El desinterés: la forma oculta de los intereses
Fueron un puñadito. Recurrieron a todo el arsenal intelectual que poseían y, en coordinación o en soledad, construyeron un andamiaje teórico para mantener en pie algo de seriedad académico-política frente a lo que la chantada Fukuyamezca estaba dinamitando a fuerza de charlatanería sostenida con multimillonarios fondos, tráfico de ideología con verdadero poder de fuego directo, drones de ideas perforantes directo a las cabezas y el juego de la globalooney a todo vapor. No eran los preferidos de aquellos supuestamente prestigiosos atriles universitarios pero dieron la pelea más digna y cuesta arriba de los últimos –por lo menos- cincuenta años del mundo de las ideas. Fueron los que se animaron, en plena burbuja del fin de las ideologías, a plantar bandera y gritar que, señoras y señoras, la historia no se ha detenido, ni se detendrá porque es -lo saben bien los marxistas pero también ya a esta altura quienes no lo son también- siempre habrá conflicto y es éste el motor del movimiento de la vida de los hombres. Y mientras haya humanidad, habrá sujetos políticos.
Fredric Jameson aullaba desde su “Ensayos sobre el Posmodernismo”, un libro de principios de los años 90: “Parecería ocurrir en el debate posmodernista, y en la sociedad burocrática y despolitizada a la cual corresponde, en donde todas las posiciones aparentemente culturales resultan ser formas simbólicas de moralización política, excepto por la única evidentemente política, lo que sugiere nuevamente, un desplazamiento de la política hacia la cultura. Tengo la sensación, de que la única salida adecuada fuera de este círculo vicioso, además de la praxis en sí misma, es una visión histórica y dialéctica que intente capturar el presente como Historia”.
James Petras, uno de los duros duros de la izquierda estadounidense, recurrió a un juego de palabras propio del inglés para cachetear rapidito y con efecto a eso del fin de las ideas y del mundo global y uniforme: Baloney, en inglés, quiere decir tontería. De allí que en lugar de utilizar la palabra globalización inventara el neologismo “globalooney”: globalización de la tontería. El argumento principal de los defensores de la globalización es que estaríamos viviendo una economía globalizadora, una economía supranacional donde las naciones y los Estados serían anacrónicos, sostuvo Petras. La cuestión, sería, entonces, encontrar formas de gobiernos supranacionales, o sea, las multinacionales. “Debemos cuestionar –escribió- todas las premisas. En primer lugar, la novedad misma de la globalización. La circulación y la producción extra nacional tiene la misma larga historia que el capitalismo (…) Hablar de globalización en sentido homogéneo de que todos estamos metidos en economías interdependientes, que todos ejercemos una influencia recíproca, es totalmente falso. Porque el dinamismo está ubicado en algunas clases y algunas regiones, mientras que otras están afectadas de forma asimétrica”.
Terry Eagleton batió el parche con firmeza y tanto en su “Ideología” como el “Las ilusiones del posmodernismo” lo dijo de modo bello. Ese pasar de todo, tan pregonado por los chantunes vociferadores del “no hay nada que hacer porque la Historia (no la disciplina, sino el movimiento social de los sujetos, es decir, la posibilidad de transformación) ha muerto”, puso a este profesor de Oxford en la obligación de gritar un “basta fuerte” y lo escribió así: “Tanto para Nietzsche y Heidegger como para Marx, somos seres prácticos antes que teóricos. Y en opinión de Nietzsche, la noción de desinterés intelectual es por sí misma una forma oculta de interés, una expresión de la rencorosa malicia de aquellos que son demasiado cobardes para vivir peligrosamente” y las “implicaciones políticas” de estos movimientos no son otras que “expulsar el deseo del sujeto (para) enmudecer su grito potencialmente rebelde.
Eduardo Grüner, por estas tierras, se animó con el genial “El fin de las pequeñas historias” y desde allí disparó: “El posmodernismo –término que empezó a generalizarse en la arquitectura norteamericana a principios de los setenta- se consagró con el derrumbe de una construcción, el muro de Berlín, y él mismo se derrumbó con la caída de unos edificios en Nueva York. Había especializado la experiencia, había eliminado, con los tiempos ‘reales´ de la informática, la densidad de los tiempos históricos”. Pues, “se terminó la era de los simulacros, volviendo a Žižek, hemos sido arrojados al desierto de lo real”.
