Todos los miedos el fuego
Recién vuelvo de la calle, de un cacerolazo pequeño pero ruidoso en Saenz Peña. Que sirve, como el de Olivera y Rivadavia del que me cuentan mis amigos, como el de la quinta de Olivos o Urquiza que me avisan mis primos, como todos los de la Ciudad y La Plata, Córdoba y Santa Fe y también el de Rosario que muestra la TV ahora que volví de la calle y miro el debate.
Sirve porque en los barrios se escucha el repudio a un proyecto de Ley que reforma la previsión social esa que contiene a los chicos que reciben asignación para que estudien en vez de ir a trabajar, a las madres sin laburo y a los viejos.
Si escuché cacerolas y bocinas en el barrio, cree uno, el vecino razona en que el rechazo va más allá de los que hoy volvieron a caer en la provocación y tiraron piedras junto a los infiltrados y reaccionaron al abanico de policías que empezó todo en la esquina de Virrey Cevallos e Irigoyen. Los vi en las pantallas del diario cuando a las 12 levantamos las tareas e hicimos una asamblea informal para escuchar las novedades que trajo el delegado sobre nuestro futuro laboral y si había promesa de pago para completar los que nos deben del sueldo.
Miraba en las pantallas los piedrazos mientras nos organizábamos para ir a la plaza y me acordaba de las conclusiones y fundamentos de los ‘zurdos’ que conozco y que como solución creen que hay que romper todo porque viven en estado pre-revolucionario; también de los compañeros que laburan en los barrios y de los ojos de ira e injusticia diaria que tragan hace más de dos años los pibes que movilizan; me acordé del ala dura del peronismo y de lo chochamu de segunda línea de los sindicatos que le ponen el lomo al bombo y se pelean porque no les cabe una. Y entendí el cóctel.
Esta tarde estuve intentando con cinco compañeros de laburo llegar hasta la columna del sindicato que nos esperaba cerca de la plaza.
Y no. Nos frenaron los gases, las sospechas de encerronas que vimos venir en Santiago del Estero y Avenida de Mayo y después en la esquina de 9 de Julio. Estuve cagado y mirando a cada lado en todo momento; quería rajar y volver a casa y abrazar a mis hijos y a mi mujer.
Y sin embargo me quedé hasta que las columnas nos pasaban tristes, resignadas y con heridos. Llegaban mensajes al teléfono, alertaban acerca de la situación adelante, daban referencias para resguardarse. Dimos vueltas, hicimos esquina frente a un bar para espiar el debate en los televisores. Nos comimos un amago de festejo, de otro pequeño triunfo sobre el cese de la sesión y no.
Me fui con miedo por el centro, ese tan mío que supe curtir durante años como cadete, estudiante, trasnochado, repartidor de volantes, gestor jurídico, movilero de radio.
Esa sensación de inseguridad no me había atravesado nunca, nunca, ni en los peores 2000. Y eso que éramos carne de cañón adolescente al lado de las Madres, en Brukman, junto a los obreros sepias de Zanón, los locos del Bauen, los Metrodelegados, los centros culturales vigilados, los cortes de calles con más autos sin chapa que gente, las vigilias en marchas de la resistencia desiertas...
Hoy a la tarde desconcentré solo, caminé un par de cuadras y como varios, nos juntamos con las miradas los hombros hasta resguardarnos en el subte donde también hubo que frotarse los ojos y tirarse agua.
Volví a casa y abracé a los míos, los cagué a besos y apreté los labios mirando para otro lado.
Hacia allá...
Hoy es 19 de diciembre, otra vez, 16 años después, no somos los mismos y sí, pero no olvidamos y volvimos a las calles aunque nos corran a balazos (escribo esa palabra, la escucho ¡blam blam! y vuelve a darme miedo)
Esos todos que volvimos somos uno solo, se llama pueblo y como canta la murga, "cuando entona de bronca hay que ver si hay murallas que no se puedan vencer".
Abrazo de reencuentro.