Un hallazgo que repara al propio Walsh
En un intermedio de una extensa entrevista con un histórico dirigente del peronismo, tomé coraje y se lo pregunté. Él había sido testigo privilegiado: el día en que mataron a Rosendo García en la pizzería La Real de Avellaneda, él estaba en el teatro Roma -a la vuelta del tiroteo- participando de un encuentro del partido Justicialista. "Las cosas no fueron como las cuenta Walsh en el libro. Vandor no lo mandó a matar", me respondió. Me quedé de una pieza. Congelada. Porque me desmentía al héroe, porque yo no tenía forma de rebatirle –y menos que menos a él- y porque temí que mi interrogante fuese la razón por la cual la entrevista se iba a dar por terminada.
No me echó. Muy por el contrario. Siguió siendo el amable y carismático caballero de siempre. Así que me envalentoné. “Si no es ahora, no es nunca”, me dije. "Y si no es cierto lo que cuenta Walsh, ¿por qué ha podido esa versión instalarse como cierta?", agregué tímidamente cuando me interrumpió para completar mi frase y su respuesta: "Versión cierta y, sobre todo, única. Es sencillo el por qué. Porque nosotros nunca tuvimos un Walsh que contara los hechos desde otra perspectiva".
No pude volver a concentrarme en la nota. Siguieron mis preguntas y sus respuestas, pero todo lo que hice de ahí en más fue mecánico. Confié ciegamente en el grabador. “Ya veremos cuando edite”, me acuerdo que pensé.
Mi cabeza estaba en un sólo sitio. Detenida en dos conceptos: “nosotros” y “versión cierta”. Quién era ese “nosotros” peronista que no incluía a Walsh y cómo pese al paso del tiempo y las revisiones, Walsh mantenía esa potencia de instalar relatos incontrastables.
El poderío de la obra de Walsh, lo sabía, estaba en esa armoniosa y perfecta combinación de datos irrebatibles y pluma imbatible. Mal que les pese a los panfletarios que levantan su figura y creen emularlo, habiendo leído –y de costado- apenas la Carta Abierta a las Juntas, Walsh no es ni un desaparecido, ni un héroe porque se atrevió a decir que las tres A son las tres Armas; pudo culminar su obra con ese escrito de denuncia que conmueve hasta a las piedras y que se adelantó décadas a su tiempo porque su camino de textos perfectos ya había sido recorrido.
Buscó, hurgó y no cesó hasta obtener el dato que coronara su nota y estuvo abierto a la información sin que ningún prejuicio le cerrara los oídos. Por eso cuando escuchó hablar al fusilado que vivía y a su historia increíble, la creyó en el acto. Por eso pudo armar un croquis y reconstruir la escena del crimen de Rosendo en su departamento junto a Lilia, a quien le hacía sostener piolines que simulaban el recorrido de las balas. Por eso pudo dar con el asesino de Satanovsky y hasta escribir la "Respuesta a Cuaranta". Por eso pudo casi al final de Operación Masacre tirar todo por la borda y decirle al lector que no confíe en él, que "descrea de lo que yo he narrado, que desconfíe del sonido de las palabras, de los posibles trucos verbales a que acude cualquier periodista cuando quiere probar algo, y que crea solamente en aquello que, coincidiendo conmigo, dijo Fernández Suárez”, el hombre cuya acción desenmascaró Walsh.
Y ese “nosotros”, ese que dejaba afuera al escritor/periodista y militante que ya era cuando escribió Rosendo, probablemente bastante tenía que ver con algo que reconociera el propio Firmenich en el documental Operación Walsh: “Nosotros pensamos en el ajusticiamiento de Aramburu porque accedimos a lo ocurrido a través de Operación Masacre”.
Papeles, libros y datos que marcan a fuego la historia y el transcurrir del peronismo. Que lo hacen ir hacia un lado o hacia otro. Que trazan una raya entre unos “nosotros” y otros, y que, a veces, construyen un solo colectivo.
No es exagerado decir que si uno recorre la historia y la tragedia del peronismo, transita y accede a la historia de la Argentina de los últimos 70 años. Y probablemente es por eso que la memoria peronista está tan repleta de cadáveres robados, de cuerpos desaparecidos y de papeles hurtado. Walsh lo sabía. Sabía que la irrebatibilidad de la historia contada estaba en ese dato imposible de ser puesto en duda, en ese dato que siempre el poder ocultó, robó o desapareció para que, justamente, la historia no pudiera ser contada.
