La Isla Interior: tres vidas después de Malvinas
El escritor y psicólogo Pablo Melicchio se acerca con una mirada sensible y una escucha atenta a tres historias para crear una versión literaria y libre a partir de varios encuentros con los veteranos de guerra Reynaldo Arce, Darío Correa y Alberto Filippini. Tres hombres que regresaron del abismo para contar lo vivido. ¿Cómo se vuelve de la guerra? ¿Cómo sigue la vida de quien estuvo al borde de la muerte? El autor narra la vida de estos tres hombres antes, durante y después de la guerra y analiza la culpa de los sobrevivientes y el pacto de silencio que potenció el drama. Tres testimonios que rompen con el manto de olvido que les impuso la sociedad y que los obligó a permanecer durante muchos años dentro de la isla que cada uno había construido en su interior.
Compartimos una parte del primer capítulo.
TIERRA
(Basado en el testimonio de Reynaldo Arce)
Pero pelear, pelear, en realidad, nadie sabía.
Fogwill
I
Regresar del abismo, pero regresar para contar lo vivido. ¿Cómo se regresa de la guerra? ¿Cómo sigue la vida de quien estuvo al borde de la muerte? Reynaldo es un sobreviviente de la guerra de Malvinas. Desde entonces no dejó de buscar respuestas y atravesó por todos los estados emocionales posibles, los conocidos, descriptos en manuales de psiquiatría, y los indescriptibles, los que solo el hombre que volvió de una guerra sabe que padece. Y de todas las preguntas que se hizo, una resultó fundamental: “¿Por qué me tocó ir a la guerra?”. Al principio sostuvo que fue producto del “maldito azar”. Después, que “estaba escrito” en ese destino que dicen que es inalterable. Y con el tiempo, cuando pudo abrazarse a la fe, creyó que “así lo dispuso Dios”. ¿El Dios que manda a los hombres a la guerra es el mismo que los salva o que permite que algunos mueran? ¿Dónde estaba Dios cuando Reynaldo fue a la guerra?, podría preguntar un agnóstico discepoleano. ¿Quién teje los hilos del destino? ¿Por qué hay seres humanos que van a la guerra, viven el horror, la tortura, la muerte, y otros llevan vidas simples, sin mayores sobresaltos? Hay respuestas que son muy complejas y otras que están al alcance de la mano, concretas, sin metafísica ni poesía. Alguien pragmático afirmaría que a Reynaldo le tocó ir a la guerra simplemente por haber nacido hombre, en Argentina y en el año 1963. Lo cierto es que podría haber desertado, inventado una enfermedad o haberse suicidado. Pero Reynaldo decidió obedecer el plan divino, la carta del azar, o el destino en el que estaba escrito que participaría de la guerra por las islas Malvinas, y del lado argentino, que es otro cantar. Es muy extraña la mente del ser humano, es un laberinto borgeano, aunque dinamitado. En estos tiempos escuché muchas veces eso del poder de la mente y que lo que uno decreta sucede. No estoy seguro de que sea así, como de tantas otras cosas, pero Reynaldo desde pequeño soñaba con ir a una guerra. No se trató de una fantasía infantil mientras jugaba con soldaditos de plomo o inventaba una guerra entre amigos. Él quería ir a una guerra de verdad. Tenía ese deseo fuertemente arraigado. Lo recordó el día en que efectivamente marchaba rumbo a las islas. En su caso, lo deseado se concretó.
Estuvo en Malvinas. Combatió. Y regresó para contar lo vivido.
