Un día muy particular
Sin ánimo de pillárselas de Nostradamus, uno puede con algún fundamento conjeturar que el miércoles 13 de abril de 2016 podría señalar un punto de inflexión en la política nacional.
¿Qué pasó?
Para citar uno de los zumbones titulares de Crónica TV: “Volvió Cristina y habló 1 hora y 10 minutos”.
Pero no se trató sólo de eso: lo hizo, bajo la lluvia, ante una inesperada multitud, que los más escépticos estimaron en cien mil personas y los entusiastas en trescientas mil. Como sea, una barbaridad, una –diríase en el barrio– bocha de gente que pocos esperaban.
Habló durante una hora y diez minutos en los que en materia de rating y espacio en las pantallas literalmente aplastó al simultáneo discurso del primer mandatario desde la ciudad de Salta, junto a un joven supervalor de estos tiempos de transformación y decadencia, un auténtico tonto capaz de definir el acto político más trascendente de los primeros meses del año, la movilización de cientos de miles de simpatizantes para recibir y apoyar a su líder, como “concurrir a prestar declaración con hinchada”.
Sólo en un país tan generoso una mediocridad de semejante calibre puede llegar a gobernar los destinos de una provincia.
Otro de los supervalores de estos tiempos fue agriamente insultado en el acto que tuvo lugar frente a los tribunales de Comodoro Py. Los exaltados fueron reprendidos por la ex presidenta: “Así no van a convencer a nadie”, dijo.
Hay críticas que son autocríticas. O, más bien, eso es la autocrítica. No la confesión, el público mea culpa que ansían los imitadores actuales de los interrogadores de la inquisición o el estalinismo metidos a falsos periodistas, sino el análisis y la reflexión sobre los eventuales errores que pudieron haberse cometido. Porque más que el arte de lo posible, la política es la estrategia para la victoria. Y cuando a lo que se llega es a la derrota, el remedio pasa por ver qué se ha hecho mal, pues los propios actos y la propia estrategia es todo lo que es posible modificar. Uno nunca puede modificar lo que hace el rival, y de nada vale quejarse de que sea más astuto, vil, acaso falaz; en cualquier caso, más hábil y capaz para llegar a dónde verdaderamente importa: el triunfo.
En diciembre –y muy especialmente en octubre–, el FPV llegó a la derrota por sus propios méritos, pero la solución no surge de la crítica feroz, ni del mea culpa, del ajuste de cuentas, de la defección o de la jactanciosa descalificación de las mejores virtudes de una fuerza política, tan propia de las mediocridades. Las soluciones provienen de una auténtica autocrítica, que como la mayoría de las cosas auténticas, suelen tener lugar en reserva, a media voz, fruto de una profunda introspección. Lo que de ninguna manera supone mortificación o arrepentimiento, flagelación, cilicio ni, mucho menos crucifixión. Bien sabemos que cuando de crucifixión se trata, quien acaba terminando en la cruz es el mejor de nosotros.
Durante una hora y diez minutos la presidenta (perdón: ex) habló. Y lo hizo como siempre, con una valentía y una decisión inusual en estos tiempos (y tal vez en todos). Y lo hizo desde el lugar que nunca debió haber abandonado, ni por descuido: no el de una "anomalía" sino el de una de las muchas “encarnaciones del movimiento nacional”. Que lo haya hecho desde Yrigoyen y no desde Artigas, pasando por San Martín y Rosas –otros de los grandes agraviados de nuestra historia– es apenas un detalle. Y un discurso político no es ni debe ser en ningún caso, una clase de historia.
Lo que la (¿ex?) presidenta dejó en claro es el lugar que ocupa, tanto ella como el movimiento político que expresa, en el largo camino de construcción de la independencia nacional, con sus avances y retrocesos, con sus victorias y siempre tan amargas y cruentas derrotas, plagadas de defecciones y decepciones.
La presidenta trazó una –con perdón de la redundancia– sintética sinopsis de la historia argentina del siglo XX y principios del XXI, que desarrolló con mayor amplitud en el escrito presentado antes el juzgado de Claudio Bonadío, que culminó con la llamada a la constitución de un frente cívico –o ciudadano o nacional– que defienda los derechos y la libertad adquiridas por los argentinos en el transcurso de la última década, reclamando a sus militantes que no hagan distingos entre las diferentes identidades ideológicas o políticas de sus eventuales o potenciales integrantes. La multitud respondió con una interesante (y auspiciosa) variación de una consigna emblemática del kirchnerismo: “Cristina, Cristina, Cristina corazón, acá tenés al pueblo para la liberación”.
Al pueblo.
Menuda diferencia: “los pibes” de la versión original suena simpático y a la postre legítimo –¿quiénes sino los jóvenes pueden marchar a la vanguardia de un proceso de liberación?–, pero cuando mentamos al pueblo ya hablamos de otra cosa.
Partidos políticos, organizaciones sociales, ONGes, sindicatos, comerciantes, empresarios, independientemente de cuáles hayan sido sus posturas en los años anteriores, son los llamados a integrar ese frente ciudadano y nacional, unido en base al objetivo de defender los derechos adquiridos por los argentinos, que ahora les están siendo conculcados.
Tal ha sido el llamado de Cristina Kirchner en su primera intervención pública desde el 9 de diciembre de 2015. La política, la construcción orgánica y política de ese llamado, ya dependerá de la sabiduría, sentido de la oportunidad, inteligencia y amplitud de quienes sean capaces de conducir y llevar adelante ese proceso que no vacilaríamos en llamar de reconstrucción del frente nacional de liberación, del movimiento político, social y cultural capaz de hacer de la Argentina una nación libre y de los argentinos un pueblo feliz.
Como sea que resulte, no es posible otra cosa que saludar este primer paso, la reaparición, en medio del erial del miedo, el escepticismo, la traición y la defección, de Cristina en la escena política nacional con un llamado a la constitución de ese frente de liberación. Debemos el acontecimiento al juez Claudio Bonadío.
En un acto que tal vez haya que agradecer a su –dicho en los múltiples sentidos del término–inconsciente, el juez acaba de realizar un último –casi diríamos que póstumo– aporte a la causa nacional que abandonó tempaenamente en sus tiempos de estudiante de Derecho cuando, de cafetero del concejal Marcos Raijer pasó a desempeñarse como amanuense de Carlos Corach para, no bien recibido, y sin ni siquiera tiempo de obtener la matrícula profesional, ser designado nada menos que juez federal.
¡Gracias Claudio!