Por eso, casi al final, luego de probar hasta con el más mínimo detalle cómo y por qué ocurrieron los fusilamientos del basural, él tiene ese gesto valiente de proponerle al lector que tire toda esa magnífica obra por la borda, que no le crea y sólo oiga lo que aporta su enemigo: “Empiece por dudar –dice- de la existencia misma de esos hombres a los que, según mi versión, detuvo el jefe de policía en Florida, la noche del 9 de junio de 1956. Y escuche a Fernández Suárez ante la Junta Consultiva el 18 de diciembre de 1956: CON RESPECTO AL SEÑOR LIVRAGA, QUIERO HACER PRESENTE QUE EN LA NOCHE DEL 9 DE JULIO RECIBÍ LA ORDEN DE ALLANAR UNA CASA... ENCONTRÉ A CATORCE PERSONAS... ENTRE ELLAS ESTABA ESTE SEÑOR”.
“Yo he afirmado –continúa Walsh- que él detuvo a esos hombres antes de entrar en vigencia la ley marcial. Y para determinar la hora en que se promulgó, no me he limitado a consultar los diarios del 10 de junio de 1956, que, unánimes, informan que se anunció a las 0.30 de ese día. He ido más lejos, he buscado el libro de locutores de Radio del Estado, para probar, al minuto, que la ley marcial se hizo pública a las 0.32 del 10 de junio. No acepte el lector mi palabra, pero acepte la del jefe de policía: A LAS 23 HORAS ALLANÉ EN PERSONA ESA FINCA.”
Así como en el gran texto póstumo dirá con el escepticismo de la inteligencia “sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido”, en los momentos finales de Operación Masacre, afirma: “Los hechos que relato en este libro fueron sistemáticamente negados, o desfigurados, por el gobierno de la Revolución Libertadora”. Y ese punto final, lejos de clausurar, abre, abre la puerta y la esperanza a que un día se sabrá que lo que narró, ocurrió exactamente cómo él lo probó.
Horacio Gándara fue un capitán de ultramar que investigó y denunció el vaciamiento que las dictaduras de los 60/70 hicieron de la empresa nacional ELMA. Rojas –paradójicamente- lo apoyó, Lanusse lo puso preso y el último régimen militar lo asesinó. Y Walsh, para variar, se ocupó también de él.
Lilia Ferreyra –su compañera- contó en el suplemento Radar que: “Con el título ´El fin de la inocencia´ se distribuyó en diciembre de 1976 el Informe Nº 2 de Cadena Informativa sobre dos grandes negociados producto de la política económica de Martínez de Hoz y el asesinato (en noviembre del ‘76) de Gándara, quien venía denunciando desde 1969 el vaciamiento de la flota mercante en beneficio del grupo norteamericano Conway. ´Amigos de Gándara –decía el cable- revelaron que estaba revisando el manuscrito de una nueva denuncia en la que el principal acusado era el almirante Emilio Massera. Temiendo lo que ocurrió, se había mudado de casa. Detectado por el Servicio de Informaciones Navales, un pelotón especial de la Escuela de Mecánica de la Armada se encargó de silenciarlo para siempre. ´La historia se repite –comentó a CADENA INFORMATIVA un periodista habitualmente bien censurado–, se empieza reprimiendo por supuestos ideales y se termina asesinando por dinero. La represión y la corrupción pueden andar separadas unos meses pero siempre acaban por juntarse´”.
Walsh lo contó. Lo dejó asentado con dato, testimonio, detalle y pormenor.
Parece mentira, pero incluso aún hoy, los bombardeos y el fuego de las ametralladoras sobre la Plaza de Mayo en 1955 siguen siendo hechos que no siempre son tomados como tales y, por tanto, se someten a discusión.
