La zozobra
Fue como una daga que entró en el cuerpo por la cabeza y cruzó todo el esqueleto con una capacidad única de hincarse y detener por un segundo el corazón, para ponerlo luego a palpitar a un ritmo que sólo se enciende con este tipo de agitaciones. Es la zozobra. Es ese vilo que parece poder detener el transcurso del tiempo. Esa sacudida que pone a la respiración en stand by y que corta el aliento. Porque uno los ve, de frente, los ve venir, a esos que quieren poner a la democracia entre paréntesis para luego cargársela.
Excúsenme todos los racionales y acúsenme de exagerada. Lo voy a decir tan cual lo viví: sentí el mismo desasosiego, temor y aflicción de 1987. De abril de 1987, de aquella Semana Santa en la cual Democracia o Dictadura no era un slogan televisivo sino una dicotomía cercana.
Verlos y ver en vivo y en directo lo que sucede cuando el Estado se retira, en este caso, por determinación de bandas de rapases a las que les damos las armas de la seguridad pública cotidiana; observar cómo funciona el artilugio por el cual el paso al costado de esos uniformes da lugar a que los violentos organizados realicen lo que ese mismo repliegue provoca como consecuencia o como premeditada planificación, es lo que, inevitablemente, nos lleva a poner en ON el lado conspirativo de nuestro raciocinio y ratificar cuán con D -de un apellido ilustre en las lides del hacer en las sombras- empieza el ya desde hace un tiempo -y no por casualidad- conflictivo mes de diciembre.
Público es un periódico español y, como toda la prensa dominante de la península ibérica, no le tiene particular simpatía a la Presidenta, por lo que suele echar por tierra o burlarse de sus argumentaciones. Sin embargo, en esta oportunidad, no titubeó. El 11 de este diciembre tituló: “La Policía se levanta contra Cristina Fernández”. Así, terminante. Clarito. Y “copetea” por el mismo carril: “En la víspera del aniversario de la democracia argentina, cientos de opositores se lanzan al saqueo de comercios y dejan tres cadáveres en las calles”.
Hubo otros que -obviamente, cuándo y por qué no- le metieron toneladas de combustible inflamable al ya calentito pre verano argentino: “Las muertes por los saqueos ya equivalen a tres choques de Castelar”; “Los saqueos en Tucumán llegaron a la TV japonesa”, dijo Perfil. “Argentina sigue marcada por ola de saqueos” y “Argentina festeja 30 años de democracia en medio de saqueos y violencia”, la CNN gusana.
Miguel Bonasso, antes, cuando no ponía toda su energía en odiar y eso le permitía tener una cabeza abierta y lúcida, escribió “El Palacio y la Calle”, una crónica de “insurgentes y conspiradores”, según el mismo llamó a su libro sobre el 19 y 20 también de un diciembre, pero en este caso de 2001. Dijo allí que hay una “amalgama de circunstancias” pero que esa “compleja” mixtura no borra la “existencia de una conspiración”.
No era para él -ni para quienes hoy comparten su espacio ideológico- desopilante interesarse –un ejercicio que se parece cada vez a honestidad intelectual y obligación ética- en buscar si había hilo detrás de las acciones y, sobre todo, en si alguien los movía. Si hubieran mantenido un mínimo grado de consecuencia no dirían estupideces luego de escuchar a la Presidenta de la Nación afirmar -nada menos que en el acto de conmemoración de 30 años ininterrumpidos de democracia- que ella no es ingenua y que no cree en las casualidades, ni en hechos que se producen por contagio; y que deberíamos tomar nota de que también hubo un 10 de diciembre de 2010 con un Parque Indoamericano, de un momento a otro, tomado.
