A Zaffaronizar
La conversación venía más o menos bien. Para lo que se ha venido diciendo y lo que nuestros oídos han debido soportar estoicos, no estaba mal. Era una charla, con intercambios, pareceres y, aunque bastante superficial, al menos no elegía el atajo de las berretadas con punch.
Este liviano y tenue equilibrio no era poco, si se tiene en cuenta que el entrevistado es uno de esos que un día se enojó y se volvió un furioso enemigo de cualquier iniciativa, por más tibia que fuera que rozara si quiera al gobierno nacional.
Por eso, eso poco era muchísimo. Al menos, no se destilaban dardos de odio, de encono, de rabia hacia ésta, una propuesta en la cual el oficialismo sólo ha tenido el rol protagónico de sugerir se abra la discusión.
Bueno, como decía, la cosa venía bien. “Un pibe entra a la cárcel por robar un celular, pasa un año y medio y sale experto delincuente”, palabra más, palabra menos fue lo que el entrevistado dijo. Es un tantín flojo el argumento, porque reduce, pero acaricia dos zonas centrales para el avance democrático: uno, pone en cuestión lo que hoy tenemos en nuestras cárceles y dos, no es una línea de pensamiento fascista. Para lo que se ha dicho, es un montón.
Me alegré profunda y sinceramente porque –ahora me doy cuenta de cuánta candidez hubo de mi parte- dije: si esta persona, que desprecia hasta con ira todo lo surja desde el gobierno nacional, puede distinguir entre una invitación al debate con la convocatoria a los mejores de todos los partidos políticos con representación parlamentaria, de un capricho k de hacer lo que le guste a cualquier precio, hemos avanzado algo y puede todavía crearse un terreno favorable a que se habilite la discusión.
Pero de pronto, quiso aclarar. Y un compendio de rastrero doñarosismo se le plantó en la boca y no pudo evitar que se convirtiera en palabra pública: “Porque, bueno –intentó precisar- están los zaffaronistas que proponen que a esos delincuentes no se les haga nada y los otros que sólo quieren mano dura”.
Se me interrumpió la respiración. Me agarré la cabeza y estuve a punto de dármela contra la ventada del coche. De haber podido, hubiese elegido que uno de esos gigantes martillos hidráulicos perforara el asfalto, sumergirme hacia el fondo de la tierra y quedarme allí cobijada esperando que el ventarrón de la pavada pasase de largo y dejara la Argentina para internarse en alguna zona remota del continente.
Porque usar la figura esa de que los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra, ya cansa.  Decir que en la Argentina no hay condenas, fastidia.  Confundir problemas de seguridad con la letra de un código penal da bronca. Hablar de garantismo como sinónimo de laissez faire jurídico provoca burla.
Pero usar el nombre de uno de los hombres más sabios, informados, reflexivos, reconocidos y consultados del planeta en materia penal como sinónimo casi de celebración del delito, ofende. Ofende y enoja. Y da ganas –por 10 segundos- de ser igual de fascista que los que instalan estas ideas y responder con sus mismas reglas de juego.
Y cuando uno se enfurece, deben saber comprender. Porque se ha vuelto inaudito tener que soportar que las opciones sean o la más bochornosa ignorancia, que no les impide la caradurez de hablar, o la artimañosísima tergiversación que se parece en exceso a la mentira sinvergüenza.
Todo esto gracias a décadas de zonceras sin desmontar y a lo que el supuestamente preocupado por la institucionalidad columnista de La Nación, luego de un baño de cinismo lindante con la apología de la trampa, dio en llamar el “gen de la oportunidad” del referente de Tigre que mostró la hilacha de la desesperación electoral.
Da pena y un poco de asco. Porque la Argentina vuelve a quedar detenida, estancada. Porque paraliza que de un lado se lance una propuesta y de enfrente sólo tiren piedras cargadas de falacias, fraudes, engaños, tretas y embustes.
Sobre los medios de comunicación, decía Pierre Bourdieu (y sobre esa misma lógica ya extendida a territorios no sólo mediáticos sino también partidarios) que “hay un miedo a aburrir. Y eso les induce a otorgar prioridad al combate sobre el debate, a la polémica sobre la dialéctica y a recurrir a cualquier medio para privilegiar el enfrentamiento entre las personas (los políticos en particular) en detrimento de la confrontación entre sus argumentos”.
Da pena, mucha, y un enorme asco porque se somete a la política a una instancia psicótica.