“Seis periodistas acreditados en la Casa de Gobierno bajaron a los sótanos y se apretujaron –con 400 empleados– en los túneles coloniales sobre los que se edificó la casa (…) Una escuadrilla de aviones navales dejó caer bombas sobre el edificio y detrás de la Casa Rosada. Ninguna de ellas estalló en la plaza. Las fotografías lo prueban, porque los muertos y heridos están todos en el pavimento. La foto que se muestra es de un artefacto que cayó, pero no explotó. El peor espectáculo lo ofrecía un trolebús semi destruido por una bomba que mató a todos sus ocupantes. (…) Esa tarde la plaza estaba vacía, porque del lugar se fueron todos apenas se escuchó la primera estampida. No quedaron ni las palomas Enseguida se organizó la represalia: incendiar las iglesias. (…) Manuel V. Ordoñez vio caer una bomba sobre la curia. La verdad es que allí no cayó nada: la incendiaron los peronistas. (…) No es cierto que se hable poco del bombardeo y mucho de las iglesias quemadas. Es al revés. (…) Yo le pediría a la Iglesia que no se olvide de la quema de los templos. Ni en la guerra civil española ocurrió semejante cosa”, leo decir a Hugo Gambini en la revista Criterio, ayer no más, aquí a la vueltita, en septiembre de 2012. Todavía.
Hasta los impactos de las balas y de los bombardeos que siguen allí, en las paredes de mármol del Ministerio de Economía sobre Hipólito Yrigoyen al 250 y que se plantan frente a nuestras narices parecen ineficaces para decirnos que aquí pasó algo. Hasta la placa explícita es ineficiente para indicarnos que aquí pasó algo. Hasta las 80 marcas de bala con las cuales nos topamos apenas salir del subte A parecen incapaces de decirnos que aquí pasó algo.
Porque ese algo fue deglutido, tragado, engullido en el agujero negro de la historia oficial. Y quedó en una zona de débil recuerdo de alguna evocación popular. Así, sin ese algo, el origen de la violencia en la Argentina es ubicado en un ataque del ERP, en una molotov de la JP, en una acción de los Montoneros o incluso en alguna picana de 1976.
La revista Ahora tituló “Bombas sobre Plaza de Mayo: la masacre del 16 de junio de 1955” y en la fotografía de tapa se ve a un hombre de espaldas, corriendo, huyendo, en medio de cadáveres, polvareda, objetos destrozados y un auto destruido. Pero parece no terminar de valer como verdad.
Era un día hábil ese gris y lluvioso 16. Los primeros en caer fueron algunos pasajeros del transporte público. A un trolebús, una bomba le dio de lleno y todos sus ocupantes murieron. 308 fue la cantidad de fallecidos y más de 700 los heridos[i]. Pero estos datos parecen no terminar de valer como verdad.
Por esos tiempos, el Walsh antes de Walsh, era un ex miembro de la Alianza Nacionalista, un antiperonista lonardista que escribiría la famosa crónica “2- 0- 12 no vuelve”, uno de los dos largos artículos publicados en Leoplán dedicados a los aviadores que se enfrentaron a Fuerzas del Ejército, leales a Perón en distintos sitios de la localidad de Saavedra, en la provincia de Buenos Aires. “Los pilotos de la base han tenido su bautismo de fuego el 16. Esa tarde, vencidos todos los plazos, comunican que el bombardeo se iniciará en el término de dos minutos”, relata Walsh en su texto. Y en una entonces inocente nota al pie, indica que los integrantes de ese 2-0-12 que no volverá (Estivariz, Rodríguez e Irigoin) porque ha sido derribado merecen no sólo el recuerdo sino el “homenaje agradecido de los argentinos”.
Es verdad, ni en la guerra civil española había ocurrido tal cosa. Nosotros habíamos tenido nuestro Guernica, pero nos faltaba un Picasso. Walsh, aún no era uno de “nosotros”.
Hace poco, la historia dio un giro virulento, otro. De esos bestiales. De los que sacuden el andamiaje de verdades y mitos sobre el que se funda el sentido común. Y cargada de prueba documental, llegaron acontecimientos para demostrarle a toda la historia del mitrismo contemporáneo que la violencia no se inicia cuando el subterráneo tira la primera piedra, sino cuando desde lo más alto del Estado, del poder o desde el cielo se lanza lo que daña a los de más abajo.