Estas citas son apenas algunas.Porque hubieron los Edward Said que no detuvieron ni su producción intelectual ni su denuncia de las atrocidades de los actos terroristas de los Estados Unidos, la OTAN o Israel; los Nicolás Casullo que metieron el cuchillo en el debate Modernidad-Posmodernidad; los Samir Amin o los Slavoj Žižek que, enojados, nos pintaron la escena de aquel presente; los Eric Hobsbawn que mantuvieron su prestigio y calidad pero que no fueron best sellers.
Toda esta parrafada de citas de libros de profundad densidad teórica para dar cuenta de algo que atraviesa la Argentina estos años, estas semanas, estos días, incluso estas jornadas en la Ciudad de Buenos Aires. Porque lo pequeño que vivimos por estas horas es hijo, ejemplo, parte de un todo; una fotografía de la película completa de este inmenso cambio de paradigma que atraviesa el mundo. Y esta disputa de ideas no es nada menor porque aceptar como diagnóstico esta transformación o negarla da cuenta de si quien habla es alguien de ojos y cabeza abierta u otro que pretende hacernos creer que nada se ha modificado para llevarnos de vuelta a este cercano pasado de inmovilidad de apatía.
Los gringos la tienen más fácil en el lenguaje. Ellos tienen el término History para dar cuenta de la Historia y la palabra story para referirse a esos relatos más pequeños, menores, como un texto periodístico. Nosotros, con el castellano, sólo podemos defendernos con la mayúscula; con una H grande para pisar fuerte y marcar que no nos pararemos nunca en aquella tontería berreta del fin de la historia, las ideologías y todo lo que tiraron por la borda cuando el capitalismo cultural determinó anestesiarnos. La misma mayúscula que debemos usar con la P de Política, porque esa trampa está en el aire también para eso.
Se ha avanzado: los diarios, por ejemplo, los que más nos jugaron la ideológica –sin avisar, de más está decirlo, aunque lo diremos igual- dividiéndonos el pensamiento en secciones, o sea diseccionándonos el razonamiento en secciones periodísticas como política, política nacional, política internacional, política económica, economía, finanzas, mercados, managment, economía internacional y varios etc. más se vieron obligados en estadéada a parar la pelota y crear espacios como El País. Es decir, no pudieron escapar al clima de época, el que corrió velos y nos mostró que las decisiones tomadas en una esquina de la administración del Estado están íntimamente vinculadas a lo que suceda en la terminal administrativa y política del rincón más lejano.
Cuando nos loteaban la información –la forma más perversa de impedirnos conectar hechos- tenían un supuesto motivo inherencia a la propia disciplina. ¿La excusa? Practicidad periodística. ¿El objetivo político? Impedirnos vincular lo que ME pasa de lo que NOS pasa. Construirnos un mundo individual mientras del mundo en serio, del grande, del de los poderes y el dinero, se ocupaban ellos y el resto de las corporaciones, las de las armas, las del dinero y las de las mentes.
El TodoVaConTodo presidencial tan de moda por estos días no es nuevo y los editores se dieron cuenta. Bien cerquita del 2003 y de aquella fenomenal y rotunda afirmación del entonces candidato Néstor Kirchner de “mi ministro de Economía voy a ser yo”, frase brindada como respuesta a los preocupados cronistas de antaño que ponían por encima de la autoridad presidencial la tecnocracia del edificio de Hacienda, los diarios tuvieron que juntar todo, meter violín en bolsa y salir con sección única en la cual se colocara toda la información del quehacer nacional. Porque la economía es política y las decisiones presupuestarias son político-ideológicas, “estúpido”.
