La historia de una familia, perseguida por la dictadura, que escondió sus libros
Ana Gerchunoff, periodista y escritora, contó en una nota en el diario Clarín la historia de su biblioteca familiar. Tuvieron que ocultarla durante la dictadura y recién recuperaron sus libros 30 años después.
Por Ana Gerchunoff
La tarde del 26 de mayo de 1977 se llevaron a mi papá. Golpearon la puerta y mi hermano Luis, que tenía 15 años –tres más que yo–, les abrió. Dijeron que eran de la policía. Que se lo llevarían y que pronto tendríamos novedades. Me acuerdo que me miró y me extendió el brazo: supe que él tenía que irse con esos hombres. Que tal vez tardaría en volver.
Se lo llevaron. Mi madre, que era arquitecta, no estaba en casa. Sólo estábamos los cinco hermanos: Luis, Beatriz, que es la más grande y tenía 19, Roberto, de 16 y Nora, de 9 que, cuando fue la invasión de extraños a casa dejó un reguero de bombachas por el pasillo.Quizás haya sido su señal de protesta frente a lo que pasaba.
Ya nada fue como antes. Sabíamos que estas cosas sucedían. No lo que vendría después. Como todos. O mejor, como todos los que tenían padres como los nuestros: raros. En mi barrio no había como los míos. No eran católicos ni festejaban las Navidades. Eran comunistas. Y mi padre, Salomón Gerchunoff, Gerchu, le decían, defendía a los obreros de la SMATA.
Palabras como allanamiento, detención, clandestinidad, chupados o presos, en mi casa eran normales. De vez en cuando nos repartían en casas de compañeritos para que durmiéramos. No preguntábamos,pero escuchábamos “pueden allanar esta noche”.
En la casa en la que vivíamos, mis padres tenían una enorme biblioteca. Creo que fue en el invierno de 1976 cuando mi mamá –sabiendo que todo se pondría peor– aprovechó una reforma para esconderla. Así como hubo gente que enterró sus libros en el patio, que les puso arbolitos o plantas arriba para disimular, los míos la escondieron detrás de una pared de ladrillos. Fue un trabajo que hicimos entre todos y hasta con alegría. Esa que se tiene cuando se es chico y se siente participando con los padres en algo importante. Mi mamá aprovechó una baulera que había en el ángulo superior de un pasillo, donde apenas cabíamos dos o tres de nosotros, los chicos, para llenarla con nuestros libros y ahí, apilarlos bien amontonados. Ellos nos alcanzaban los volúmenes y nosotros los acomodábamos adentro en pilas bien apretadas. También fueron a parar ahí todos los papeles y papelitos que andaban dando vuelta por la casa.
Nos divertimos en ese trámite. No éramos conscientes de que obligaba a mi familia ser otra, al menos por un tiempo. Me acuerdo que Luis se reía y que Roberto hablaba sin parar. Las invitaciones a los cumples de 15 años, a los casamientos, las cartas de los amigos y parientes, folletos del PC, cosas de mi papá … qué se yo. Todo lo que se podía meter en ese espacio que quedaba ahí arriba del marco de una de las puertas, se insertó a presión, casi … Después vino un albañil y puso los ladrillos.Emparedados, quedaron, como miles de voces que no eran de hombres desesperados sino de poetas, escritores, pensadores, los que mis padres admiraban y de los que habían aprendido. Marx; Engels; Lenin; el peruano César Vallejo; el chileno Pablo Neruda y hastaEl Principito del aviador Antoine de Saint Exupéry quedaron tapiados.
Lo que no sabíamos esa noche es que también ahí quedaba parte de nuestras almas, de nuestra vida como familia. ¿Cómo saberlo entonces? Cómo saber que esa obra de albañilería, de baulera cómplice en contra de los milicos se convertiría en el agujero negro de nuestro destino como familia, esa que ya nunca volvió a ser. En todo el Universo, ese puñado de metros cuadrados sellado a dos metros del piso, en una casa de clase media acomodada en el barrio Parque Vélez Sarsfield, los Gerchus, todos los Gerchus, dejamos una partecita nuestra hasta muchos años después.