“Hay edificios históricos y edificios con historia”, dice una de las páginas del Instituto Browniano donde se cuenta la genealogía de la Casa Amarilla “en la que viviera durante 40 años el almirante Guillermo Brown. La casa en Barracas estaba ubicada en la hoy calle Martín García al 584. La construcción original fue demolida, pero documentos escritos, pictóricos y fotográficos prueban su existencia. En 1983 se inauguró la actual Casa Amarilla, sede del Departamento de Estudios Históricos Navales de la Armada y del Instituto Browniano”.
Pues bien, fue allí donde han sido hallados los documentos de 1955 de 1956. Versiones taquigráficas y correcciones manuscritas del propio Isaac Rojas, que prueban la planificación del bombardeo a Plaza de Mayo, la participación civil tanto en el fallido como en el concretado golpe de Estado. Actas firmadas de puño y letra que cuentan los detalles y demuestran la decisión militar de hacer a un lado a Gándara y las reseñas oficiales que explican que los fusilamientos del basural se ejecutaron antes de la puesta en vigencia de la ley marcial, es decir por fuera de toda legalidad, incluso de la del propio régimen.
Podemos leer allí que Isaac Francisco Rojas responde textualmente a la pregunta de “si en oportunidad del levantamiento del 9 y 10 de Junio de 1956 se encontraba en el Comando de Operaciones Navales”, que “el 9 de Junio de 1956, informado del levantamiento subversivo establecí la orden de repelerlo al Comando de Operaciones Navales a mi cargo. Impartí órdenes para su conocimiento y cumplimiento. Y fueron impartidas entre las 23 00 y la. 23 20 horas del día 9 de Junio de 1956”.
Podemos leer allí que el fiscal Sadi Conrado Massüe, titular de la Fiscalía Nacional de Investigaciones Administrativas, el 7 de octubre de 1971, en una nota enviada a Lanusse que adjunta el expediente con la denuncia de Gándara contra Gnavi y otros altos oficiales de la Armada, apoya lo investigado por el capitán luego asesinado: “Indudablemente, la aplicación de un criterio acentuadamente privatista ha gravitado en detrimento de los intereses de las empresas estatales”
Podemos leer allí el modo en que departía amablemente Rojas con Lastra, Repetto, Di Vicchi, Cuchetti, Lanfranco, el General Labayru, Ordóñez, Frías, Benegas Lynch y García Belsunce padre, entre otros, en la Academia de Ciencias Morales y Sociales y cómo el Almirante hablaba de la trayectoria “honrosa” de la institución. Esa misma –con iguales y otros apellidos- que es lo mismo y que por serlo salió a defender a Vicente Gonzalo Massot en abril de este año, cuando fue llamado a indagatoria por el asesinato de dos obreros gráficos de La Nueva Provincia y por el delito de acción psicológica en el marco de un genocidio. Esa misma que, seguramente, volverá a defenderlo para presionar al juez Álvaro Coleffi cuando este jueves 20 de noviembre vuelva a indagarlo para, probablemente, poder procesarlo.
Así como aquellas actas aparecidas en 2013 fueron la prueba empírica de la planificación del genocidio y el negocio desde lo más alto; este hallazgo demuestra que señalar al golpe de 1930 y al derrocamiento de 1955 como los momentos fundacionales de la violencia política en la Argentina no es exculpar a organizaciones armadas sino darle al pasado su justa dimensión. Ya nadie más podrá hablar del “relato peronista”. Es la tinta del propio Rojas, con su letra inclinada hacia la derecha, la que da cuenta de lo sucedido y de por qué.
Apenas me enteré, en el preciso instante en que vi los documentos me fue inevitable pensar en un Walsh vivo. Un alud mental de situaciones hipotéticas se me vino encima. Lo imaginé leyendo una a una esas páginas que ratifican todo lo por él relatado, eso que transformó al Walsh en Walsh. Lo imaginé absorto fumando y con su voz cascada burlarse de los WikiLeaks frente a semejante revelación. Lo fantasee resignificando lo escrito en esas dos placas que coronan la entrada de lo que fue la casa de Brown. A esa que dice “Fuego rasante que el pueblo nos contempla”, pero sobre todo a la de enfrente, la que reza: “es preferible irse a pique que rendir el pabellón”. Lo soñé en este día del militante conmemorando -achacoso pero feliz- el haber elegido, de entre todos los oficios terrestres, el violento oficio de escribir”.