El hijo de Tato, Cadorna y la función del Estado
Uno de los hijos de Tato Bores escribe habitualmente sus opiniones en el diario Clarín en una sección llamada -con una generosidad sólo comprensible por razones de linaje- Humor político. Hace unos días se dedicó al acuerdo “Precios Cuidados” con el título “Que los precios te los cuide Cadorna”. Situemos dos de sus ideas para tratar de reflexionar sobre un sentido que podemos considerar dominante en lo que respecta al lugar y la función del Estado, frente al individuo y la sociedad. Esas dos ideas son tal vez las que, con algunas pobres variaciones, constituyen el hilo editorial de un diario que con razón se dice que ha moldeado o representado durante años el sentido común de los argentinos.
I) La primera: “En casi todos los países normales del mundo, el pueblo se dedica a laburar y los gobernantes se dedican a gobernar. Unos pagan sus impuestos y los otros los administran con el objetivo principal de lograr el bien común”. Esa es la primera idea; se presenta como la normalidad, una suerte de estado natural de la condición humana, donde sea y siempre. La enorme eficacia de las nociones que constituyen el sentido común es, justamente, la de hacernos olvidar que son aquellas que –entre otras nociones- lograron triunfar en su tarea de significar la realidad. Carecen de historia, se tornan evidentes y de ese modo resulta difícil que sean percibidas como expresiones valorativas de una concepción ideológica determinada. Sin embargo, lo son. Lo normal para esta concepción ideológica es, entonces, la separación tajante, la oposición, el enfrentamiento entre el Estado y la sociedad. Unos hacen una cosa –trabajan-, otros administran el Estado. Después de quejarse amargamente por una carga tributaria siempre vivida como exacción violenta e injusta, concluye: “el ciudadano promedio aporta al Estado el 50% de lo que gana o más. En otras palabras: de las ocho horas de laburo, cuatro son para el Estado y cuatro son para usted”. Es claro que el Estado es, para esta concepción, un aparato ajeno respecto del individuo, que detenta intereses antagónicos y que extrae de la sociedad algo más valioso que la sangre para provecho oscuro y exclusivo de ese aparato. Con mayor o menor corrupción, ese burocrático artefacto debe ser “gestionado” por gente que constituye una clase (“la clase política”) o ejerce una profesión (diputado, ministro, presidente), pero los individuos que componen la sociedad poco o nada tienen que interesarse en lo que sucede allí, porque no es más que a título de molestia como ese artefacto incidirá en sus vidas cotidianas. Entonces, al pagar sus impuestos o votar, el individuo y la sociedad delegan el dominio de lo público en especialistas en tareas políticas y, desentendidos, ya pueden, ya deben volver a sus cosas (“el pueblo se dedica a laburar”; a gobernar no –dice el hijo de Tato). Cada uno en lo suyo. El otro día alguien lo decía más o menos así en el programa televisivo de Jorge Lanata: “En otros países -Estados Unidos, España, Inglaterra- la gente no tiene idea de quién gobierna, ni por qué, ni qué dice. Uno vota a alguien para que administre y gestione y haga lo mejor posible con las instituciones. Yo lo que quiero es que gobiernen y no me jodan…”. Nada de cadenas nacionales que interrumpan mi programa favorito ni mensajes de obra pública mientras miro el partido. Es por eso que cualquier apelación a que la sociedad tome a su cargo o se sienta concernida en algo del orden público –por mínimo que sea- resulta una intromisión extravagante. “Nos está pidiendo a todos nosotros que salgamos a patrullar por los supermercados” –casi grita Borensztein, entre perplejo e indignado-; “ahora pretenden que vayamos por las góndolas revisando que el precio de una lata de arvejas remojadas de Noel no supere los $3,70 (…) No nos va a quedar más remedio que aportarle al Estado una horita más de nuestro día…”. A este individuo que con protesta paga sus impuestos y con desgano vota cada tanto, no se le puede pedir nada más, ya que cree firmemente que ha satisfecho todo lo que se espera de él en cuanto a contribuciones al orden colectivo. (“¿Por qué tengo que abrirle la puerta de mi casa al censista?” –se escuchó pronunciar a muchos en el marco de aquella desopilante “campaña anti-censo 2010”). Es crucial para esta concepción ideológica mantener clara y firme la separación entre sociedad y Estado. Que el pueblo se dedique a laburar, recomienda el hijo de Tato Bores, que de la cosa pública se ocuparán otros –así sucede, nos asegura, en los países normales-. Es una idea muy evidente hoy día, pero que a un griego de aquellos que inventaron la democracia –en la que la máxima pena para un ciudadano era exiliarlo de toda intervención en la vida comunitaria- le parecería sumamente curiosa; la adjudicarían a alguien que llamarían idiota. Un idiota era aquel que no se ocupaba sino de los asuntos propios, privados, resignando todo conocimiento, todo deber y participación en la cosa pública. Ello demuestra que esta concepción ideológica que separa tan nítidamente sociedad y Estado, no es una evidencia natural ni la única posible (acaso sea un invento occidental relativamente reciente, un artificio que necesita el liberalismo); para cierta manera de entender la democracia, en cambio, parece claro que el Estado somos –podemos, debemos ser- todos.
