No hay inocentes en este asunto. Ni siquiera, por supuesto, quien firma estás líneas. Alguna vez el periodista Horacio Pagani, cuando todavía no era un personaje mediático y era editor de Clarín, comentaba la pelea del 30 de marzo de 1984 entre Juan Domingo Martillo Roldán y Marvin Maravilla Hagler. Resulta que en el medio de la pelea, Roldán no quería seguir peleando y el promotor Juan Carlos Tito Lectoure lo insultó de arriba a abajo entre un round y otro. Roldán finalmente siguió peleando pese a tener un ojo casi cerrado desde el tercer asalto hasta que finalmente se tiró al piso en el décimo round y terminó con lo que para él era un suplicio.

Aquella vez, muchas voces se elevaron contra Tito Lectoure y Pagani salió en su defensa narrando que ese tipo de situaciones se vivía habitualmente en el boxeo y que no se le podía caer encima al promotor por haber apelado a la fibra más íntima del boxeador en un momento de duda para que no entregara la pelea. Decía Pagani que todos aquellos que amaban el boxeo no podían rasgarse las vestiduras por lo ocurrido y lo sintetizaba en el título: “Todos estamos en la caravana”.

Esta historia viene a cuento de lo que decía al principio. Todos somos responsables del actual momento del periodismo. Todos estamos en la caravana. Porque nos enrolamos en un lugar o en otro. Porque recortamos la realidad para criticar o defender al Gobierno Nacional sin importar demasiado la realidad. Y que quede claro que no digo la verdad porque, en rigor, no existe. Sólo existe la lectura que cada uno de nosotros, con nuestra ideología y valores, hacemos de esa realidad. La diferencia es que quien firma esta columna explica claramente desde qué lugar escribe, equivocado o no, pero no se ampara en la independencia, en la libertad o en la pureza ideológica. ¿Está mal? Puede ser. Aceptamos la crítica si es que se argumenta que estamos defendiendo o avalando las medidas más importantes del Gobierno de Cristina. No será el periodismo que le gusta a todos, pero es el que podemos ofrecer. Creo que este es un momento para aguantar los trapos, para decir lo que uno piensa, para ponerse claramente en un lugar de la vereda. Cada uno elige el suyo, en mi caso ya lo hice. Lo que por supuesto, no quiere decir que vaya a comprar con los ojos cerrados cada una de las cosas que provienen del Gobierno Nacional. Pero sí tengo muy claro desde qué lugar escribo y opino. Por otra parte, ¿no hacen lo mismo Beatriz Sarlo, Jorge Lanata, Nelson Castro, Ernesto Tenembaum. Alfredo Leuco o tantísimos otros respetables pensadores o periodistas?

Ahora bien, una cosa es defender, apasionarse, plantarse en la derecha, el centro o la izquierda, en la oposición o en el oficialismo y esgrimir argumentos. Pero otra cosa muy distinta es embarrar la cancha, desinformar o confundir a la sociedad desde un lugar de privilegio como el que tienen, por ejemplo, el Grupo Clarín y el diario La Nación.

No voy a cometer el error de hablar de todos los periodistas que allí trabajan porque sería injusto para los trabajadores que hacen dignamente su trabajo. Pero sí hay que mencionar a los decisores, a los que escriben los editoriales, a los que firman las notas que contienen evidentes operaciones políticas o a los que deciden los títulos de los artículos y mucho más los de las tapas. No hace falta dar nombres, Con sólo leer el diario queda claro quién es quién en esta historia.

Esta nota fue promovida específicamente por dos hechos que fueron desplegados en las tapas de Clarín y La Nación por estos días. El
primero da cuenta de un supuesto comunicado de la DAIA quejándose por el tratamiento que el editorialista Carlos Pagni le había dado a la ascendencia rabínica del viceministro de Economía, Axel Kicillof. La Nación publicó el martes 13 de marzo en tapa el artículo de Pagni, el miércoles 14 -en un recuadrito- mencionó la queja de la DAIA, el jueves 15 -otra vez en tapa- habló de “enérgica desmentida” y criticó a la presidenta por citar el comunicado de la DAIA que finalmente fue, según palabras del propio presidente de la entidad, Aldo Donzis, una “reflexión política”. La última aclaración otra vez fue incluida en el interior de la edición del jueves 16 (página 10). No es necesario más que contar los hechos para dejar en evidencia que todo fue algo que bien se podía haber resuelto con dos publicaciones: la de Pagni y la queja de la DAIA. Ahí terminaba todo. El agregado de la desmentida y la nueva aclaración fueron deslices que bien se podrían haber evitado. El asunto es que se trató de aprovechar este hecho para criticar a la presidenta, para dejara desubicada, para mostrarla, como les gusta decir en el diario, crispada.

Frente a este suceso también hay que decir que la presidenta no debería bajar al llano para descalificar a uno o dos periodistas. Lo hizo con Pagni y con Osvaldo Pepe, de Clarín. La presidenta puede debatir, argumentar o responder, pero no descalificar. Habló de posturas “nazis” y que la columna de Pepe le “sonaba a Menguele”. Estos comentarios, viniendo de una Jefa de Estado, no suman. Creo que la presidenta debe estar por encima de estas cuestiones. Porque ya lo dije centenares de veces: son preferibles miles de excesos antes que un acto de censura. La misma persona que despenalizó las calumnias e injurias quizás debería ser consistente ideológicamente y no molestarse porque uno, dos o cien periodistas dicen pavadas. Va a seguir pasando. Y repito: lo prefiero antes que la más mínima sospecha de censura.  

