No sé si Carlos Monzón y Gianfranco Pagliaro habrán sabido que junto con Leonardo Favio crearon la mejor película del mundo: Soñar Soñar. Donde Monzón es Carlitos y es Monzón y vive en un pueblo que es menos que un pueblo a donde llega Pagliaro que es Mario y es Pagliaro: un artista de variedades, o menos que un artista. Todo es menos en esa película, todo es miserable y pobre, a la vez que todo es desproporcionadamente exagerado, rico, apasionado, desgarrador, desopilante y de una ternura desbordada. Verla, recordarla ahora hace que los ojos se me humedezcan y vuelvan las emociones que Favio logró pintar en esos cuadros de Soñar Soñar. Monzón que trabaja en la municipalidad del pueblito hasta que llega Mario y le dice que le ve pasta de artista, porque se parece a Charles Bronson. Monzón que se despide del pueblo y sueña con su madre muerta que anuncia “Carlitos se va a Buenos Aires para ser un artista”, y un viejo personaje de la televisión de los 70 llamado Pajarito actúa y chifla en las escenas donde el pueblo se va enterando de que su hijo se va para encontrarse con un imposible destino de grandeza.

Y Favio trasgrede todo lo trasgredible y enamora a Monzón (el supermacho argentino) de Pagliaro. Carlitos no lo sabe y no sé si Monzón lo habrá sabido, pero él ama a Mario y quiere ser un artista como Mario. Mario que no es un artista pero que es el sueño y todos los sueños de ese muchacho marginal y perdido en el medio de ese pueblo que es puro baldío, casas rotas, barro y charcos. Sueño de Buenos Aires y amor por ese Mario Gianfranco que también es italiano en la película donde le recomienda a Monzón hacerse los rulos como él. Con ruleros. Y entonces aparece Monzón con ruleros, que podría ser absurdo, desopilante, o algo estúpido. Pero el ojo de Favio toca profundo y esos ruleros de Monzón son devastadores, son nuestras ilusiones prendidas con broches hechos de la materia más frágil del mundo. Monzón con ruleros estruja el alma y Fellini, Rossellini, De Sica se habrán muerto de la envidia por esa maldita ternura que Favio manejaba como un puñal filoso.

Mario le roba la plata a Carlitos (que vendió su lote donde pensaba construir algún día su casa) y raja para Buenos Aires: lo caga. Pero Carlitos llega a tiempo para subirse al tren y en lugar de golpearlo –que finalmente Carlitos es Monzón– lo perdona, y le perdona lo imperdonable porque ya anunció que se va del pueblo para ser un artista y quedarse sería la peor humillación. Así que Carlitos cambia humillación por humillación y llora. Llora como un bebé o un niño chiquito durante toda la película. Monzón en un llanto desgarrado, destemplado, descontrolado, mal manejado, inmanejado, llora y grita y moquea y llora y deforma su cara de campeón. Monzón llora frente a la cámara y frente a su amado Mario como sólo lloramos cuando nadie nos ve.

Después es una odisea berreta, o el descenso a los infiernos más baratos por una Buenos Aires desangelada. Es buscando a Carmen. Carmen como la cifra, un nombre lleno de misterios y deseos y soluciones. “Cuando encontremos a Carmen vas a ver”, le dice Mario a Carlitos. Y entonces encuentran a Carmen que resulta ser el enano Polvorita, que en manos de Favio resulta ser un actor de la samputa como todos ellos, y Carmen le reclama a Mario haberlo vendido a un circo. Carmen está furioso y da miedo el enano tan serio y poderoso. Poderoso porque les puede conseguir trabajo y pagarles un café con leche que les mata el hambre enemiga.

Carlitos y Mario prueban suerte con un acto de falso mentalismo. Monzón debe aprenderse ciertas claves para adivinar qué tiene Pagliaro en la mano. Pagliaro le pide al público un elemento, por ejemplo una billetera y después invoca a Monzón con el ahora sofisticado apodo de Charlie. “Charlie: concentresé, ya, pronto, ya” y ese es el código de billetera. Si pide un reloj dice “Charlie: pronto, ahora, concentresé” y ese es el código para el reloj. Claro que Charlie no puede memorizar todo eso y el número fracasa y Carlitos vuelve a llorar como un nene.

Después andan una mañana pálida y desolada por la costanera. Están peleados. Enojados como sólo puede pelearse y enojarse un matrimonio o una pareja que se ama. Es increíble que Favio haya encontrado a lo largo de toda esta película tantas sutilezas entre tantas escenas recargadas y desmedidas. Porque mientras lo que se ve en superficie es siempre kitsch y fuera de proporción, inmediatamente por debajo de esa pátina aparece lo delicado, lo metafísico, la angustia, el corazón que se agita.

Carlitos y Mario terminan –ya no me acuerdo por qué– en la cárcel. Felices porque ahí sí tienen un público que los aplaude y les reconoce sus talentos artísticos que son ningún talento. Y la escena final parece tomada de otra película, como en otro registro, como si hubiésemos estado viendo una comedia liviana en lugar de esta obra maestra de la ternura y el desencanto, el amor y la soledad, las ilusiones y la vida cruel. No sé si Favio quiso meterlos en la cárcel realmente, a lo mejor por eso el registro es otro y parecen como dentro de un programa de tele donde hacen como que están en la cárcel. Quizá que Carlitos y Mario terminaran en la cárcel fue una pena excesiva de Favio hacia ellos, que los castigó sin convicciones por tener demasiadas ilusiones y muy pocas herramientas para conseguirlas. A lo mejor Favio no se animó a castigar con rigor a los hombres de Soñar Soñar y los condenó a esa cárcel que parece de televisión, de mentira, una cárcel con barrotes de cartón donde delincuentes que no parecen delincuentes los aplauden con total felicidad.

La verdad es que no sé de cine, y tampoco estoy seguro de que Soñar Soñar sea exactamente como la recuerdo. Pero lo importante es que así la recuerdo. Y la recuerdo como una más entre otras fuertes emociones argentinas: el Mundial del 76, la vida y la muerte de Ringo Bonavena, o Ezeiza en 1973. Como otro desborde de felicidad entre la melancolía y la desgracia, como un desastre entre la más cruel de las ternuras. La vida y la muerte argentinas como sólo un tipo la supo entender y condensar para dejarnos toda la belleza que él podía encontrar en lo más miserable de nosotros. Leonardo Favio seguramente es más que esta película, pero en esta película está Leonardo Favio en mi vida. Y eso lo voy a llevar siempre prendido, como Monzón con sus ruleros de sueños.