Suponer que se puede comprar la felicidad argentina es un supuesto que no aspira al éxito. Nuestra felicidad política y social no se vende porque no se compra. Haya sol o no haya; o llueva como ahora. Se disfrute mateando bajo techo o nos manoteen la cadenita en una calle sin luz dicroica, o se esté sano o enfermo. La vida es un surtido que el destino bate y a uno le cae o lo golpea o acaricia. Los felices no negamos la fatalidad ni la perseguimos con cazadores de seres humanos. Nuestra Argentina no se vulnera ni apaga con sensaciones ni instigaciones, o con modas de “injusticieros” lanzados a la pantalla como grupos de tareas tardíos. Y que se creen impunes como si aún estuvieran en el pasado. No existen vaharadas mediáticas de aliento fétido ni hay malhumor avieso que puedan convencer de la mentira del Estado ausente. Pregúntenles a los sojeros y a los dolaristas sobre su ausencia. Corporaciones como la de Clarín y la Sociedad Rural ya no saben cómo hacer para que el Estado se profugue para siempre. 

Tampoco se desgracia la Argentina por la acción de candidatos opositores a los que, por naturaleza política, les sale con entusiasmo el brutal discurso del crimen y el del desaliento congénito. Y  para qué hablar del enanismo reaccionario, fascista y gorila que se agazapa y salta enardecido desde adentro de tantos comunicadores que posan de gigantes, por lo que les pagan auspiciantes, estos si de verdad gigantes. Y por sumar simpatizantes permeables a la comodidad de dejarse pensar por ellos y así tener tiempo para el shopping y, si cuadra, verduguear a un presunto en patota autorizada por sí misma al linchamiento.

Siempre al “desdichadismo”- versión elevada del pesimismo y malhumorismo- se le ocurre alguna estratagema de miedo en contra del pueblo. Pero nunca consigue atraer sino a sectores, nunca a militantes sino a vecinos y vecinitos; y nunca a ciudadanos que renuncian a ser tales, sino a rezongones, indignados y al hipocresismo ético.

Pero sucede que la felicidad conseguida “ felizmente” en la Argentina es a prueba de malos deseos y de augurios sombríos. Somos felices por motivos hondos y gozosos. Y popularmente integradores y compartidos.  Y sabemos que esta felicidad no vende en los medios que sólo compran “mala leche”. “El periodismo es el oficio más maravilloso del mundo”, dice una fantasiosa y obsoleta leyenda que la actualidad desmiente, ya que es hoy un oficio que únicamente mantiene una arrogancia líquida. Y una autocrítica en la que nadie se inmola en el confesionario propio.

La felicidad tampoco vende en grupos sociales que aún llevan dentro densidades punitivas de clase, prejuicio y  discriminaciones zonales. La cultura popular y de democrática tarda más que la venganza lombrosiana y étnica.

Si somos capaces de enamorarnos, de divertirnos, de confraternizar, socializar, consumir, proyectar, aspirar y soñar, y vivir, y morirnos desde el lugar en que estemos ubicados, ni se piensen que van a comprar nuestra felicidad con algún cuento, por más terror que infunda su argumento.

Nuestra felicidad no se vende. Porque no se compra.

Y ninguna moda negra más, la oscurece.