Tierra. Miguel Galván era un campesino indígena de la etnia Lule-Vilela; tenía 40 años y trabajaba con su hermano Rafael en las tierras donde siempre vivieron sus antepasados, el paraje Simbol, en la provincia de Santiago del Estero, en el límite de Salta y Chaco. Una empresa agropecuaria con el curioso nombre de “La Paz, sociedad anónima”, decidió alambrar ese territorio y los denunció por usurpadores. Entonces comenzó el asedio. Fueron tiempos de hostigamiento, de exigencias de desalojo, de amenazas de muerte. Fueron tiempos de alertas del MOCASE –el Movimiento Campesino de Santiago del Estero, Vía Campesina, que integraban los Galván-, mientras la policía de Taco Pozo o de Monte Quemado, el gobierno provincial, los tribunales, permanecían en una indiferencia muy parecida a la complicidad. Una tarde los miembros de un Comité de Crisis del gobierno santiagueño llegaron a la comunidad de El Simbol; luego redactaron un informe: «Un párrafo aparte merece la situación de gravedad que significa el conflicto latente, relatado por pobladores, poniendo en riesgo constante sus bienes y la vida de las familias». Tan aparte habrá quedado ese párrafo que las palabras “gravedad”, “conflicto latente” y “riesgo de vida” -vaciadas de su valor premonitorio-, no tuvieron otro destino que su guarda cuidadosa en un cajón de una oficina pública. “Los compañeros defendían el territorio” –dijo Deolinda Carrizo, del MOCASE, al relatar el crimen que presentimos-, “se la hacían difícil al empresario y a sus matones, entonces Riso se llegó a la siesta, lo encontró solo al Miguel cuando daba agua a los animales y lo acuchilló”. La muerte de Galván no fue la primera ni la última; es apenas una hebra más de una inmensa trama que agónicamente tejen aquellos que mueren con una sencilla palabra en la boca: tierra.

Agua. Ramona Medina trajinaba sus 42 años por los estrechos pasillos de una villa conocida por un número -el 31-, por un nombre honroso –Carlos Mujica- y por ser el ávido desvelo del negocio inmobiliario de la ciudad de Buenos Aires. Referente de la organización barrial La Poderosa, coordinaba el área de Salud de la Casa de las Mujeres y Disidencias de la villa, y sostuvo por años un conflicto con el gobierno de la opulenta Capital Federal, reclamando la incumplida promesa de relocalizar su vivienda. Cuando arreció la pandemia, esa infortunada casa 79 de la manzana 35, habitada por ocho personas -cinco de ellas con riesgo de salud (la propia Ramona era insulinodependiente)-, no tenía suministro de agua. Todos recordamos sus ojos de implorante vehemencia en un video, abriendo una canilla seca: “Ocho días sin agua y nos piden que nos lavemos las manos… Nos piden que no salgamos a la calle, pero ¿¡cómo pretenden que no salgamos si tenemos que ir todos los días a comprar agua o a esperar que un compañero la traiga…!? Ya no sé de qué forma pedirles… No se puede vivir más en estas condiciones. Hay un virus que nos está consumiendo…!”. No olvidamos a Ramona mirando a la cámara cuando su voz ya era un quebranto, hablándole a Diego Santilli, el vicejefe de gobierno que declaró solucionado el tema: “Lo invito a ese señor a que venga a mi casa y se quede un día para ver el terror, el miedo a contagiarse, la desesperación de no tener agua”. Advertir esto y morir sucedieron en un pestañeo apenas. “Nos cansamos de gritar durante dos meses, todo eso que no quisieron escuchar” –escribió entonces La Poderosa: “¡Ramona no se murió! A Ramona la mataron los dueños del silencio, los cómplices de la indiferencia, los mudos de la justicia…”. Una fotografía suya ha sido muy difundida: una familia en torno de una mesa, el piberío, la pobreza…, ella en primer plano, bien parada, nos interpela con su mirada. Sólo eso. Es posible suponer que en su sueño postrero, llegando a los instantes finales de su luchada existencia, Ramona haya continuado clamando por algo tan simple: agua.

Aire. George Floyd había nacido en un barrio negro del sur de Houston –Texas- en los Estados Unidos de Norteamérica. Como tantos de los suyos, contaba con una especial destreza en los deportes (la Universidad del estado de La Florida le llegó a otorgar una beca para jugar al básquet) y en la música, gustaba del hip-hop y logró codearse con gente de renombre. Como tantos de los negros –inmensamente pobres-, el arco de su vida lo topó con una acusación de robo a mano armada y con una sentencia a cinco años de prisión. Buscó luego cambiar su horizonte migrando a Minneapolis, donde trabajó como seguridad en una tienda de Salvation Army, como camionero y como portero en el Conga Latin Bistro. Los que lo conocieron dijeron que “Big Floyd” –así lo apodaban por su gran estatura- era una persona entrañable y pacífica: un gigante amable, decían. Se ha conocido un video en el que deja clara su aversión por las armas de fuego, hace un llamamiento a los pibes negros para que se aparten de la violencia y “vuelvan a casa”. La pandemia lo dejó sin trabajo y la fatalidad lo cruzó con una patrulla policial que lo acusó de haber pagado en una tienda con un billete falso. Los breves o infinitos instantes en los que se consumen trágicamente los 46 años de su vida, han sido transmitidos a todo el planeta mediante un teléfono móvil –extrañas consecuencias de los avances tecnológicos-. El resuelto oficial blanco que lo arrestó, Derek Chauvin, tenía al menos 20 denuncias por su accionar violento y tal vez no era muy distinto del resto de la fuerza ni del prototipo del policía de las series televisivas norteamericanas que infectan al mundo con esa barbarie presentada como valentía y arrojo. Allí tenemos entonces la rodilla impávida de Chauvin sobre el cuello de un George Floyd que suplica, como una letanía infinita, I can't breathe, no puedo respirar, una, dos, mil veces, hasta que ese ruego dejó ese cuerpo y se transformó en consigna, bandera, grito enfurecido en el cuerpo de miles que tomaron las calles y la palabra. Una de las más vibrantes, Tamika Mallory, una militante del feminismo, por el control de armas y del movimiento Black lives matter, (Las vidas negras importan), dijo tras el crimen: “La razón por la que se están quemando edificios no es sólo por nuestro hermano, George Floyd, sino porque la gente está diciendo ya basta. No somos responsables por la enfermedad mental que han infligido a nuestro pueblo las instituciones del gobierno estadounidense… No nos hablen de los saqueos. Son ustedes los que han saqueado. EEUU ha saqueado a los negros y a los pueblos indígenas cuando llegaron aquí por primera vez. Saquear es lo que hacen ustedes…”. George Floyd murió implorando por tan poco, por lo más sencillo y vital que al final de sus días llenaba su pecho: aire.

Muchos nos preguntamos por lo que pasará cuando la memoria colectiva logre apreciar que la rodilla que mató a Floyd, los brazos que dejaron sin agua a la villa 31 y la mano que empuñó el cuchillo que tronchó la vida de Miguel Galván, pertenecen a un mismo cuerpo.

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