Mis viejos y la maldita pandemia
Llego a la casa de mis padres con las bolsas del mercado, necesidades que tenían y algún que otro deseo que me manifestaron en la videollamada en la que intentaban entrar los dos, haciendo tontos malabares. Toco el timbre y sale papá, una vez más. Abre la puerta, titubea, una vez más. Codo donde antes hubo beso y abrazo sostenido.
Dejo las bolsas en la cocina y saludo a mamá desde lejos, como un vecino. Me pongo alcohol en gel. Quiero quitarme el barbijo, para besarlos, para que las palabras con las que lleno el vacío de este tiempo impensado no se ahoguen con el vapor de mi angustia.
“¿Conseguiste los chinchulines?”, me pregunta mamá desde el sillón que la contiene de los achaques de la vida. “Sí, vieja, te traje los mejores chinchus del oeste”, le respondo. Papá sigue de pie, incómodo. En la tevé, un documental de pesca, una de nuestras pasiones compartidas. “Ya iremos a pescar, viejo”, le digo, y el barbijo me asfixia.
Están en la etapa de la vida que hoy se dice que es la zona de riesgo. Desde hace tres meses mamá no sale más allá de la puerta de calle; y papá, solo a sacar la basura y darle arranque al auto que sigue allí afuera, como un perro obediente. Cruzamos dos o tres palabras, dos o tres preguntas, dos o tres silencios. Todo lo que podemos decir remite al maldito coronavirus que dividió nuestras vidas en dos.
En el pasado quedó la cercanía afectiva, el asado familiar y el truco. Hoy todo es distancia, mandados y besos por celular. Me vuelvo a poner alcohol en gel, como un tic nervioso. Mamá sigue sentada en su sillón.
Sobre la mesa, la lapicera y las palabras cruzadas con casilleros en blanco, con vacíos entre palabras, como entre nosotros. Papá va hasta el fondito, pasa por detrás de la mesa, lejos, regresa con una planta de albahaca y la deja en la puerta, cerca de la salida. “Tiene raíz, podés plantarla”, me dice. Me bajo un poco el barbijo, para respirar, para oler la albahaca por encima del alcohol en gel, para oler el hogar de mis padres.
El pescador de la tevé levanta una carpa y la devuelve al rio. Papá mira melancólico. Estamos frente a la pantalla, frente a ese rio virtual en el que ayer estábamos pescando los dos. Mamá pregunta por sus nietos, mis hijos. “Qué ganas de verlos”, dice, y baja la mirada. Le digo que falta poco, y levanta la mirada.
Pueblo con palabras el casillero vacío de su desesperanza. “Laven todo”, indico señalando las bolsas, como si fuera el padre de ellos. Cuidarlos como me cuidaron, así es la vida. La incomodidad de papá ahora es mía. “Maldita pandemia”, pienso una vez más. Cada día que pasa es un día menos, ya se sabe, pero ahora estamos cercados por el virus que amenaza con la posibilidad de que cada día sea el final.
Me ahoga la incomodidad de la distancia sin abrazos ni besos, de tapa bocas y de tapa sonrisas, del asqueroso olor a gel y lavandina. Siento ganas de quedarme, pero me tengo que ir, soy el que viene de la calle, el representante de la pandemia. “Bueno, me voy”.
¿Acaso diez minutos fueron demasiado? ¿Qué toqué? ¿Debería haberme quedado en la calle, dejarles las bolsas y salir corriendo? Recojo la albahaca. Mamá se levanta del sillón. Llegan los dos hasta la puerta. Yo ya estoy en la calle. Ni codito ni un carajo. Retrocedo. Calculo un metro y medio, me bajo el barbijo y les digo: “Los amo, viejos. Cuídense”.
Antes de subir al auto los contemplo y siguen allí, parados en la puerta de calle, juntos, como hace más de cincuenta años. “Pasaron por tantas cosas los viejos, que de esta van a zafar también”, pienso, deseo, mientras manejo inundado de olor a albahaca.