Antonio Bonfatti no fue menos enérgico: habló de “los policías, en su carácter de coautores, cómplices, determinadores e instigadores". Y de quienes "como funcionarios públicos o particulares hayan participado criminalmente en su perpetración por los delitos de coacciones calificadas, asociación ilícita agravada, atentado al orden público, sedición, violación de los deberes de los funcionarios, cometidos contra la libertad, el orden público, los poderes públicos y la administración pública, en concurso formal" para indicar, además, que los uniformados plantearon sus reclamos "bajo la amenaza cierta de incumplir con sus obligaciones en pleno conocimiento que tales omisiones permitirán la comisión de múltiples delitos por parte de otras personas, aprovechando esa inactividad prevencional".
Consecuencia, coincidencia y el mismo vigor en la condena que el discurso del oficialismo nacional. Pero como la grandeza parece estar un tanto vintage y lo que importa es obtener alguna migaja sin que interese si vino mal habida o mal parida, hubieron un par de ex dirigentes y ex consecuentes de la inicial CTA, que al unísono clamaron: “el acuartelamiento y los saqueos son consecuencia de la falta de democratización que es haber convivido hasta rozar el límite de la complicidad; seguir postergando la situación salarial de los trabajadores provinciales y municipales; no asumir que un año se termina con un proceso de aceleración de precios y casi el 30% de inflación anual y deterioro del empleo y seguir haciéndonos penar por más muertes en la Argentina”. Y, ya que estamos, como no cuesta nada echarle leña a la fogata política, no faltó quien lanzó: “resulta muy grave que el Gobierno Nacional quiera disuadir y criminalizar cualquier reclamo social con un comando conjunto de operaciones de fuerzas de seguridad a nivel nacional, mientras niega bonos salariales, actualización de planes sociales, y refuerzos a los jubilados. Una vez más su relato de modelo virtuoso para el pueblo argentino entra en crisis. Más aun teniendo en cuenta que no escatima en beneficios para las corporaciones como Monsanto, Barrick Gold, Chevron y Repsol, a la que le pagaremos 5.000 millones de dólares de indemnización por querer ser soberanos”.
Dale que va. Vale todo. Mezclemos que es gratis. Peras con tomates, o como le gusta decir a mi vieja, “el amor con el ojo del hacha”. Sale un dedo acusador hacia la Casa Rosada y la verdadera complejización institucional, el jaque que intentaron (intentan) convertir en mate, borrado, invisibilizado, tapado, oscurecido.
Creo que pese a todo y a todos los mezquinos, y pese a toda y a todas las operaciones, hay que decirlo con claridad y sencillez: quienes nos pusieron en vilo y fueron directa o indirectamente responsables de 13 muertes no son las casualidades ni las bacterias contagiosas, sino un grupo de personajes con habilitada portación de armas y que saben desde su ingreso a la fuerza que no tienen permiso ni para amotinarse ni para hacer huelga. Se los impiden sus propios reglamentos, se los prohíbe la ley, se los tiene vedado la más mínima convivencia democrática.
A mí, que soy una de esas que durmió en Plaza de Mayo durante las noches de aquellas jornadas del 17, 18, 19 y 20 de abril de 1987; que esperó al Presidente de la República mientras él viajaba a dialogar con los sediciosos y que se decepcionó con el “Felices Pascuas, la casa está en orden”, no se me escapa que la frase completa termina con aquel: “no hay sangre en la Argentina”.
A mí que soy una de esas que se quemó con leche aquellos días y que tal vez sea por eso ve un acuartelamiento y llora, se me heló la sangre estos días: al ver imagen tras imagen, edición tras edición; al ir viendo cómo aumentaba la cifra de muertos; al ver cómo los hechos se encadenaban y lograban una alineación sin fisura; al darme cuenta que iban a ser pocos los verdaderamente demócratas que no iban a intentar rédito propio; y al tener tan cerca el descaro de quienes salieron a la calle a patrullar negocios, vestidos de civil, pero con el arma calzada en la cintura del jean.
Espanto, pavor, estremecimiento, aprensión y no me alcanzan los sinónimos para contar lo que sentí porque ni la historia de la Real Academia Española alcanza para dar cuenta de modo acabado lo que le ocurre en los poros a un argentino que pasa los 40 cuando ve uniformes que no hacen caso al poder político civil y electo.
