Una idea fenomenal
Hay quienes aseguran que es necesario debatir ideas, como si, por el sólo hecho de serlo, las ideas tuvieran propiedades mágicas o virtudes sobrenaturales, sin discriminar entre las que las que tienen algún basamento lógico o racional o las que no son más que puros disparates, cuando no efectos no deseados de un mal viaje o un brote de delirium tremens.
Mi reino por una idea
Créase o no, las ideas siguen teniendo prestigio. Y en tren de obtenerlo, conseguir menciones en la prensa y llegar a un mayor conocimiento público, al senador Ernesto Sanz se le ocurrió tener una idea. Y la tuvo así, de golpe, como quien se tira un gas: al senador Sanz se le ocurrió dividir la provincia de Buenos Aires en tres.
Convengamos que al senador se le ocurrió eso como se le podría haber ocurrido eliminar la tabla del 2, decretar la inexistencia de los círculos y prohibir los poliedros de seis caras. Pero no, se le ocurrió disolver la provincia de Buenos Aires dividiéndola en tres. Y ya está.
El solo hecho de decir “tres” provoca la sensación de que el senador Sanz hasta ha llegado a pensar en su idea, pero bien pudiera haber dicho “dos”, o “cuatro”, o acaso más lógicamente “ocho”, número que coincide con la cantidad de secciones electorales, “veinticinco”, que son las regiones o, más definitivamente, “ciento treinta y cinco”, que son los partidos en que actualmente se encuentra dividida la provincia. El inconveniente es que, en tal caso, el senador Sanz hubiera advertido, no sin sorpresa, que la provincia de Buenos Aires ¡ya está dividida!
Pero el senador Sanz no quiere una división cualquiera: quiere que la provincia de Buenos Aires se evapore dividiéndose en tres provincias.
El número tres debe tener propiedades cabalísticas para el senador, porque si de dividir se trata ¿qué mejor idea que formar 135 provincias de tamaño normal con lo que ahora es la paquidérmica provincia de Buenos Aires? De esta manera, los superpoderes que el senador le adjudica a la provincia de Buenos Aires quedarían, literalmente, pulverizados en 135 pedacitos.
Como efecto secundario, pero no menor, el número de senadores se incrementaría notablemente en 405, los que sumados a los 69 existentes (los 72 actuales menos los tres de la extinta provincia de Buenos Aires) elevaría el número de integrantes del Honorable Senado de la Nación a 474, junto a los cuales los 257 diputados no serían nada.
Fuera de permitir a los senadores mirar desde arriba, con inocultable y justificado desprecio, a los minoritarios diputados, esto tendría como consecuencia la necesidad de construir otro edificio legislativo, el Senamento, Senadódromo, Senadrogamo o Palacio del Senado, con sus virtuosos efectos sobre la industria de la construcción, la generación de empleos y el incremento de la actividad económica.
¡Y después dicen que el senador Sanz no tiene planes! ¡Si hasta una idea tiene!
Pero llama la atención que el senador Sanz no proponga su idea desde el surrealismo, el divisionismo, el senadurismo, el alcoholismo o la industria de la construcción. Nada de eso: el senador propone su idea desde el federalismo.
Se nos dirá que este es un detalle. Y lo es, pero no es un detalle cualquiera: el principio en el que el senador Sanz fundamenta su idea –el federalismo–, es justamente el principio que la vuelve completamente absurda.
Garrá lo libro
El federalismo es una organización conformada en base a distintos organismos que se asocian y delegan parte de sus poderes e incumbencias en un organismo central. En el caso que nos ocupa, los estados o provincias se asocian para la conformación de una federación o Estado federal, para lo que se dictan una ley general común y crean los pertinentes organismos de representación: un ejecutivo federal (nacional, en el habla popular argentina), un poder judicial federal y un poder legislativo en el que, en nuestro caso, se contempla la representación popular (la cámara de diputados) y la representación federal, la cámara de senadores que, hipotéticamente no representa las opiniones de los habitantes de la provincia sino los intereses del estado provincial en tanto tal.
Es, justamente en el Senado, donde se garantiza el carácter federal de nuestra existencia como nación o federación.
En nuestro país, la mayoría de las provincias son anteriores a la nación (al respecto, le vendría bien a ciertos representantes del pueblo, de las provincias o de váyase a saber qué, agarrar los libros –entre los que, para el tema que nos ocupa, les resultaría de alguna utilidadDel municipio indiano a la provincia argentina, de José María Rosa).
Decíamos que, en nuestro país, luego de unos buenos 70 años de guerra civil, las provincias acabaron finalmente de darle forma a una nación y acordando una constitución. Pero para el establecimiento de una auténtica autoridad federal, fue todavía necesario federalizar el puerto, la aduana y la ciudad de Buenos Aires, asiento del gobierno federal, lo que tuvo lugar recién en 1880.
