Las ilusiones alumbraban el inicio de la década de los sesenta. La revolución hacía pie en Cuba y Argelia. Se iniciaba la lucha por la independencia en los países africanos. África proyectaba dos figuras paradigmáticas: Patrice Lumumba y Nelson Mandela. La lucha por los derechos civiles de sus hermanos norteamericanos, con sus gigantescas movilizaciones, catapultaría al notable Martín Luther King y su histórico discurso en Washington “Tengo un sueño”. Un mundo distinto parecía posible. Las esperanzas chocaron contra cuarenta y cinco  kilómetros de cemento armado, que cortaban ciento noventa y dos calles. Otros 115 kilómetros rodeaban su parte oeste. El Muro constituía la frontera estatal entre la RDA y el enclave Berlín Oeste. Era domingo. El almanaque señalaba el 13 de agosto de 1961. Dos millones y medio de alemanes habían desertado del Este hasta entonces. ¿Por qué había que separar la Revolución del capitalismo? El stalinismo había desnaturalizado el socialismo hasta convertirlo en una caricatura. El desarrollo productivo que convirtió a la URSS en la segunda potencia mundial, no se traducía en la vida cotidiana. Los cohetes surcaban el espacio, pero los televisores no podían usarse más de dos horas continuadas porque se quemaban. Los burócratas constituían una casta privilegiada que conformaban la nomenclatura. Libertades elementales de la Revolución Francesa  habían sucumbido a cambio de seguridades económicas. Sobrevivían conquistas valorables que redimían tibiamente las viejas banderas socialistas: educación, salud, trabajo y en menor medida vivienda. Las restricciones a la movilidad y a la libertad de expresión eran profundas. Los gulags, la versión rusa de los campos de concentración, se erigieron como un monumento a la ignominia.

En el tercer mundo se encendían luces que se apagaban detrás del Muro. Los Beatles le ponían música a las esperanzas. El desarrollo increíble de los medios de comunicación perforaría los cuatro metros de altura de la barrera de cemento. La competencia de la guerra de las galaxias que emprendió el imperialismo en su faz financiera  representada por Ronald Reagan, devastaría la economía rusa. Gorbachov emprendió las reformas ( perestroika) y la transparencia ( glasnot) La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas empezó a desmembrarse. Se desmoronaba insólitamente. Como en una comedia que dejaba atrás un drama, el desencadenamiento del hecho histórico estuvo inserto en ciertas casualidades: Gunter Schabowski, el vocero del Politburó de Alemania Oriental, de regreso de sus vacaciones, convocó a una conferencia de prensa y leyó, entre otros anuncios, que “todo alemán del Este tendría ahora, por primera vez derecho a un pasaporte”.

Al difundirse la noticia, cuenta Michael Meyer, en su libro “El año que cambió el mundo”  “miles de alemanes acudieron en manada a los puntos de cruce a Occidente……La Guerra Fría terminó en el jolgorio espontáneo o, para ser más precisos, una fiesta callejera. Gente común y corriente, solicitando un cambio, se tomó el asunto en sus manos. Fueron ellos quienes tumbaron el muro, no ejércitos……Y luego bailaron sobre el mismo”      

El jueves 9 de Noviembre de 1989, los berlineses se subieron al Muro y lo destruyeron a pico y martillo con una rapidez que escapó a las previsiones de Gorbachov, Kohl, Bush,  Thatcher, Juan Pablo II, que desde el Vaticano jugó un papel trascendente. La escena parecía arrancada de una película de ciencia-ficción. Familias separadas se reencontrarían después de veintiocho años. El tiempo trascurrido marcaría distancias difíciles de superar. Los alemanes orientales y los otros pueblos que vivieron la experiencia del socialismo stalinista, pronto descubrieron que el capitalismo neoliberal real no era igual al que se asomaba por las pantallas de televisión. Han tenido que vivir una encrucijada en la que se dio cita la destrucción de las ventajas del régimen anterior con las taras del nuevo sistema. En general,  los jóvenes adhieren a lo surgido del muro demolido y los mayores que vivieron en el socialismo real añoran  algunas de las seguridades perdidas.

Alemania se ha convertido en el estado más poderoso de la Comunidad del euro. Y también en la locomotora y en el gendarme de las políticas del capitalismo salvaje. Grecia, Portugal, España, Irlanda, tal vez recuerden una frase que se le atribuye al héroe de la resistencia francesa y luego presidente francés Charles de Gaulle: “Quiero tanto a Alemania que prefiero que haya dos.”

Algunos historiadores, como Eric J. Hobsbawm, sostuvieron que el siglo XX fue un siglo corto que empezó en 1914 y terminó ese jueves 9 de noviembre de 1989. Los veinticinco años siguientes ya correspondieron al siglo XXI: ese del discurso único, del fin de la historia y de las ideologías, del capitalismo salvaje, del post modernismo, del desmantelamiento del Estado de Bienestar. Las sociedades que nacieron después de sepultar el Muro, se caracterizaron por acentuar la desigualdad. Y es un devenir lógico. En una simplificación extrema que deja demasiados matices excluidos, de un lado del Muro estaban los que en aras de la justicia sacrificaban la libertad y del otro los que en aras de la libertad inmolaban la justicia. Ganaron los últimos, y en el interior de cada sociedad volvieron a levantarse las piedras del Muro de Berlín. Son las rejas, las alarmas, la policía privada, los barrios cerrados, los guetos modernos que separa a los incluidos de los excluidos. A los sobre explotados de los desocupados. A esos Muros que aparta a un hombre de otro, en el territorio cruel de la injusticia. A esos Muros les tiene que llegar un 9 de noviembre. Hoy suena tan improbable como aquel jueves que cambió la historia. Esa que no está determinada en ningún lado y que escribimos cada día.

También hay hoy muros físicos como el caído en 1989, como el que separa a Méjico de Estados Unidos que abarca un tercio de la frontera,  a Israel de Palestina, a Ceuta y Melilla en la ocupación española, para impedir la emigración hacia el continente europeo, a India de Pakistán, a Arabia Saudita de Irak, a Kuwait de Irak, a Gaza de Egipto, entre otros.

Veinticinco años después, en nuestro continente hay territorios donde las depredaciones del neoliberalismo, del capitalismo financiero y su sector privilegiado, la bancocracia, abonaron el terreno para el surgimiento de gobiernos populares que con medidas reparadoras  y desplegando una   batalla cultural han desnudado las falacias del discurso único que levantó Muros en todo el planeta.