Las casualidades y el privilegio que a veces nos da la profesión hicieron que los momentos más tensos de todo este proceso (que aún no terminado porque, digámoslo, aunque haya acuerdos, las preguntas vienen solas: ¿cómo se garantizan ahora las futuras paritarias?, ¿cómo se le dice a una maestra rural o a un enfermero de Florencio Varela que para ella y para él no hay un aumento salarial del 350%?) los viviera desde la Antártida. Sí, primero en un Hércules con destino al rincón más alejado de la Patria y luego desde ese sitio mismo.
La pregunta hubiera venido igual. Pero tan cerca de otra base, la Esperanza, donde las significaciones cobran más dimensiones; allí donde la escuela primaria se llama Raúl Ricardo Alfonsín y la guardería infantil, “Pingüinitos”; en un viaje con el jefe del Estado Mayor General de la Fuerza Aérea Brigadier Mario Callejo, cerca del Comandante de Adiestramiento y Alistamiento de la Fuerza Aérea Brigadier Mario Fernando Roca y del Jefe del Estado Mayor General de la Armada Contraalmirante Fernando Erice, entre otros tantos uniformados de altísimo rango; en ese preciso contexto, esta persona que habla y a la cual aquella Semana Santa le partió en dos su juventud y su vida política; esta hoy mujer que no tuvo con aquellos hechos un acercamiento periodístico sino militante, no puede, no debe y está obligarse a interrogarse y a gritar hasta encontrar oreja dispuesta:¿cómo es posible que haya sido viable realizar una verdadera revolución dentro de las Fuerzas Armadas, una sacudida que va desde las mujeres militares con falda, y encima de la rodilla, hasta el accionar del jefe de la Fuerza Aérea que no se guardó el silencio y la complicidad y entregó las actas de las Juntas genocidas al poder civil, y tener aún policías provinciales que disten casi nada de lo que armó Ramón Camps en la provincia de Buenos Aires?
A los de Justicia Legítima les gusta eso de que “el mejor desinfectante es la luz del sol”, pero sobre todo los cautiva lo que la frase implica. Abrir, abrirse. Que al aire penetre. Que barra; que borre.
Alguien que sabe me dio algunas pistas de por qué y con qué se hicieron tan grandes cambios entre los militares. Aquel “no tengo miedo, ni les tengo miedo”, de Néstor Kirchner ante un auditorio sólo de uniformados; el “proceda” que iguala al “Nunca más” en la iconografía de la pelea a favor de los Derechos Humanos; la extrañeza de Cristina Fernández cuando en público se preguntó cómo era posible que no hubiese aún generalas cuando ella siendo mujer era la Comandante en Jefe y su inmediata decisión de que no hubiese más restricciones para que las mujeres también ingresasen a Caballería e Infantería, pueden ser algunos de los mojones en un proceso largo y complejo pero que está dando frutos.
O también, quizás, haya sido el espanto; un manto de consternación frente al pasado reciente que quizás –y muy probablemente gracias a la apertura y el ingreso del sol- se haya colado también entre los vericuetos, incluso, de la lógica militar.
Entonces, si podemos trazar un rumbo que une actos simbólicos con acciones políticas, ¿qué ocurrió con las fuerzas de seguridad? ¿No fue suficiente con la bonaerense de la picana; Miguel Etchecolatz; otro Miguel sólo que víctima, el de apellido Bru; Walter Bulacio; Sebastián Bordón; la masacre de Budge; la interminable lista de gatillos fáciles; Pocho Lepratti y todos los autos y sujetos de civil que arrasaron en la liberada tierra de aquel final de 2001; el Indoamericano; la sucursal narco?
¿Cuándo el pavor y la turbación harán mella dentro de la propia institución?
¿El pavor y la turbación podrán alguna vez hacer mella dentro de la propia institución?
