Modificar la evaluación punitiva
Una escena de la memorable película chilena Machuca describe con precisión el debate actual suscitado en torno a la eliminación del 1, el 2 y el 3 de la planilla de evaluaciones de los alumnos que concurren a los establecimientos primarios de Buenos Aires, la provincia más populosa del país. En la misma puede apreciarse la discusión entre aquellos padres que coinciden con la incorporación de alumnos provenientes de sectores populares a la prestigiosa escuela Saint Patricks, y quienes se oponen enfáticamente. Entre los argumentos esgrimidos por estos últimos, se encuentra uno, que quizás sea la piedra basal del edificio teórico neoliberal. Para dichos padres aquellos alumnos que no pueden solventarse la onerosa cuota mensual que cobra el establecimiento deben estudiar en otros lugares dado que sus padres son unos “flojos”.
Es que, para la concepción neoliberal del mundo, que da sus primeros pasos en el Chile de Pinochet, para luego extenderse como un reguero de pólvora por el mundo entero, los pobres son pobres porque quieren y porque “pobres hubo siempre”, con lo cual pareciera estar bien que existan ya que la naturaleza así lo dictaminó. Con esa lógica, la deserción escolar de amplios sectores se da debido a su falta de inteligencia y pericia para afrontar determinados problemas. No es la escuela, ni los docentes, lo que está fallando, sino los alumnos. Y por eso desertan o repiten.
Varios pensamos que las cosas son más complejas y que quizás se trate de uno de los tantos casos donde las responsabilidades por el proceso educativo sean compartidas. En efecto, estamos hablando de instituciones educativas creadas a fines del siglo XIX a la par del proceso de formación del Estado Nacional, con fines esencialmente disciplinarios y homogeneizadores en momentos donde vastos contingentes de inmigrantes poblaban nuestro país. Pero también hablamos de una mayoría de docentes formados en el siglo XX, que no recibían en sus aulas a sectores populares, ya que la deserción de estos era masiva. Es decir, se trata de un formato escolar que no ha variado en demasía desde su puesta en funcionamiento como una construcción social en la época mencionada. Pero si ha recibido, y lo sigue haciendo, sectores otrora marginados de la escuela. Entonces, cuando se habla de los “gloriosos años” de la escuela argentina, en realidad se está haciendo referencia a un pasado mitificado en el cual los jóvenes de sectores populares no estaban en ella. Se trata de una nostalgia. Y como la mayoría de ellas, es conservadora. Quizás algunos sectores extrañen la exclusión educativa a la que se vieron sometidos numerosas generaciones. Tal vez sean los mismos que critican con fiereza las nuevas universidades nacionales formadas en lugares impensados como José C Paz, Moreno, Avellaneda o Florencio Varela. O quizás sean los mismos docentes que dan una clase determinada en una escuela céntrica y otra en la periferia “porque a los chicos no les da la cabeza”.
Las políticas de inclusión educativa implementadas por el Estado Nacional desde el 2003, que derivaron en un aumento sustantivo de la inversión educativa, en la construcción de edificios escolares, en la proliferación de becas para todos los niveles incluyendo el posgrado, en la impresión de más de 67 millones de libros, en la creación de 9 Universidades Nacionales, en la formación del Ministerio de Ciencia y Tecnología o en la del Canal Encuentro, han traído tensiones entre aquellos que creen que evaluar significa controlar o tener poder punitivo y aquellos que creemos en la adquisición de conocimientos a través de un proceso diferente para cada uno de nuestros alumnos según sus tiempos y necesidades.
Bienvenidas sean estas discusiones, pero que las mismas sean para darle lugar a los chicos, y no para poder seguir estigmatizándolos o frustrándolos con un doloroso 1, que en muchos casos puede servir para que esto sea revertido, y en otros tantos no, lo que redunda en dejar truncas varias trayectorias educativas. De esto se trata en última instancia, de no dejar a nadie afuera de las aulas. Elevando el nivel educativo, democratizando los saberes de los docentes para que los conocimientos impartidos no distingan entre barrios y clases sociales, y sobre todo, confiando en los chicos que concurren a la escuela, no sometiéndolos a la violencia del número que clasifica, y en muchos casos denigra.