II
Reynaldo tuvo una infancia feliz. ¿Y qué es una infancia feliz? ¿Cómo representar la felicidad de los otros cuando uno apenas puede describir la propia? La felicidad, vista a la distancia, carga con las infidelidades cometidas por el tiempo. Pero hacemos el esfuerzo. Nos asomamos por la ventana que da al ayer. Queremos contemplar la vida pasada, pero la vemos a través de un vidrio esmerilado. Achinamos los ojos, tratamos de hacer foco, de vernos y ver cómo nos sentíamos entonces. Sin embargo, lo vivido se mueve a su antojo, se trastoca, se confunde con otras vivencias, se pierde en el paisaje borroso de la memoria. A pesar de lo impreciso que es el ayer, Reynaldo sabe que tuvo un techo, un hogar y una familia en el que no faltaron el amor y cierta estabilidad económica; tal vez sea ese el mejor escenario donde puede actuar la felicidad. Obviamente que la familia de Reynaldo atravesó las sacudidas de los gobiernos de turno y sus medidas tan argentinas. Pero los salvó la fuerza que da la unión familiar. Uno podría suponer que la de Reynaldo era similar a tantas familias argentinas de ese pasado no tan lejano, que se reunían todos los domingos, como si fuera una misa; tal vez se trataba de una misa porque se creía en algo invisible, como quienes creen en Dios. Ritual dominguero que arrancaba temprano con unos mates que se iban callando hacia el mediodía cuando llegaba la picada con el vermut. Las mujeres en la cocina, los hombres alrededor de la parrilla. Las niñas y los niños jugando a la rayuela, corriendo detrás de una pelota, felices, pero sin plantearse qué es la felicidad, tal vez la más pura de todas las felicidades futuras. Todo sucedía despacio, porque en el pasado nunca había apuro, siempre sobraba el tiempo. Al grito de “a la mesa”, se daba inicio oficial al almuerzo. Se llenaban los vasos y los silencios. Llegaban las achuras con el infaltable choripán. Después el asado, el vacío y el pollo. Y “un aplauso al asador”. En la sobremesa se armaba el truco mientras se iban renovando los mates, ahora con las facturas de la tarde. De fondo, la radio con el partido de la fecha. Típico domingo argentino. Sin darse cuenta, mientras el día se deslizaba mansamente, esas familias celebraban la vida, sin preguntárselo, tal vez la más pura de todas las celebraciones futuras. A medida que nos alejamos de la infancia más nos damos cuenta de que allí se cifró un momento determinante, el del tiempo sin tiempo, el de la ausencia del sentimiento trágico del existir. Tan solo un breve pero mágico tiempo. Una fiesta que, en algún momento y sin previo aviso, se termina. Reynaldo dejó el colegio secundario cuando estaba cursando quinto año. Iba a la escuela 2 de Haedo. Enseguida quiso independizarse, trabajar, tener su dinero para salir; y, además, soñaba con comprarse una moto. Se lo planteó a su padre. Al principio se opuso, después, al ver a su hijo tan decidido y entusiasmado, comenzó a dudar, hasta que finalmente aflojó y le dio trabajo en su empresa. Y así pudo comprarse la deseada moto, una Honda 650.
La vida de Reynaldo era como la de tantos jóvenes de los 80, de libertad parcial, condicionada por los milicos. No faltaban razzias, represión y el servicio militar obligatorio, ese cuco escondido esperando el sorteo para atacar. Reynaldo no recuerda bien cómo se preparó. Sí recuerda cuando al día siguiente confirmó, entre las páginas del diario, que le había tocado el número 892. Muchos de sus amigos habían sacado número bajo y entonces festejaban alocadamente y cargaban a los que tendrían que hacer la colimba. Reynaldo primero se enojó, luego lo tomó con resignación, asumiendo que todo había sido obra de la mala suerte. Se trataba del año perdido. Qué se podía hacer, era parte del ser argentino de aquellos tiempos, todavía no habían asesinado al soldado Carrasco. Por el número que le había tocado iba a ser destinado el territorio sur del país, y por su altura, enrolado en la PM, la policía militar. ¿Cómo zafar de la colimba? Era muy difícil. No se trataba de conseguir