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Uno de los fenómenos argentinos que más le cuesta entender a los extranjeros así como a numerosos compatriotas que viven en el exterior, y al parecer ahora a varios diputados del FPV, es el de las formas que cobró la protesta social luego de la década de precarización laboral del menemismo, la continuidad delarruista y el colapso final del 2001.
El corte, primero parcial y luego total de la ruta 135 por parte de los vecinos de Gualeguaychú provocó el encono de pueblo y gobierno uruguayos, imposibilitados de entender por qué el gobierno argentino no procedía a despejar la ruta mediante el uso de la fuerza pública. Extranjeros y argentinos de visita también se asombran de que, grupos de diez o veinte porteños afectados por los cortes de luz, procedan a cortar, en diversos puntos, importantes avenidas de la ciudad, ante la pasividad de las autoridades.
Los argentinos que conservamos la memoria y los gobiernos que conservan la cordura, saben perfectamente de qué se trata, qué riesgos entraña disolver los piquetes y de qué manera el uso de las fuerza pública puede ser funcional a cualquier clase de provocación.
El nacimiento del corte de rutas como modo de protesta social fue simultáneo al proceso de entrega del patrimonio nacional, precarización laboral, desaparición de instituciones del Estado y debilitamiento de las organizaciones de la sociedad. Así, en General Mosconi y Cutral-Co, los miles de trabajadores despedidos de YPF encontraron en el corte de rutas el modo de hacer conocer su reclamo y hacerse visibles ellos mismos, ya sin empleo, sin sindicatos, sin empresa y en ciudades en vías de convertirse en fantasma. De igual forma, fue el modo de expresión de los excluidos del mundo del trabajo, de la seguridad social, de la salud y de la educación, agrupados en precarias organizaciones sociales pronto llamadas “piqueteras”, y acabó siendo el de la clase media en vías de extinción de finales de la década del 90.
La represión de estos piquetes cobró invariablemente numerosas vidas, reavivó la indignación, agregó motivos a la protesta y el baño de sangre provocado por la Policía Federal el 20 y 21 de diciembre llegó a costarle el gobierno a Fernando De la Rúa, así como al senador Duhalde, obligado a adelantar el llamado a elecciones luego de los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán.
Contrariamente al gobierno de la Alianza, que inauguró su administración con la sangrienta represión del corte del puente Corrientes-Reconquista, desde un primer momento Néstor Kirchner tuvo el tino de no reprimir las protestas sociales, dejando que siguieran su impulso y fluyeran de acuerdo a su propia dinámica y necesidades. Simultáneamente, su gobierno se abocó a desmontar las causas de esas protestas, cuya legitimidad nadie pone en duda, cuestionándose en todo caso sus formas. Por ejemplo, que un sindicato recurra al corte de calles es una desproporción y un disparate, pues tiene otras formas, más institucionales y en general más efectivas de reclamar. Otro tanto podría decirse de los cortes de rutas por parte de los empresarios rurales, que no hacían visible su existencia ni la de sus organizaciones, ya de por sí ominosas, sino que, al impedir el tránsito de mercaderías buscaban hacer efectivo el boicot comercial que habían decretado. Los piquetes por cortes de luz son otra desproporción, inusitada en localidades habituadas a que el servicio eléctrico esté a cargo de una cooperativa y no del Estado, como ha sido tradicional y se conserva en la memoria de porteños y vecinos del Gran Buenos Aires, al parecer incapacitados de entender que hace ya más de veinte años Carlos Menem borró a Segba de un plumazo, partiéndola en siete empresas de generación, transporte y distribución de energía eléctrica, finalmente privatizadas. A no ser que se pretenda su renacionalización, los piquetes por cortes de luz son inconducentes y absurdos: fastidian a los vecinos, alarman a los funcionarios, pero no le mueven un pelo ni le quitan el sueño a los responsables de brindar el servicio.
Sin embargo, el corte de la vía pública es la primera reacción ante cualquier dificultad o reclamo, y es inútil argumentar en su contra: es un modo de protesta naturalizado por el uso, que eventualmente caerá en desuso siempre y cuando la sociedad consiga reconstruir y/o construir más adecuados sistemas de representación y resolución de conflictos. Que fastidian, no hay duda, si para eso se hacen, para volver a los demás solidarios, aunque sea a la fuerza, con los propios padecimientos. Es cuestión de tiempo y de políticas, adecuadas o inadecuadas, que esa forma de protesta desaparezca o se reavive.
Nada de esto, archisabido por cualquiera que no sea un reaccionario recalcitrante, no evitó que a un grupo de diputados oficialistas se le ocurriera “regular” los piquetes. Uno se pregunta: si la política sigue siendo la de no represión de la protesta social ¿de qué modo creen estos diputados que se podrá garantizar que el piquete se desarrolle dentro de los parámetros que se proponen fijar?
Presumiblemente, el corte total de una vía de tránsito será ilegal. ¿Cuál sería la diferencia? ¿No lo es ahora? ¿No puede acaso un juez ordenar la disolución del piquete?
La cuestión es siempre cuál es el modo de hacer cumplir esa disposición. ¿Creen los diputados que por el solo hecho de que ellos regulen el modo en que debe conducirse un piquete, bastará para que las protestas se desarrollen “de acuerdo a derecho”? ¿No hará falta la fuerza pública?
Ante esa eventualidad, la mayor parte de esos mismos diputados pondrá el grito en el cielo. Entonces, ¿por qué no se dejan de jorobar con tonterías, perdiendo y haciendo perder el tiempo y contribuyendo tan eficazmente a la confusión general?