quedaban unas 10 o 12 estaciones, para luego tomar un taxi (dos, por la cantidad de petates) que vaya uno a saber dónde lo hallaríamos y cuánto iba a tardar hasta nuestro destino. La aventura era casi imposible.
Entre las personas que fuimos conociendo en nuestra ya a esa altura odisea se encontraba un pibe de unos 25 años (quizás menos, no soy bueno calculando edades) que iba hacia la zona del aeropuerto, pero que no viajaba. De pronto, el muchacho que también se lamentaba porque no funcionaba la vendita línea E, nos pidió un segundo de calma, sacó su celular y realizó un llamado salvador. Cuando cortó nos dio la noticia: llamó a su papá, y se ofreció a llevarnos hacia el JFK.
Me gusta creer y destacar que el argentino es solidario. Y estoy convencido que es cierto. Una gran parte de los argentinos son solidarios y ayudan al resto, pero tal vez tenemos algo que a veces nos frena: la desconfianza. Desconfianza para ayudar y para ser ayudados. Lo primero que me generó la sincera oferta del pibe fue sorpresa y agradecimiento, pero al toque me atacaron las dudas y la desconfianza. ¿Y si es una trampa? ¿Y si nos quiere robar? ¿Por qué va hacia el aeropuerto si no viaja? ¿Por qué va a querer llevarnos a todos desinteresadamente? ¿Por qué se va a perder 30 o 40 minutos de su vida, de su rutina, en llevar a cuatro desconocidos, extranjeros, que conoció hace 5 minutos adentro de un subte?
Con algo de miedo, no por algún particular prejuicio sino por no poder creer que alguien ofrezca semejante auxilio, miedo a una situación que quizás no estoy acostumbrado a vivir; pero jugados por el tiempo y por no saber qué hacer realmente, bajamos en la estación que nos indicó, y apareció Stuart, el papá del pibe Benjamin, con una camioneta enorme e híper moderna, para, efectivamente, llevarnos hacia el aeropuerto. Hablamos de Trump, de Nueva York, de Argentina, del clima. “Estamos contentos de poder ayudarlos”, dijo el muchacho en un momento.
Nos dejaron en la puerta del JFK, una hora y media antes que salga el vuelo. Llegamos a tiempo. Los abrazamos, no sabíamos cómo agradecerles. Por algo de ignorancia de parte nuestra respecto a la religión de Stuart y Benjamin, y por temor a ofenderlos, no nos animamos a ofrecerles algo de dinero por las molestias, aunque ni siquiera aceptaron unos chocolates que le llevaba a mi abuela, porque eran “para la familia”.
El viaje, para nosotros, terminó con una alegría inmensa, y una profunda reflexión. Alegría no solo por no haber perdido el avión, sino por haber conocido a dos personas enormemente generosas, desinteresadas, solidarias. Por haber recibido un gesto que quizás ninguno de los cuatro hubiera llevado a cabo de haber estado del otro lado. ¿Subiría a mi auto a cuatro desconocidos? ¿Dejaría lo que estoy haciendo para ayudar a cuatro desconocidos? Sí, no; no lo sé, pero debería. Deberíamos. ¿Ayudamos a un extraño a empujar el auto? ¿Y a un pibe que pide un mango en la calle para comer algo?
Después nos enteramos, por un mail que nos envió Benjamin, que más allá de los inconvenientes con el subte, el AirTrain tampoco funcionó debido a una protesta contra Trump en respuesta a su decreto anti-inmigrantes. ¡Qué ironía! mientras el presidente reniega de los extranjeros, los ciudadanos nos dieron una mano.