En los días siguientes del secuestro de mi papá, a mi madre se le quebró algo en su interior. Ahora lo digo así, como si lo tuviera claro, pero en ese momento todos tratábamos de hacer que no pasaba nada. Que había que esperar, seguir como si todo fuese normal. Aunque cada vez hubiera menos recursos en casa. Menos juicios por cobrar. Y aunque mi mamá entrara en un túnel depresivo-agresivo del que ya nunca más volvió a salir.
No hablábamos de esto. Sólo vivíamos. Íbamos a la escuela, a la escuela de siempre. La mía era privada, había que pagarla. Claro, no había dinero para eso, pero no sé porqué me seguían aceptando. Entiendo que por respeto a mi papá. Confianza en que saldría y pagaría todo junto después. Qué se yo. Seguí yendo. Pero con el del transporte escolar no era lo mismo. “Nena, ¿trajiste lo mío?”, me preguntaba cada vez que subía. Yo pasaba rápido para el asiento de atrás y me hacía la distraída. Hasta que ya no pasó más a buscarme.
Con mis hermanos habíamos desarrollado una cierta habilidad para pedir. En el almacén de don Hugo no hacía falta. Don Hugo, un tipo grandote y de rasgos duros nos siguió fiando la comida y anotaba en un cuadernito. Ese hombre nos bancó por años. No sé qué haría si me lo encontrara ahora. O sí: lo ahogaría abrazándolo. Besándole la cabeza, la frente. Nos sostuvo. Nos sostuvo y no nos humilló. No sé dónde está, pero donde sea, tiene la gratitud de esos chicos, esos adolescentes que fuimos y estos adultos que hoy somos.
Mi madre seguía en ese túnel y había que rebuscárselas. Sólo se repuso y brilló, festejó y celebró cuando una vecina le dijo que mi papá estaba preso en la cárcel de San Martín, en la UP1. Después, muchos años después tomé conciencia de que celebramos como una fiesta que mi papá estuviera en una celda. Pero ese era el país: si estabas preso, no habías desaparecido. Podía volver, nos explicó mi mamá en el último día que la vimos brillar. La dictadura no sólo mancilló a mi papá. No sólo lo torturó a él, lo hambreó, lo humilló, lo picaneó en La Perla y en el Campo de La Ribera y luego lo mantuvo en Sierra Chica, La Plata, Caseros y en todas las cárceles donde estuvo cautivo hasta 1981: también la fue matando a ella. Nunca volvió a ser la misma. Uno de nuestros principales, terribles e incurables dolores de vida es haber tenido que internarla en un psiquiátrico. Aún hoy, cuando tengo pesadillas, tienen que ver con eso: ella está internada y yo no voy a verla.
Es la pesadilla de la culpa. Pero ver a la mamá perdida, sumergida en el mundo de la sinrazón es de lo peor que le puede pasar a un ser humano. Uno llega incluso a odiarla, amarla, sentir pena por ella pero también por uno mismo porque se siente horrible no quererla, rechazarla. Pero tampoco se puede dejar de quererla, de desear que un abrazo apretado la cure. La reviva como la que era antes. No. Nunca más fuimos los mismos. Ninguno de nosotros.
Cuando mi padre volvió de la muerte en vida que significaron tantos años de prisión nunca quiso decirnos nada del sufrimiento por el que había pasado. Lo supimos recién por los testimonios de los sobrevivientes de La Perla en los juicios por delitos de lesa humanidad que se llevaron a cabo en Córdoba desde 2008. Ahí supimos que Luciano Benjamín Menéndez, el jefe del III Cuerpo de Ejército lo había tenido encerrado en una mazmorra de su estancia en los predios de La Perla. Una estancia que se llamaba –se llama– La Ochoa, muy cercana adonde se encontraron restos humanos de cuatro desaparecidos en 2014. A mi papá, Menéndez lo tuvo ahí, amarrado a un camastro. Pero él jamás nos contó.