El otro caso fue las supuestas presiones para silenciar al periodista Marcelo Longobardi y el ex Jefe de Gabinete, Alberto Fernández. Resulta que Fernández estaba siendo entrevistado por Longobardi en C5N y en un momento, a las 23.04, se interrumpió el programa Longobardi en Vivo, que debía finalizar a las 23. Tanto el periodista Longobardi como el dueño de la señal, Daniel Hadad, dijeron que la entrevista se interrumpió porque se habían excedido en el tiempo, lo que puede ser creíble o no. Pero el que se encargó de tirar nafta a la hoguera fue el periodista mexicano de CNN, Alberto Padilla, quien estaba esperando para ser entrevistado en el mismo programa y afirmó por Twitter: “Fui testigo de la represión a la prensa en Arg. Sacaron el aire a Longobardi por orden de la Pres. Kirchner”. ¿Quién le dijo esto a Padilla? Según él, productores del programa, que por supuesto (y como es usual por estos tiempos) no son identificados. También Alberto Fernández aprovechó la volada para hacerse la víctima en todos los lugares que pudo.

Lo curioso del asunto es que Fernández no estaba diciendo nada diferente de lo que habitualmente dice en TN, 26, en C5N o en cualquier otro canal a los que es convocado. O lo que expresa en las columnas que habitualmente escribe para Clarín o La Nación. ¿Es verosímil que haya habido un intento de censura por parte de la presidenta Cristina Fernández, de De Vido o de algún otro funcionario de primera, segunda o tercera línea? No. Pero avancemos un poco más: si efectivamente hubo un llamado para que Hadad levantara el programa, ¿de quién es la culpa mayor? ¿Del torpe funcionario que supuestamente hizo ese llamado o de Hadad que se dejó presionar? Los periodistas hemos sufrido presiones a lo largo y lo ancho de la historia y las seguiremos padeciendo. El tema es qué hacemos con ellas. ¿Agachamos la cabeza? ¿Nos dejamos domesticar? ¿O nos parapetamos detrás de nuestro rigor profesional? Digamos, por si hace falta, que Hadad no es un nene de pecho que se deja avasallar así como así. Y vamos un poco más lejos todavía: ¿se puede hablar de represión a la prensa en Argentina, como hizo el mexicano Padilla, cuando el episodio salió al día siguiente en la tapa de los diarios? Fernández, además, estuvo esa misma noche en TN diciendo todo lo que se le antoja y escribió una columna en La Nación (“El Banco Central, caja de auxilio”, viernes 16 de mayo, página 17). ¿No hay libertad en la Argentina? ¿Hay represión? Le comento a Padilla, por si no lo sabe, que los argentinos sabemos bastante bien lo que es represión a la prensa. No hace falta retroceder mucho en el tiempo para rememorarlo.

Este asunto de las profecías autocumplidas ya aburre. Clarín o La Nación fabrican una historia de censura donde no la hay para despotricar contra lo que ellos suponen que es un ataque a la libertad de expresión o por la censura a la prensa. En el medio de ese recorrido, dejan en el aire centenares de operaciones, muchas de ellas de muy baja estofa. Un ejemplo es el caso Ciccone, que involucra al vicepresidente Amado Boudou. Se han gastado kilómetros de papel y litros de tinta para denunciar un hecho de corrupción que jamás se cometió. Porque Ciccone, en definitiva, nunca imprimió un billete. Se investiga un caso de corrupción que jamás se concretó, ya que el supuesto tráfico de influencias realizado por Boudou jamás le dio un centavo a Ciccone. Y así, lo importante, queda de lado. Porque, que yo sepa, nadie le preguntó a Boudou lo realmente trascendente: ¿Por qué el vicepresidente de la Argentina tiene un socio llamado Núñez Carmona para hacer negocios en el área privada? ¿Qué emprendimientos ocupan al vicepresidente? ¿Cuánto tiempo le dedica a su empresa Boudou? ¿No hay una colisión de intereses entre ser el vicepresidente de una Nación y al mismo tiempo andar por el mundo buscando oportunidades para hacer negocios? El tema es que las respuestas a estas preguntas no implican un ilícito. No es ético, por supuesto, pero no hay nada efectista para llenar la tapa de los diarios porque lamentablemente no hay una ley que se lo impida (¿no sería hora de que la hubiera? ¿No es tiempo de obligar a los funcionarios a suspender sus actividades privadas como ocurre en otras partes del mundo para evitar la “tentación” del tráfico de influencias?)

Los diarios, como ya sabemos, se nutren de operaciones políticas que buscan ensuciar a las personas con tinta, más allá de los resultados que después puedan deparar las causas judiciales. Pero además, sin importar que sus mentiras y manipulaciones tarde o temprano quedan en evidencia, los medios de los que hablamos comparten un rasgo nefasto: jamás se retractan ni dan explicaciones sobre los errores que cometen. No creo que lo escuchemos al enérgico Nelson Castro hacer un mea culpa de los reproches que le hizo a la Presidenta. Para citar otro ejemplo, tampoco lo escuché jamás a Joaquín Morales Solá ni a tantos otros comunicadores hablar de Jorge Rafael Videla o de Carlos Menem con el desprecio con que se refieren a la presidenta. Así, con el tiempo, se fue construyendo el monstruo caprichoso y opositor más grande de este y tantos otros gobiernos latinoamericanos. Esta es una de las variables más importantes que hay que tener en cuenta cuando analizamos las construcciones de poder.

Por eso, todo el tiempo debemos volver a preguntarnos: ¿para qué está el periodismo? ¿Para informar? ¿Para armar operetas? ¿Para ensuciar? Porque todos sabemos que las manchas de tinta son mucho más difíciles de sacar que cualquier otra.