Hace rato que una porción importante de lo que fue “gente” -esa nada patrocinada por la lógica mediática- ha tomado el destino en sus manos y ha vuelto a ser “pueblo”. Hace un tiempo ya que esos sujetos que han decidido ubicarse un escalón por encima del transitar cansino y distraído de los que miran para otro lado, ha hecho regresar a la política a la calle. Hace bastante que sabemos que hay saqueos y saqueos y muy diferentes tipos de saqueadores y que no es lo mismo el hambre que el caos pre elaborado.
Toda esa cantidad de información acopiada a lo largo de 30 -celebrables a pesar de todo- años nos obliga a preguntarnos hasta dónde seremos capaces de entrelazar nuestros brazos para construirle muro de defensa a la democracia y con qué fuerza daremos u obligaremos a dar el gran paso que haga la diferencia entre policías y fuerzas de inseguridad.
Algo de todo esto fue lo que re significó a un acto inicialmente pensado más como folklórica conmemoración. Cobró otra dimensión el ir a la Plaza. Y ni que hablar la presencia en el escenario de esa banda que en los noventas bramaba que ellos eran quienes nunca habían aprendido cómo debía vivir el humano porque habían llegado “tarde, el sistema ya estaba enchufado así funcionando. Ese grupo de rock made in Mataderos al cual no los convencía ningún tipo de política ni el demócrata, ni el fascista” y que, consternados y con enojo justificado explicaban que les “tocó ser así, ni siquiera anarquista”.
Habrá, en este preciso instante, quien se estará preguntando qué cuernos tiene que ver un Marshall a todo volumen con el azuzar policial. Pues que La Renga no es una banda más: ellos conocen a la policía porque de ella protegieron a miles de pibes durante la segunda década infame. Ellos conocen a los medios porque cuando todo pasaba por éstos, a sus recitales se convocaba de boca en boca y sin avisos publicitarios
“El miedo no es sonso”, dicen las viejas, las sabias, las que entienden que valiente no es el inconsciente que avanza tenga lo que tenga delante, sino el que mide las consecuencias y se anima a caminar. Y tienen razón. Pero en esta tremenda batalla en la que estamos embarcados, la de dar vuelta y desarmar para reconstruir desde la lógica de los uniformes hasta el mecanismo de los medios; desde los hacer de la política, el rock hasta la mismísima acepción inicial de la democracia, no se puede dejar pasar mucho más tiempo.
Ya vamos viendo cómo fue y de qué va la cosa: en nuestras cabecitas ha habido aguijoneo y hemos podido reparar en que de lo burdo de la amenaza de golpe pasaron al un tanto más sutil terror a la híper; que de ahí nos llevaron al pánico a la desocupación y hoy nos corren con la vara, con esa de los delitos contra la propiedad a la que le adjudican la grandilocuente palabra de inseguridad. Y que en Bolivia, Paraguay y Ecuador hubo movimiento y operativo de pinzas y la punta del iceberg, en esta oportunidad, no fueron los tanques sino los de la pistola como arma reglamentaria.
Los que se amotinaron no son ajenos a esto. La enorme diferencia entre aquella zozobra, entre aquella respiración detenida de esos 80 con las botas y los cuarteles como fantasma, es que al pánico de ahora no le podemos poner cara, ni lugar físico, ni, incluso, a veces nombre. “Recomposición salarial”, le dijeron estos días. Aldo Rico, podíamos decir en 1987. El miedo no es sonso, y cuando uno no puede verle la cara al que lo asusta, el temor viene con parálisis.
Este momento único de 30 años ininterrumpidos de vida institucional los conmemoramos hasta lo más profundo y lo celebramos a medias: en vilo y con muertes no es el mejor paisaje para ser feliz. Los gobiernos tendrán que hacer lo que deben hacer. Pero nosotros, que no podemos ser ni gente, ni usuarios, ni vecinos, ni consumidores, sino ciudadanos con toda la responsabilidad a cuestas no tenemos permiso para andar por el “caminito al costado del mundo”. Debemos tomar nuestras armas (la guitarra, la voz, la participación, la palabra) subirnos cada uno a nuestro propio escenario y, por el tiempo que haga falta, a los violentos, “llevarle la contra como estandarte”.