Las botas de María Eugenia Vidal
El debate alrededor de las inundaciones es demasiado complejo. Porque si bien merece opiniones y consideraciones de carácter político, éstas deben hacerse en medio de un sufrimiento humano inenarrable. Y eso es difícil de hacer. Cuando la argumentación “racional con arreglo a fines”, diría Weber, pasa por alto el dolor, el llanto, o no se detiene suficientemente en ellos, lastima. Agranda exponencialmente el sufrimiento, el dolor, el llanto. Hecha esta aclaración, aporto la mía.
Evidentemente, el factor meteorológico es determinante en el persistente drama de calles, avenidas, rutas, barrios, ciudades bajo el agua. El cambio climático potencia ese factor y vuelve trágicos los temporales. Pero también existen otros elementos que agravan la cosa. Y eso es culpa de los hombres, de sus políticas y de las luchas que se libran entre ellos.
La construcción de canales clandestinos sin la debida autorización, desde el interior de los campos cultivados hacia el curso de los ríos, para bajar el excedente de agua, es inaceptable. La elevación de terrenos para edificar sobre ellos barrios privados, en tierras que antes servían para drenar el exceso de agua (por lluvias o ríos crecidos), sin las obras que eviten los daños ambientales, tiene, también, parte de la culpa. A su vez, las deficiencias que pudiera haber en la acción de contralor que debe ejercer el Estado ante obras de semejante envergadura en los terrenos, merece ser señalada.
Para los gobiernos, en cualquiera de las esferas, la puesta en valor de terrenos baratos, bajos, inundables, resultó durante años la única manera de urbanizarlos, debido a la nula presencia del Estado en una de sus funciones básicas: el desarrollo económico, sustentable y suficientemente armónico de la sociedad. Ese corrimiento del Estado era concreto, por su incapacidad económica de intervenir en los mercados, y cultural: la crisis terminal del sujeto, las teorías del fin de la historia y las ideologías, el nuevo orden mundial signado por el consenso de Washington, volvían demodé cualquier aventura estatista.
Está visto: sin las obras necesarias para morigerar el impacto ambiental que provoca su edificación, un barrio cerrado construido sobre un bañado puede causar la inundación de las villas adyacentes. Sin embargo, durante años la construcción de esos barrios generó las únicas posibilidades laborales, económicas y comerciales para las comunidades. Las calles se pavimentan, se crean avenidas, se construyen pasos a nivel ferroviarios, se extiende el alumbrado público.
Uno de los diques de contención a este proceso lo constituye la ley provincial Nº 14.449, de Acceso Justo al Hábitat, que establece que a partir de su puesta en vigencia (octubre de 2013), los countries y desarrollos urbanos que ocupen más de 5.000 metros cuadrados de superficie -incluidos los cementerios privados- deberán ceder el 10% de esos terrenos o su equivalente en dinero para la construcción de viviendas sociales. Pero no alcanza. Como tampoco alcanzan los cuantiosos recursos que Estado nacional destinó a obras de infraestructura y que beneficiaron en forma directa a 4 millones de personas, permitiendo, además, la recuperación de 2 millones de hectáreas productivas.
Es mentira que “no se hizo nada”, pero tiene razón Wado De Pedro: hay que señalarlo bien fuerte y alto a los damnificados una vez que baje al agua y se haya ido la televisión. Porque a la televisión, especialmente la de los medios concentrados, le interesa la intriga y le importa el drama, no su paciente y larga solución. Y menos aún en tiempos de campaña electoral. La angustia provocada por el centenar de muertos en la inundación de abril de 2013 es reemplazada ahora por la excitación mediática que produce la carrera presidencial. Asco.
Si los countries continúan levantándose sin el debido control estatal, las villas linderas seguirán inundándose. No hay misterio. Las inundaciones son culpa de la corrupción, la ambición y el lucro desenfrenado de los privados, y seguramente también de cierta ineficiencia (o complicidad) en determinadas responsabilidades estatales.
Sin embargo, esa falencia sería nada si creyéramos que la solución a todos los males consiste en comprar barato y vender caro el insoportable buzón que por estas horas quieren vender los candidatos de centro derecha.
Los dirigentes de la oposición que hoy están lucrando políticamente con la tragedia bonaerense, tiene una única propuesta para resolver el conflicto social: alcanzar el gobierno, controlar el Estado y correrlo de sus funciones sociales y económicas más proactivas. La “solución” terminaría agravando el problema.
La inundación, hija de la inequidad social que provoca que los pobres vivan en los bañados y los ricos duerman calentitos, secos y bien cuidados en countries último modelo, es parte de un conflicto social, que la derecha económica intenta invisibilizar, y que el proyecto nacional y popular en curso desde 2003 tensiona a favor de los más postergados.
Sus candidatos tienen una única solución: hacer la gran Macri, dictada por teleprompter a su equipo económico de estrellas (Melconian, Broda, Espert).
¿Y cuál es esa solución? Fácil: dejar actuar libremente al mercado, sin regulaciones, y menos que menos en el rubro inmobiliario. Si el desarrollo privado provoca daños colaterales, entregarles el gobierno a esos emprendedores. Si los inversionistas, en su afán por “desarrollar” el país, distorsionan el paisaje social y sólo “desarrollan” sus cuentas de banco, concederles el Estado para que emparejen la cosa.
En suma: limitar el rol del Estado a la represión de los desbordes que provoque la exclusión. Y garantizar a través de los jueces y fiscales “independientes” de la Nación y los tibios parlamentos, un modelo económico que permita concentrar riquezas, o girarlas al exterior, o convertir en moneda extranjera el sufrimiento de millones de desheredados que esta noche dormirán en los techos de sus casas, mojados de los pies a la cabeza, sin las botas que Meuge Vidal embarra a propósito, a prudente distancia de la estufa, el tazón de café y la cámara de fotos del periodismo hegemónico.