Enseñanzas
En marzo de 1946, el coronel Juan Domingo Perón, quien pasaría a la leyenda con el mote de Tirano Prófugo, estaba recién en vías de ser Tirano y todavía muy lejos de la condición de Prófugo: acababa de imponerse, muy sorprendentemente, al menos para los partidos políticos tradicionales o con ínfulas de serlo (conservadores, radicales, radicales antipersonalistas, socialistas, socialistas independientes, demócrata progresistas, demócratas mendocinos, liberales y autonomistas correntinos y comunistas de todas las provincias) sobre todos ellos reunidos en la autodenominada Unión Democrática, inspirada en los pactos entre las tres potencias que habían salido triunfantes de la gran conflagración conocida como segunda guerra. Se entiende: el Tirano todavía en proyecto era antidemocrático y adhería a las concepciones totalitarias del fascismo.
La acusación resultaba todavía más sorprendente que su triunfo en las urnas, toda vez que había sido el mismo Tirano en Proyecto el promotor de la declaración de guerra al eje totalitario.
En tanto lo cortés no quita lo valiente ni lo valiente quita lo prudente, el gobierno presidido por el general Edelmiro Julián Farrell y vicepresidido por el versátil Tirano en Proyecto, que apilaba cargos como si fueran bolsas de papas y a la sazón desempeñaba también el papel de ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión, declaró la guerra al eje totalitario el 27 de marzo de 1945, apenas cuarenta días antes de que Alemania capitulara ante los ejércitos anglobritánicos. Pero ya se sabe: la intención es lo que vale.
Fue un año y dos meses después de tan magno acontecimiento, a tres meses de su triunfo en las urnas y apenas a una semana de asumir la presidencia que, valido de sus proverbiales dotes persuasivas, obtuvo del presidente Farrell un decreto que consideraba fundamental: el 15.350, que disponía la creación del Instituto Argentino de Promoción e Intercambio, más conocido por sus siglas, IAPI.
El propósito explícito del Instituto fue la de logar una mejor inserción en el mercado externo de los productos argentinos, así como la generación de estrategias destinadas a defender los precios de los productos nacionales frente a la actuación de los monopolios y la presión de los países compradores. En los hechos, monopolizaría la compra de los productos nacionales para colocarlos en los mercados internacionales, a la vez que, asignado fondos y financiando la adquisición de bienes de capital, cumpliría un significativo papel en el fomento de la industria, la redistribución del ingreso y la regulación del mercado interno.
Contrariamente a ciertos mitos establecidos como verdades de a puño, si por un lado en un primer período el Instituto se apropiaría de la renta diferencial de la producción agropecuaria, a partir de las grandes sequías de la primera década del 50 y de la abrupta caída de los precios del mercado mundial de granos provocada por el Plan Marshall, el Instituto sostendría, financiaría y subsidiaría a los productores agropecuarios mediante un precio sostén adecuado para evitar su quiebra. Y así como el productor agropecuario, particularmente el pequeño, necesita de un precio sostén que, por la caída de los precios o por catástrofes climáticas, lo preserve de pérdidas que podrían resultar fatales, el país necesita de la renta diferencial generada por la producción agraria para financiar su desarrollo industrial y tecnológico.
Ocurre que además de demagogo y verborrágico, el Tirano se las daba de moderno y hasta impulsó el desarrollo nuclear argentino, un absurdo que recién una década después imitarían otros países subdesarrollados, como Francia o India.
Si alguno cree que con la creación de una agencia estatal de comercio exterior el Tirano iba a estar satisfecho, se equivoca: el instituto no fue más que la frutilla del postre. Dos meses antes, había persuadido al presidente Farrell de sancionar la ley 12.962 que dispuso la nacionalización del Banco Central y de los depósitos bancarios, pivote sobre el que se apoyaría una significativa reforma financiera destinada a financiar la producción nacional y redistribuir los recursos favoreciendo a la pequeña y mediana industria.
No conforme con esto, se dispuso también la creación del Instituto Mixto de Inversiones Mobiliarias, para reglamentar el mercado bursátil, y la del Consejo Económico y Social, con funciones aun superiores a la del Banco Central, a la vez que se incorporaba la Caja Nacional de Ahorro Postal a la órbita del nacionalizado banco.
En su ambición sin límites el Tirano en Proyecto creía necesario contar con las herramientas que permitieran poner fondos a disposición de los industriales y financiar las necesidades del comercio exterior a fin de que no estuviera supeditado a los intereses de los bancos y empresas extranjeras. Eso le dijo a Farrell y Farrell le creyó.
Es curioso observar que, de acuerdo al sistema de distribución de escaños legislativos según el régimen de mayoría y minoría establecido por la Ley Saenz Peña, a partir del 4 de junio de ese año los partidarios del Tirano en Proyecto dominarían ambas cámaras del Congreso sin necesidad de establecer acuerdos con la oposición radical-conservadora. No obstante, se empeñó en disponer, desde el primer día, desde antes aun de asumir la presidencia, de los instrumentos que le permitieran ejercer el mayor control sobre la economía del país. Lo explicaría así: “…La economía nunca es libre: la controla el Estado en beneficio del pueblo, o la controlan las grandes corporaciones en perjuicio del pueblo”.
Estas medidas serían, a la postre, la formidable palanca que permitiría el ulterior desarrollo y transformación que en los siguientes diez años experimentaría la sociedad argentina, y se basaban en dos experiencias anteriores: la impotencia radical para transformar la estructura agraria que explicaba el subdesarrollo nacional y la reacción conservadora ante la crisis financiera internacional: de la mano del ministro Federico Pinedo y del economista Raúl Prebisch se habían creado los instrumentos que permitieron dirigir la economía y sobrellevar la crisis: el Banco Central (aunque mixto y dirigido por funcionarios del Banco de Inglaterra) y las juntas nacionales de granos y carnes, que ordenaron el comercio exterior, favoreciendo, naturalmente, a los grandes ganaderos de la pampa húmeda y a los frigoríficos británicos, tal como había quedado establecido en el célebre debate sobre las carnes que enfrentó al senador Lisandro de la Torre con los ministros Federico Pinedo y Luis Duhau y en cuyo transcurso fue asesinado el senador Enzo Bordabehere.
Aun en sus comienzos, el Tirano en Proyecto era un hombre práctico, alejado de cualquier clase de fundamentalismo. Tenía una idea fija, el desarrollo nacional y la justicia social, que parecerían no una sino dos ideas fijas, pero que no son más que dos condiciones de la independencia.
Ciertas creencias modernamente en boga, tanto del conservadurismo liberal como del pensamiento progresista, desestiman los principios del nacionalismo económico como asuntos pasados de moda o caprichos surgidos de un ideologismo irracional y no de la experiencia histórica. Podría decirse: “Que hagan su propia experiencia”.
Sin embargo, no es necesario: los hechos presentes del país los desmienten amarga y categóricamente. Y, en todo caso, como diría el Tirano ya en condición de Prófugo: “La experiencia propia cuesta cara y llega tarde”.