"Los hijos de Saturno" y un resurgir de la épica irreverente
La sexta novela de Javier Chiabrando fue definida por Juan Sasturain como un “folletín latinoamericano” en el que el antihéroe nos pinta un fresco de la reciente realidad de nuestro país y el autor la atraviesa como una locomotora.
Soplan vientos de cambio. Tras una década en que el panorama literario nacional estuvo dominado por argumentos menudos y perezosos, por el striptease sentimental de libros que nacían de blogs y la fastidiosa moda de la “literatura del yo”, Los hijos de Saturno (Negro Absoluto, 2015) de Javier Chiabrando quizás señale algo así como un resurgir de la épica. Aunque más no sea una épica irreverente y jodida, quizás la única posible en estos años de repliegue, centrada en torno a la figura de un héroe enano, egocéntrico y mala leche. Hablamos del inefable Goya, ex fiscal del Estado devenido en detective privado, un tipo de mundo al que le gusta la ropa cara y los autos aún más caros, capaz de recurrir con la misma soltura a las bondades de la tarjeta crédito como a los servicios de matones a sueldo, y todo esto sin dejar de ser un padre de familia ejemplar, inexplicablemente casado con una pelirroja altísima y escultural, jugadora de tenis retirada (para envidia e incredulidad de varios). En una palabra, un antihéroe comme il faut, a través de cuyas aventuras, Chiabrando pinta un fresco desopilante sobre la historia reciente de la Argentina.
Novela o nosocomio, no se sabe, novela panorámica y novela país, Los hijos de Saturno es una montaña rusa de 300 páginas cuya primera estación está ubicada en las alturas vertiginosas de las torres de Puerto Madero, sede de las antisépticas oficinas de la Agencia Goya –porque el protagonista también sufre de una fijación con la limpieza que bordea el TOC– pero enseguida nos arroja pendiente abajo a través de villas miserias que se inundan, pueblitos perdidos en la inmensidad de la pampa sojera y librescas ciudades europeas. Es sabido que cualquier novelista que se precie aspira a parangonarse, por mencionar un apellido, con Flaubert –de eso, en rigor, se trata el género novela–, pero hacía rato que, por lo menos yo, no me topaba con un intento así de consistente, ejecutado con semejante nivel de ambición y excelencia.
Chiabrando escribió uno de esos libros que primero se leen a carcajadas, luego con asombro y por último con cierta preocupación, casi con susto diría. Una novela ardua de clasificar, por otra parte, ya que su formato coquetea con los códigos del grotesco, el policial negro y la sátira de época. Como Vivir afuera y sobre todo Urbana de Rodolfo Fogwill, como Las islas de Carlos Gamerro o como El grito de Florencia Abbate, que saltan entre diversas realidades y estratos sociales, la última novela del escritor santafesino dialoga con su tiempo y cuando más frívola parece, es cuando más seria se pone. Se lo haya propuesto o no (y sabemos que el control de un autor sobre la recepción de su obra es ínfimo), lo cierto es que Chiabrando bien pudo haber tirado sobre la mesa la novela que marque los años de la restauración liberal. Del neo-neoliberalismo, del pos-populismo o cualquier otro sticker que astutamente acuñe el historiador mediático de turno: Pigna ven a mí, te invocamos.
Lejos de mirarse el ombligo, Los hijos de Saturno es una de esas ficciones en cuya cubierta debiera figurar la inscripción “cualquier parecido con la vida real no es mera coincidencia”. Sus referencias al mundo exterior aparecen apenas veladas –en la medida justa para que el chiste funcione y el autor se ahorre posibles demandas por líbelo–, como si Chiabrando dijera quién quiera oír que oiga, porque mal, la vamos a pasar igual. Por sus páginas, desfilan poderosos empresarios enriquecidos a costa del erario público, la DUEÑA de EL DIARIO, junto con sus hijos adoptivos, los gemelos que heredaran el imperio, sindicalistas de mano pesada, antiguos cómplices de torturas y por supuesto, las Madres. Sólo faltó invitar al presidente, a quién supongo se estará reservando para futuros proyectos. Pero si quieren un símil más visual, imagínense el tipo de historia que se habría abocado a escribir el gordo Soriano si en sus últimos años se le hubiera dado por tomar mucha cocaína, ponerse a buscar roña y cuando le vinieran reclamar, hacerse el distraído. Y después multiplíquenlo por diez. Dicho de otro modo, la clase de novela que jamás podría ganar un premio Clarín, mérito por de más atípico.
En su prólogo, Juan Sasturain, que de literatura algo sabe, describe a Los hijos de Saturno como “un asumido culebrón infernal” y emparenta el estilo de Chiabrando con la pluma de Chandler. Me permito adjuntar la referencia grande y luminosa de Boris Vian, que como Chiabrando se dedicaba a la música y la literatura (si bien tocan instrumentos distintos), y compartía el mismo gusto por la escritura rápida, el humor beligerante y los argumentos donde el realismo y el delirio actuaban como picos gemelos. Desde el punto de vista estilístico, Chiabrando es una especie de tábano. Aunque no necesariamente el de Sócrates, sino de los que mueven grandes ungulados: ¿tal vez el lector? Su prosa zumba, sus imágenes pican y nos ponen en guardia –Saturno comiéndose a su prole, sin ir más lejos–, y su foco de atención puede desplazarse a lo largo de grandes distancias sociales y temporales sin sudar una gota. Todo lo cual explica que Los hijos de Saturno sea lo que es: una locomotora que se lleva puestos los últimos 30 o 40 años de historia de este país, en el cual afortunadamente todavía quedan escritores de la talla de Javier Chiabrando.
Sobre el autor
Escritor y músico, colaborador asiduo de TELAM y Rosario/12 y director del Festival Azabache de novela negra de Mar del Plata, Javier Chiabrando nació en la Provincia de Santa Fe, pero reside en Balcarce. Ha sido editado en varios países de habla hispana (Argentina, Cuba, Ecuador, España, México) y Los hijos de Saturno es su sexta novela.