Como dice Esteban Rodríguez en su magnífico trabajo “Justicia Mediática”, la actualidad se ensimisma. La historia pasa a ocupar el lugar anecdótico. ¿Qué otra cosa es si no eso de avalar sin chistar ni pestañar la afirmación temeraria de ese del gen oportunista de que la teoría política es casi una boludez? Y disculpen la mala palabra, pero exaspera ver cómo la historia y la política son descompuestas en un cúmulo de casos que nos acercan a lo concreto pero nos alejan de lo histórico.
Indigna presenciar  ver cómo por esta finísima y elaborada acción ponen en primer plano el dolor de las Susanas Trimarcos y las Carolinas Píparos para someterlas ellas a papelones públicos que se inician con el hacerles confesar que no conocen los detalles de la discusión, para luego terminar humillándolas al casi obligarlas a opinar sobre eso que no dominan. Asombra escuchar cómo desde una  supuesta equidistancia informativa se finaliza la entrevista con un penalista experto que se ha pronunciado muy duro contra la demagogia punitiva, con la consulta sobre si él acaso ha sido víctima alguna vez de un delito y cómo se obliga a este profesor de derecho a contar públicamente -para poder ratificar su legitimación como voz autorizada en la temática- que tanto él como su familia han sido robados en su hogar y que su padre padeció 11 delitos en su comercio. Blumberismo en estado puro; esa forma tan cualunque e instalada que manda que sólo habilita para hablar el haber sido víctima. Porque si en uno no hay rencor fascista, hay sospecha de que no sabemos de qué se trata un crimen.
Eso es utilización. Eso es uso de las personas. Y es una figura que no está en el código penal, pero que debería figurar en algún rincón de la ética privada de ciertos sujetos. De muchos ya, de demasiados.
Porque empezó Massa. Pero lo siguieron varios; con calcado funcionamiento. La maniobra es así: lanzan una afirmación; una frase repleta de lugares comunes, de aseveraciones de ramplón sentido común, de figuras estáticas convalidadas y consolidadas a fuerza de discurso dominante pero que no pasan la más sencilla de las pruebas de los datos objetivos.
Uno escucha y anota mentalmente cada dislate de la oración, que sólo se sostiene porque está atado a otro sinsentido. Y luego el siguiente disparate que puede ser dicho sólo porque la lógica del show les permite quedar entrelazados.
Uno espera que llegue a su fin el –llamémoslo así con una generosidad infinita- argumento y ahí está tendida la artimaña. Porque si intentamos rebatir lo que interpretamos quiso decir el interlocutor, sin detenernos en las sandeces expresadas, habilitamos que los dislates utilizados queden flotando para un potencial futuro contrincante de ideas.
Pero si nos detenemos en cada una de las tonterías que conformaron la exposición, no discutimos el fondo del esqueleto argumental expresado. Es decir, que lo que están haciendo funciona como una celada. La trampa está tendida de antemano: uno está intentando enfrentar nada más y nada menos que la organización ideológica del discurso hegemónico.
Esto no es una discusión sobre un código penal. Trae de la mano el debate sobre en qué valores se asentará la próxima Argentina. Del mismo modo que la disputa en torno de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual no fue sobre cantidades de licencias, sino acerca de quién pone las reglas en nuestro país, si el Estado o el dinero.
Y acá, la política farandulizada picó en punta. Ganó terreno y llenó de malezas el terreno porque estableció que la mentira lisa y llana tiene permiso de participar junto a la pila de manipulaciones con las que uno disputa a diario. Y porque propuso como escenario de debate uno de los sitios más contaminados de la realidad contemporánea: los sets de televisión.
Y ya que hubo tanto descaro con las analogías con el experto juez de la Corte, pues zaffaronicemos nosotros, pero no con la desfachatez de uno de los habilitados para abrir la boca sino con la propia pluma del exquisito penalista:
“La gran falacia de la civilización industrial (desde las alturas bajará el héroe a protegerte y a resolver tu conflicto, eliminando a tu contraparte mala) es creada y sostenida en forma de mitología negativa por los medios masivos de comunicación social y la tecnología de la manipulación que los mismos han adquirido es cada día mayor. Se genera la ilusión de eficacia del sistema haciendo que se perciba sólo como peligro la amenaza de muerte violenta por ladrones o de violación por pandillas integradas por jóvenes expulsados de la producción industrial. Son éstos una programada propaganda en favor del reforzamiento del poder, del control social verticalizado y militarizado de la sociedad”.