II) La segunda idea es consecuencia de la anterior, porque es el resultado de haber rechazado todo interés y participación en el orden colectivo, como si la existencia social de una comunidad fuera posible sin regulaciones, un devenir natural que se desarrollara espontáneamente sin decisiones ni tomas de partido explícitas o implícitas de todos y cada uno que orientaran y comprometieran el rumbo hacia un lugar o hacia otro, sin conflictos. La conciencia liberal sueña ese sueño: no es necesario involucrarse en las decisiones públicas porque existe una mano invisible del mercado que compone en armonía los distintos intereses sociales; de modo que el Estado debe limitarse a una mínima y pálida expresión: aquel equilibrio espontáneo funciona con más eficacia cuanto menos se lo perturba. (Apuntemos, como al pasar nomás, que ese es el disfraz con el que las clases dominantes buscaron ocultar su dominación, disimular la sangre entre las garras de esa mano invisible). Jorge Luis Borges, quien ha contribuido a forjar esa conciencia liberal argentina como pocos, escribió en el primer año del peronismo un célebre artículo, Nuestro pobre individualismo, en el que planteaba que “el más urgente de los problemas de nuestra época es la gradual intromisión del Estado en los actos del individuo (…) Sin esperanza y con nostalgia, pienso en la abstracta posibilidad de un partido que tuviera alguna afinidad con los argentinos; un partido que nos prometiera un severo mínimo de gobierno”. ¿Qué ocurre entonces cuando el gobierno del Estado expresamente interpela a la sociedad, la convoca a tomar un lugar activo -no de mero espectador-, se encarga de explicitar los conflictos que comprometen y piden respuestas y sacude así el sueño de la mano invisible que dispensa de cualquier implicación política? Los sectores habitados por esa conciencia liberal ineludiblemente perciben esa intervención del gobierno como despótica. Esta es la segunda idea que, según nos parece, contiene la humorada política del hijo de Tato Bores: la exasperada denuncia respecto de un poder irrestricto que no se sabe cómo ha ocupado el gobierno y lo ejerce tiránica, arbitrariamente. Las decisiones oficiales asumen, así, la forma del capricho y del exceso de Cristina Fernández de Kirchner: “La Compañera Jefa embiste furiosa contra empresarios, sindicalistas, ruralistas, banqueros, comerciantes, ahorristas, opositores, medios, Europa, EEUU.”.
Presentadas como invectivas incomprensibles lanzadas sin ton ni son, propias de “un gobierno neofascista”, esas decisiones parecen salidas de un “manual Todo para el nazi” (pero qué simpático y ocurrente es el hijo de Tato Bores -en otra humorada más reciente escribió que la televisación de Fútbol para Todos está a cargo de un Reichsministerium für Propaganda). Equiparar este gobierno con el fascismo, el nazismo, el estalinismo se convirtió, entonces, en un desesperante lugar común para estos sectores. Podemos considerar imbéciles estas caracterizaciones sólo si desconocemos de qué postulados, de qué premisas parten. Para quien ha expulsado de sí mismo todo conocimiento y participación en el orden colectivo (“que gobiernen y no me jodan”, “yo me dedico a laburar”, etc.), para quien supone que el Estado debe ceñirse a una mínima y pálida expresión, cuando un gobierno explícitamente interviene, interpela, regula, en fin, cuando se presenta como el poder y la fuerza pública desde un lugar que la tradición liberal no le consagra, entonces será percibido con atónita perplejidad, un exceso que exige deberes inconcebibles, una molestia autoritaria que conmueve el sueño liberal: ese pobre individualismo que sueña que cada vida se hace a sí misma, sin destinos colectivos, sin deberes a la comunidad.