Esta última batalla por la conformación institucional de nuestro país (en rigor, cuatro feroces combates: el de Olivera –en las inmediaciones de la estación homónima, sobre la actual ruta 5, entre Luján y Mercedes–, el de Barracas –en las cercanías de la estación Lanús–, el de Puente Alsina –sobre el Riachuelo, entre Lanús y Pompeya– y el final, en los Corrales Viejos, lo que hoy se conoce como Parque de los Patricios) costó la vida de más de 3000 esforzados combatientes, por no mencionar heridos graves y mutilados, que en ese entonces no se contaban.
Luego de esto, el 21 de septiembre de 1880 quedó constituido un auténtico Estado federal (o nacional), conformado por catorce estados provinciales y un pequeño territorio federal (la ciudad de Buenos Aires), propiedad o dominio de todas las provincias. Que años de tergiversación e ignorancia hayan creado en la mayoría de los argentinos e, increíblemente, en los caletres de casi todos los provincianos, la falsa idea de que la ciudad de Buenos Aires pertenecía a los porteños, no quita validez al hecho de que la ciudad era y sigue siendo territorio federal. Por tal razón, su intendente no era electo tan sólo por los porteños, sino por todos los habitantes de Argentina, a través de la decisión del presidente de la nación o federación.
Como digresión al paso, la anulación de esta muy razonable disposición fue uno de los tantos desastres provocados por la reforma constitucional de 1994 (otra consecuencia nefasta que viene al caso recordar es el caos conceptual que la modificación del sistema de elección de los senadores nacionales creó en las cabezas, precisamente, de los senadores nacionales, caos mental del que “la idea” del senador Sanz no es más que una pequeña excrecencia).
Cada uno con su manía
Tenemos aquí que para 1880 las provincias habían acabado de conformar un Estado federal. Luego de eso, fue el Estado federal el creador de las nuevas provincias en aquellos territorios en los que ninguno de los estados provinciales, en particular, ejercía su soberanía. Y visto que los indios no eran gente o ya directamente no eran, se trataba de los llamados “territorios nacionales”.
Si el hecho de haber sido creadas por el Estado federal (obviamente con el concurso y acuerdo de los estados provinciales) no les resta a las “provincias nuevas” (como Neuquén, La Pampa, Chaco, Santa Cruz, Formosa, Chubut, etc) ninguno de los derechos que detentan las provincias pre-existentes a la organización nacional, con mucha menos razón podría alguien negar, en nombre de nada, ni del federalismo ni del surrealismo, el derecho a la existencia de un estado preexistente como la provincia de Buenos Aires. Para el caso, podría también proponerse la inexistencia de Salta, Tucumán o Santiago del Estero. Y, si nos ponemos internacionales, de Delaware. Y si me apuran, de Francia.
Si los protagonistas de un supuesto debate de estas características fueran gente seria, el hecho de que el representante de la provincia de Mendoza proponga la desaparición de la provincia de Buenos Aires debería provocar, sino una declaración de guerra entre esos estados provinciales, al menos que los tres senadores bonaerenses agarraran a trompadas al atrevido que propuso la disolución de la provincia que ellos representan.
Los fundamentos que en favor de su idea el senador Sanz atinó a balbucear, van por dos carriles, ambos basados en el tamaño de la provincia de Buenos Aires. El primero no es, decididamente, de su incumbencia: las dificultades que entraña el gobierno de un territorio tan vasto y diverso. En virtud del federalismo, el senador Sanz debiera dejar la resolución de esas dificultades a los bonaerenses. De otro modo, podría ocurrir que, con la idea de agilizar el tránsito y evitar accidentes, el intendente de Florencio Varela, o el gobernador de Corrientes, o ambos, coaligados, propusieran el secado, relleno y pavimentación de las acequias mendocinas.
El segundo fundamento es todavía más extraño: el federalismo no puede resistir la coexistencia entre un estado tan vasto como la provincia de Buenos Aires y provincias tan pequeñas como Tucumán o magras como San Luis y La Rioja. Mendoza, en cambio, produce y, por lo que se ve, consume mucho vino.
Si en la próxima reunión del Mercosur al canciller oriental Rodolfo Nin Novoa se le ocurriera proponer que, en virtud del federalismo y en pos de una mayor equidad, debido a su desmesurado tamaño la República Federativa del Brasil debiera ser dividida en tres, o cuatro o cinco brasiles, y Argentina en cinco o seis paisitos, muy probablemente una junta médica convocada de urgencia decidiría remitir al canciller uruguayo a la colonia Etchepare.
Por esas cosas de la desmanicomialización, en nuestro país a tipos como esos los mandamos al Senado.