Miguel de San Justo es un oyente de mi programa de radio. Un oyente de esos demasiado agradecidos, tanto que el año pasado se vino una noche desde allá lejos con su señora Marta para traernos una desmesurada picada y un par de vinos.

Miguel de San Justo es de esos oyentes que escriben en el facebook y dejan mensajes seguidos en el contestador, por eso un día de este año nos escribió contándonos que Marta había muerto. Y en las semanas subsiguientes nos fuimos enterando de su dolor, y de cómo seguía su vida, y de cómo la extrañaba, y que escucharnos le hacía bien, y después de cómo encontró un grupo de amigos militantes allá en San Justo. Porque Miguel es un militante y entre militantes se suavizan las heridas.

Hace varios meses que nos venía prometiendo venir a la radio con algunos compañeros nuevos y viejos para volver a traernos comida, que es esa manera naturalmente ancestral que todavía utilizamos para agradecer. La visita se postergó hasta que hoy se apareció por la radio. Justo en medio de un programa raro donde en lugar de reírnos como todas las noches yo estaba muy enojado leyendo mi nota sobre por qué algunos se empeñan en equiparan 678 con Lanata. Eso que publique acá en DR. Y ahí estaba Miguel detrás del vidrio, y yo malhumorado, sin saber con qué ganas lo iba a poder saludar y atender. Cuando terminé, junté fuerzas y salí a saludar a Miguel de San Justo que estaba con su hija y un amigo militante. Miguel tiene setentilargos, y parece menos, pero ahora tiene problemas para caminar porque el día en que le pagaron la pensión por Marta se dio cuenta de que ella ya no iba a volver más. Entonces tuvo una especie de ataque, un dolor fuerte en la espalda, ese dolor, y ahora camina con mucha dificultad. Nos saludamos y me dio dos cajas llenas de empanadas y su hija le alcanzó una bolsa de nylon con algo metálico adentro, metálico y de forma muy rara. Eran dos gallos de riña. Son para vos, me dijo cuando me los dio. Me los dieron los compañeros cuando cumplí 25 años de militancia. Y me contó algo de la ESMA cuando derrocaron a Perón, algo que no entendí bien, o no pude entender. Entonces el programa ya no podía seguir como estaba previsto, es un programa de humor y hay que estar mínimamente con ganas de reírse para hacer humor. Y decidí hacer pasar a Miguel de San Justo para que contara un poco su historia: que él había estado en la ESMA cuando el golpe del ´55, y el jefe de esa guarnición se declaró nacionalista y constitucionalista –dijo- y resistió a los tiros a los golpistas. Fueron 14 días con un Mauser y comiendo pan duro con mate cocido –sin azúcar- aclaró. Miguel tenía 16 años, y su jefe decidió rendirse antes de que los bombardearan. Después anduvo yendo y viniendo embarcado, viajando de Madryn a Buenos Aires para traer canto rodado en un buque de la armada, hasta que en el ´58 dos compañeros del barco se fueron de franco y nunca más se supo de ellos. Y entonces él dejó. Después vinieron los años de la militancia más complicada que empezó en los ´60 y terminó en los ´70, esos años que lo encontraron trabajando en la municipalidad de La Matanza durante el gobierno de Cámpora. Cuando vino el golpe se fue a su casa y a los pocos días lo mandó a llamar un teniente coronel que ahora mandaba en la municipalidad. Le digo que no debería haber ido, pero Miguel me contesta que él no había hecho nada malo, que nunca había agarrado un peso, ni nada de esas cosas, así que no tenía por qué esconderse. Resultó que el teniente coronel le dijo que efectivamente, por más cosas que le habían buscado, no le habían encontrado nada. Así que lo echaron por unos trámites médicos que no tenía completos, y de alguna manera mágica quedó “limpio” para los militares. “El teniente coronel se ve que era un tipo derecho”, me dice, y claro de “lo otro” no sabían nada, yo en la municipalidad me portaba bien. Y se fue al campo y zafó. Y después contó que la conoció a Marta a principio de los ´70 y que era una mujer muy rara, con mucha paz, era toda paz, nos dijo. Y entonces como le parecía que aquella chica venía de otro lado él decidió que venía del lucero, del planeta Venus –aclara Miguel- “vos venís de esa estrella”, le dijo una noche. Y entonces nos cuenta que desde que Marta murió él calcula a qué hora aparece esa luz en el cielo, y sale al jardín para verla. Todas las noches. Y le pide que venga a buscarlo para volver a estar juntos. Así nos dice muy tranquilo.

Le pregunto a Miguel por qué los gallos peleando. Y contesta que su padre criaba gallos de riña, que los gallos pelean hasta que mueren, y más que eso, heridos de muerte siguen peleando y son capaces de matar y después morir por la herida. Y nos dice “ustedes son unos luchadores que dicen las cosas que hay que decir sin importarles lo que pase después”.

Los gallos de metal se los hizo especialmente un compañero de militancia: Pucho, sólo Pucho nomás porque hay nombres que no se pueden decir, nos explica. Y aclara que los gallos son para todos nosotros, pero que me los da a mí porque son los únicos que tiene. Y pienso quién puede tener más de un símbolo de una vida entera de convicciones y lucha. Y Carla, Marcelo, Gerardo, Marina, Hugo, Natalia, y Gabriela que no puede parar de llorar lo escuchan con más atención que al personaje más famoso o prestigioso que hayamos conocido.

Afuera le digo a Miguel que es demasiado para mí lo de sus gallos, pero él me dice que tiene que ir dejando su herencia antes de irse. Y después se volvió a San Justo con su hija María Marta y su compañero Luis, y nosotros nos quedamos sin nada que decirnos.

Los gallos ya están luchando sobre un estante de mi cocina. Cada vez que los levanto me parecen más pesados, aunque la idea de luchar hasta la muerte me parece menos cruel. La muerte que para Miguel es volver a estar juntos con Marta como antes, la muerte que puede ser lo que uno decida, ahora me parece una manera de hablar de la vida. Y no pienso en sangre, ni en violencia, ni en un ataúd. Pienso que en la vida hay quienes toman decisiones para siempre. Y que me merezca o no me merezca los gallos de riña ya dejó de ser un problema molesto, ahora pienso que solamente Miguel puede saber sobre sus gallos y su cosas. Yo soy apenas otra de sus decisiones, como el lucero que no pudo elegir si quería o no hacerle de hogar a Marta en las noches de San Justo.

Mis hijos vieron los gallos esta mañana y quisieron agarrarlos, por supuesto. Se los prohibí y les dije que eso no es para jugar. Y cuando me preguntaron por qué me los habían regalado, le contesté que me los dio un señor para no me olvide de que hay que pelear por lo que uno cree.