No. Nosotros vimos al Gerchu que conocimos. Que intentó recuperar la casa de barrio Parque Vélez Sarsfield que mi mamá tuvo que malvender cuando no pudo pagar la hipoteca que tomó para sobrevivir. El dueño de entonces, habrá sido el año 1982, lo trató mal y ni siquiera le dejó que sacara los libros que, él le explicó, estaban guardados allí. Nada. Portazo. Gerchu nos dijo: “Nos olvidamos de los libros, cerramos acá la historia”. Siguió viviendo. Recién se fue en 2002: pleno, fuerte de espíritu, admirable como lo conocimos siempre. Mis dos hermanos varones, Roberto y Luis son abogados laboralistas. Como él.
Pero, como dice el tango, “es el pasado que vuelve” el que nos sorprendió. En el año 2008 yo estaba trabajando en una repartición pública cuando una mujer me dijo “Ah, vos sos Ana Gerchunoff, la de laCasa de los Libros Perdidos”. Habían pasado más de tres décadas. Mi vida eran mi esposo, mis hijas, ese trabajo y, ¡de pronto eso! La miré y el corazón se paró por un instante. El llanto me salió como si toda entera estallara: no podía parar de llorar. No había cómo. Me sacudía llorando y no sabían qué hacer conmigo. El cuerpo temblaba; estaba todo eso que con mis hermanos no lloramos nunca porque no podíamos, porque no había tiempo, porque nos daba pudor, vergüenza llorar, porque había que cuidar a mi mamá, porque había que buscar comida. No podíamos darnos el lujo de mirar para atrás. No queríamos mirar para atrás. No lo hablábamos. Así se dieron las cosas: sin adultos. Éramos como una banda de huérfanos que sosteníamos a nuestra madre ausente o súbita, violentamente presente según el arbitrio de sus tormentas interiores. Huérfanos de ese padre al que tenían prisionero los militares.
La Casa de Los Libros Perdidos, supe que nos nombraban en el barrio así, ya en este siglo. Y lo supe por esa compañera de trabajo que por obra del azar había alquilado nuestra casa y los vecinos le habían contado la historia.
Con Luis y Roberto fuimos a la casa de la mujer que me había reconocido (Beatriz y Nora viven en Israel desde hace años). Ella y su familia nos esperaron con pizzas y un albañil rompió la pared con la que sellamos la baulera.
Sin un centímetro de duda, Luis fue quien señaló el lugar exacto. El albañil golpeaba a maza y cincel y de pronto el grito “¡Acá están los libros!”. Todos empezamos a gritar, a reír, a festejar, a abrazarnos y a llorar como si hubiésemos llegado a la cima de nuestras vidas. Los alemanes Marx y Engels respiraron de nuevo. Mi sobrino Pablo abrazaba El Capital como si quisiera incrustárselo en el pecho. Fuimos bajando de a tandas unos 500 libros, revistas del Partido Comunista y la que consideramos ahora la joya de nuestra biblioteca recuperada: lasOdas de Pablo Neruda que el propio Premio Nobel le había dedicado a mi papá en un paso que el poeta hizo por Córdoba. También reencontramos nuestros libros infantiles, como Un elefante ocupa mucho espacio, de Elsa Bornemann. Un libro de latín de uno de mis hermanos que iba al Monserrat, y hasta las Memorias delGeneral Paz. Sacudí la cabeza y miré a los chicos y sentí que la vida estaba toda ahí, con nosotros. Y fui feliz.
La división de bienes fue amigable entre hermanos. Sabíamos que era el tesoro familiar. Lo que nos quedaba de esa época: tapas, títulos, hojas amarillentas invaluables para nosotros.
Hace poco más de cuatro meses volvimos a la casa. A esa, nuestra casa que ahora habita gente generosa, abierta, comprensiva. Que no es nuestra por papeles sino en la memoria de la infancia, en la leche chocolatada de las tardes, en los juegos interminables de la plaza de enfrente, en cada poro de las paredes de esa casa donde estuvo el hogar que formaron mis padres. Así lo contamos en un documental que lleva el título de su esencia: La Casa de los Libros Perdidos. Ese título que nos definía y no lo sabíamos. Ese título en el que se quedó encerrada nuestra historia que pedía a gritos que la recuperáramos, que la miráramos a los ojos y así se lo contáramos a nuestros hijos. El legado de nuestros padres que clamaba que lo dejáramos respirar el aire y absorber la luz.