Pulió su talento en las calles de San Rafael Abajo, una pequeña ciudad de poco más de 20 mil habitantes. Desde niño, le prometió amor eterno a la número 5. En su barrio, él era quien armaba los picados. O las “mejengas”, como se le dice en su tierra. Llevaba dos pelotas por si una se le iba al techo de una casa y no se la devolvían, según reveló su padre, Humberto.

Aquellos partidos duraban horas, sin árbitro, sin descanso, sin importar el calor ni las lluvias y con dos piedras como palos de un arco imaginario. En esas canchas de barro, celebró sus primeros goles. Todo el día se pasaba pateando la pelota. No la dejaba ni para ir al baño. Tanto, que cuando finalizaba el día e iba a la cama, “dormía con la bola a la par de la almohada”, cuenta su papá. Allí, se forjaron sus sueños de jugar algún día una Copa del Mundo.

Fue su padre quien tuvo que ponerse firme para que no descuidara sus estudios y su educación. “El fútbol le sirvió de gancho para que mantuviera el interés por los libros. Lo amenazaba con castigarlo. Si no sacaba buenas calificaciones, no iba a entrenar”. Don Humberto, padre ejemplar, hizo el trabajo 'sucio': mantener en la tierra los pies de su hijo.

Primero jugó en el equipo del barrio, luego en la liga liga amateur y, por último, en el equipo más importante de su país. Enrique Díaz, el DT que lo 'descubrió', contó que 25 minutos de prueba le bastaron para ficharlo. “Supe que Dios le dio un don para jugar. Al compararlo con los otros chiquillos veía que tenía condiciones, que ya venía con el fútbol en las venas”, indicó.

Jugó en todos los seleccionados juveniles de su país, para luego dar el gran salto: cruzar el charco y competir en el fútbol europeo. En poco tiempo, nuestro héroe de hoy pasó por Inglaterra, Francia, España y Grecia, donde se consagró campeón siendo figura.

Con sacrificio, humildad y trabajo, finalmente le llegó la oportunidad que deseó durante toda su vida: jugar un Mundial. Tanta era su emoción por participar de la máxima cita del fútbol que, sin pensarlo dos veces, decidió hacer una locura: compró 100 paquetes del álbum de figuritas sólo para encontrar su fotografía y obsequiársela a su padre. En esta oportunidad, la vida no le hizo un guiño. Aunque parezca increíble, no se encontró en ninguna de las 500 figuritas que revisó.

Pero su suerte cambiaría drásticamente. Corrección, drástica no; más bien afortunadamente. Cuando el mundo pensaba que su equipo iba a estar de 'paseo' en Brasil por integrar el 'grupo de la muerte', fue él quien los 'paseó' a todos.

A esta altura imagino, supongo e intuyo que ya reconocieron al protagonista de esta historia de hadas. Para los despistados, hablamos de Joel Campbell, un costarricense nacido hace 22 años y 4 días.

Tanto él como sus compañeros son la revelación de la vigésima Copa del Mundo. La 'Cenicienta', como suele decirse. A su paso, dejaron atrás a campeones mundiales como Uruguay, Italia e Inglaterra. Este domingo, superaron en los penales a la siempre complicada Grecia para ingresar en la elite del fútbol universal: estar entre los ocho mejores equipos del planeta. Un lugar de absoluta exclusividad.

Como en las calles de su San Rafael Abajo natal, Campbell sorprende por su destreza, habilidad y corazón. Sin embargo, esta vez no tiene que poner dos piedras para simular un arco ni tiene que llevar dos pelotas por si acaso. Esta vez, Joel hace feliz a su pueblo y a su padre Humberto, quien ya no necesitará una figurita para contar que su hijo jugó alguna vez un Mundial.