La conversación venía más o menos bien. Para lo que se ha venido diciendo y lo que nuestros oídos han debido soportar estoicos, no estaba mal. Era una charla, con intercambios, pareceres y, aunque bastante superficial, al menos no elegía el atajo de las berretadas con punch.

Este liviano y tenue equilibrio no era poco, si se tiene en cuenta que el entrevistado es uno de esos que un día se enojó y se volvió un furioso enemigo de cualquier iniciativa, por más tibia que fuera que rozara si quiera al gobierno nacional.

Por eso, eso poco era muchísimo. Al menos, no se destilaban dardos de odio, de encono, de rabia hacia ésta, una propuesta en la cual el oficialismo sólo ha tenido el rol protagónico de sugerir se abra la discusión.

Bueno, como decía, la cosa venía bien. “Un pibe entra a la cárcel por robar un celular, pasa un año y medio y sale experto delincuente”, palabra más, palabra menos fue lo que el entrevistado dijo. Es un tantín flojo el argumento, porque reduce, pero acaricia dos zonas centrales para el avance democrático: uno, pone en cuestión lo que hoy tenemos en nuestras cárceles y dos, no es una línea de pensamiento fascista. Para lo que se ha dicho, es un montón.

Me alegré profunda y sinceramente porque –ahora me doy cuenta de cuánta candidez hubo de mi parte- dije: si esta persona, que desprecia hasta con ira todo lo surja desde el gobierno nacional, puede distinguir entre una invitación al debate con la convocatoria a los mejores de todos los partidos políticos con representación parlamentaria, de un capricho k de hacer lo que le guste a cualquier precio, hemos avanzado algo y puede todavía crearse un terreno favorable a que se habilite la discusión.

Pero de pronto, quiso aclarar. Y un compendio de rastrero doñarosismo se le plantó en la boca y no pudo evitar que se convirtiera en palabra pública: “Porque, bueno –intentó precisar- están los zaffaronistas que proponen que a esos delincuentes no se les haga nada y los otros que sólo quieren mano dura”.

Se me interrumpió la respiración. Me agarré la cabeza y estuve a punto de dármela contra la ventada del coche. De haber podido, hubiese elegido que uno de esos gigantes martillos hidráulicos perforara el asfalto, sumergirme hacia el fondo de la tierra y quedarme allí cobijada esperando que el ventarrón de la pavada pasase de largo y dejara la Argentina para internarse en alguna zona remota del continente.

Porque usar la figura esa de que los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra, ya cansa.  Decir que en la Argentina no hay condenas, fastidia.  Confundir problemas de seguridad con la letra de un código penal da bronca. Hablar de garantismo como sinónimo de laissez faire jurídico provoca burla.

Pero usar el nombre de uno de los hombres más sabios, informados, reflexivos, reconocidos y consultados del planeta en materia penal como sinónimo casi de celebración del delito, ofende. Ofende y enoja. Y da ganas –por 10 segundos- de ser igual de fascista que los que instalan estas ideas y responder con sus mismas reglas de juego.

Y cuando uno se enfurece, deben saber comprender. Porque se ha vuelto inaudito tener que soportar que las opciones sean o la más bochornosa ignorancia, que no les impide la caradurez de hablar, o la artimañosísima tergiversación que se parece en exceso a la mentira sinvergüenza.

Todo esto gracias a décadas de zonceras sin desmontar y a lo que el supuestamente preocupado por la institucionalidad columnista de La Nación, luego de un baño de cinismo lindante con la apología de la trampa, dio en llamar el “gen de la oportunidad” del referente de Tigre que mostró la hilacha de la desesperación electoral.

Da pena y un poco de asco. Porque la Argentina vuelve a quedar detenida, estancada. Porque paraliza que de un lado se lance una propuesta y de enfrente sólo tiren piedras cargadas de falacias, fraudes, engaños, tretas y embustes.

Sobre los medios de comunicación, decía Pierre Bourdieu (y sobre esa misma lógica ya extendida a territorios no sólo mediáticos sino también partidarios) que “hay un miedo a aburrir. Y eso les induce a otorgar prioridad al combate sobre el debate, a la polémica sobre la dialéctica y a recurrir a cualquier medio para privilegiar el enfrentamiento entre las personas (los políticos en particular) en detrimento de la confrontación entre sus argumentos”.

Da pena, mucha, y un enorme asco porque se somete a la política a una instancia psicótica.