un contacto municipal para renovar la licencia de conducir. Sin embargo, de la galera del mago del destino salió una inesperada paloma, un tío lejano que pertenecía a la Gendarmería. Entonces su padre lo contactó y le preguntó si podía hacer algo, si no era posible evitar el servicio militar, al menos que su hijo se quedara cerca, en Buenos Aires. Reynaldo hubiese preferido evitar ese año perdido, seguir con su vida cotidiana, el trabajo, los amigos, la moto. Pero de tener que hacer la conscripción, le daba igual dónde. Los padres hicieron todas las maniobras posibles por detrás de Reynaldo, querían evitar que su hijo hiciera la colimba, o de última que no fuera para el sur, por el frío, sin lugar a dudas por la distancia. Los padres muchas veces intentan en vano proteger a sus hijos del incorruptible azar, o de los designios divinos difíciles de despedazar, como el diamante. Finalmente, de la manga del brujo del destino salió una carta impensada: un vecino y amigo de la familia, que tenía un militar conocido, les propuso a sus padres que podía pedir que Reynaldo se quedara en Ciudadela. En ocasiones creemos que hacemos un bien cuando en realidad estamos complicando las cosas. Sin saberlo, logrando que permaneciera en Buenos Aires, firmaban la sentencia de su hijo. Y celebraron desconociendo que la magia es como los espejismos, una ilusión que tarde o temprano se desvanece. Mientras tanto, Reynaldo estaba de vacaciones con unos amigos en Mar del Plata. Era el verano del 82, tenía diecisiete años y toda la vida por vivir. Podría decirse hoy, con la claridad que a veces ofrece la distancia, que fue su último verano “normal”; luego, todo lo vivido se verá teñido por la tinta de la guerra. Estaba en “La Feliz”: amigas y amigos, boliches, música, vasos y besos, noches que se trasformaban en madrugadas en la playa. Vivir, vivir a fondo, beberse la vida de un saque, sin guardarse nada para ese incierto mañana, acunado por el encanto de lo que va surgiendo a cada instante. Fluir en el mar luminoso del aquí y ahora, nadar sin miedos, sentirse inmortal, acariciar la piel de lo posible, beber hasta la última gota del elixir del presente. Reynaldo gastaba, sin saberlo, los últimos cartuchos de su eterna juventud. Y llegó esa tarde, tan violenta como un tsunami en una playa calma y familiar. Fue cuando llamó por teléfono a la casa de la vecina para dar señales de vida. En cinco minutos se puso su madre del otro lado de la línea y sin demoras le leyó la sentencia: el telegrama. Tenía que regresar urgente y presentarse en el batallón de Ciudadela. Reynaldo sintió que el mundo se ablandaba bajos sus pies y que una fuerza centrípeta lo chupaba para enterrarlo en el centro de la tierra. Cuando pudo salir del pozo, anticipo de la trinchera por venir, le dijo dos o tres incoherencias a su madre y colgó el teléfono. Enseguida se enojó con el mismísimo Dios que años después abrazaría. Estaba en pleno disfrute y tenía que dejarlo todo para marcharse rumbo al año perdido. “Joder o no joder”, esa era la cuestión fundamental asociada a su ser. Su tiempo no era medido en horas ni en días sino en jodas. “Joder o no joder contigo es la medida de mi tiempo”, era su frase estilo borgeana. No solo se le cortaban las vacaciones sino todas las salidas de todos los fines de semana siguientes. En Mar del Plata, postal de un verano inolvidable, quedó detenida para siempre su vida normal. Adiós juventud. Chau al presente absoluto y a la eternidad del instante. Por entonces iba a bailar por Ramos Mejía, a Pinar de Rocha, a Juan de Los Palotes, a Crash, y tenía, como Roberto Carlos, un millón de amigos y de amigas en todos los rincones del oeste del conurbano. Caminó por la playa, solo, enojado, con la mirada colgada en el horizonte desgarrado por las olas. Sin sospecharlo, estaba muy cerca, a pocos días de contemplar, o mejor dicho vigilar, otro paisaje, el mismo mar argentino, pero bien al sur. En sus playas, en vez de turistas, invasores ingleses.
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