Como dice Esteban Rodríguez en su magnífico trabajo “Justicia Mediática”, la actualidad se ensimisma. La historia pasa a ocupar el lugar anecdótico. ¿Qué otra cosa es si no eso de avalar sin chistar ni pestañar la afirmación temeraria de ese del gen oportunista de que la teoría política es casi una boludez? Y disculpen la mala palabra, pero exaspera ver cómo la historia y la política son descompuestas en un cúmulo de casos que nos acercan a lo concreto pero nos alejan de lo histórico.

Indigna presenciar  ver cómo por esta finísima y elaborada acción ponen en primer plano el dolor de las Susanas Trimarcos y las Carolinas Píparos para someterlas ellas a papelones públicos que se inician con el hacerles confesar que no conocen los detalles de la discusión, para luego terminar humillándolas al casi obligarlas a opinar sobre eso que no dominan. Asombra escuchar cómo desde una  supuesta equidistancia informativa se finaliza la entrevista con un penalista experto que se ha pronunciado muy duro contra la demagogia punitiva, con la consulta sobre si él acaso ha sido víctima alguna vez de un delito y cómo se obliga a este profesor de derecho a contar públicamente -para poder ratificar su legitimación como voz autorizada en la temática- que tanto él como su familia han sido robados en su hogar y que su padre padeció 11 delitos en su comercio. Blumberismo en estado puro; esa forma tan cualunque e instalada que manda que sólo habilita para hablar el haber sido víctima. Porque si en uno no hay rencor fascista, hay sospecha de que no sabemos de qué se trata un crimen.

Eso es utilización. Eso es uso de las personas. Y es una figura que no está en el código penal, pero que debería figurar en algún rincón de la ética privada de ciertos sujetos. De muchos ya, de demasiados.

Porque empezó Massa. Pero lo siguieron varios; con calcado funcionamiento. La maniobra es así: lanzan una afirmación; una frase repleta de lugares comunes, de aseveraciones de ramplón sentido común, de figuras estáticas convalidadas y consolidadas a fuerza de discurso dominante pero que no pasan la más sencilla de las pruebas de los datos objetivos.

Uno escucha y anota mentalmente cada dislate de la oración, que sólo se sostiene porque está atado a otro sinsentido. Y luego el siguiente disparate que puede ser dicho sólo porque la lógica del show les permite quedar entrelazados.

Uno espera que llegue a su fin el –llamémoslo así con una generosidad infinita- argumento y ahí está tendida la artimaña. Porque si intentamos rebatir lo que interpretamos quiso decir el interlocutor, sin detenernos en las sandeces expresadas, habilitamos que los dislates utilizados queden flotando para un potencial futuro contrincante de ideas.

Pero si nos detenemos en cada una de las tonterías que conformaron la exposición, no discutimos el fondo del esqueleto argumental expresado. Es decir, que lo que están haciendo funciona como una celada. La trampa está tendida de antemano: uno está intentando enfrentar nada más y nada menos que la organización ideológica del discurso hegemónico.

Esto no es una discusión sobre un código penal. Trae de la mano el debate sobre en qué valores se asentará la próxima Argentina. Del mismo modo que la disputa en torno de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual no fue sobre cantidades de licencias, sino acerca de quién pone las reglas en nuestro país, si el Estado o el dinero.

Y acá, la política farandulizada picó en punta. Ganó terreno y llenó de malezas el terreno porque estableció que la mentira lisa y llana tiene permiso de participar junto a la pila de manipulaciones con las que uno disputa a diario. Y porque propuso como escenario de debate uno de los sitios más contaminados de la realidad contemporánea: los sets de televisión.

Y ya que hubo tanto descaro con las analogías con el experto juez de la Corte, pues zaffaronicemos nosotros, pero no con la desfachatez de uno de los habilitados para abrir la boca sino con la propia pluma del exquisito penalista:

“La gran falacia de la civilización industrial (desde las alturas bajará el héroe a protegerte y a resolver tu conflicto, eliminando a tu contraparte mala) es creada y sostenida en forma de mitología negativa por los medios masivos de comunicación social y la tecnología de la manipulación que los mismos han adquirido es cada día mayor. Se genera la ilusión de eficacia del sistema haciendo que se perciba sólo como peligro la amenaza de muerte violenta por ladrones o de violación por pandillas integradas por jóvenes expulsados de la producción industrial. Son éstos una programada propaganda en favor del reforzamiento del poder, del control social verticalizado y militarizado de la sociedad”.