Por aquellos tiempos aciagos del desierto como toda expresión posible, “la política” era algo –en el discurso dominante- bien diferente de “lo político”. Para decirlo fácil y que se entienda bien: la política era sólo la rosca, la campaña y la cuestión electoral. Incluso hoy hay algunos distraídos –propios, ajenos y de varias de las especies- que no tomaron nota del cambio. Se lo hacen mucho al Jefe de Gabinete Aníbal Fernández cuando con su vozarrón inunda las radios y pone agenda a fuerza de laburo y bocho cada mañana. “Ministro, lo saco de estos temas y lo meto en la política”, le dicen. Él, resulta, venía hablando de fondos buitres, la gira de Cristina por Rusia, la colocación de los Bonos 2014 o la actuación de Sandra Arroyo Salgado en la novelita Nisman, pero el sesudo periodista consideró que todo aquello no era política, sino vaya uno a saber qué y decide rotar la conversa a lo electoral, es decir, lo que para su cortita capacidad es “LA política”. Supongo que Fernández bufa por adentro, pero debe mantener ciertos modales en público y ha de ser por eso que no cachetea con la retórica en ese punto. Fernández, la otra, ya sabemos qué hace con tamaña burrada: se para en el atril de las Naciones Unidas o de cualquier Cumbre que le cuaje y le canta las 40, las 50, las 60 al poderoso que sea, Barak Obama o el anarco capitalismo, da igual.
Así las cosas, las elecciones y sus resultados en tanto artículos específicos de esa temática ocuparon las correspondientes 24 o 48 horas tanto en portadas como en noticieros. Y eso no quiere decir que no importe “La política”, sino todo lo contrario. Significa que nunca en nuestra historia reciente como ahora importa “lo político”. Es decir, los que nos quieren diseccionar la perspectiva no han podido con el vendaval de la política, con el aluvión de ésta. Así, un lunes, le encajaron el “importante triunfo” opositor a los resultados de Mendoza y Santa Fe y se convirtieron en la experiencia de envejecimiento más pronta de un diario: a las 4 de la mañana estaban en la calle y esa de la tapa ya era info atrasada porque ni fue tan importante ni se sabe con exactitud si hubo triunfo. Pero ya, martes, miércoles, jueves, viernes e incluso sábado no pudieron escapar: Nisman, Rusia, Vaca Muerta, los llamados “ilegales” de Europa y la barbaridad xenófoba del diario inglés The Sun, el ridículo de Griesa, el gesto de tremenda “modernidad” del Papa Francisco y su confirmación de su visita a Cuba, la foto bien ocultadita del abrazo de Maradona y el líder Vaticano (D10s y el Papa, al decir de nosotros los maradonianos) con una señora de pelo cortito detrás pero muy cerca y que no es otra que Marta Cascales (la esposa de quien es el mismísimo demonio para algunos, Guillermo Moreno), el republicanismo del Presidente de la Corte tan opositor a las reelecciones pero re re re electo en su puesto en un “por las dudas” de dudosa ética, la interna de la familia/partido judicial donde se juegan la operación Bonadío/Hotesur y el cascotear al fiscal Javier De Luca, que acabó con la fantochada Nisman para permitirnos a los argentinos exigir la verdad sobre la muerte de Nisman. “Lo político”, de lleno en las primeras planas relegando a lo electoral (lo que los mediocres llaman “la política”) al lugar que le corresponde, el de resultado del acto cívico de un país que ejerce la política con gestos soberanos tanto individuales como de Estado.
Y porque la disputa no ha terminado sino que lejos de ello vive su momento más culmine y determinante, no es casual que los dos diarios más poderosos hayan llevado el fin de semana dos notas en las cuales se pugna por volver a aquello de que la política es una ínfima parte de lo que sucede, hacemos y ocurre. “El deporte de la política”, firma uno de los poderosos de Clarín y escribe: “en realidad, lo que necesita la política son personas democráticas, inteligentes, interesadas en la cosa pública y en el servicio a la sociedad que garanticen idoneidad y decencia”. Una afirmación que, si viniera de otro, uno podría pensar en la profunda ignorancia del escribiente, pero viviendo de él no es otra cosa que un acto de profundo cinismo, en el cual se muestra más como un amigo de Heidi, de Pedro, e incluso del abuelo de la niña de los prados, que como el gran conocedor de los recovecos del entramado. En el diario centenario, en cambio, no salen ellos con el cuchillo entre los dientes. Siempre han sido más elegantes. Ponen a un “analista”, y vaya esto con muchas comillas” que escribe PARA La Nación. El título del artículo es “La politización perversa del kirchnerismo” y dice allí el opinólogo: “un ex funcionario técnico del Ministerio de Economía recuerda con dolor el día en que Néstor Kirchner le pidió la renuncia a Roberto Lavagna, justificando su decisión con una frase punzante, que anticipaba el concepto de administración que regiría en adelante (…). "Mirá, hasta acá vos y yo cogobernamos; yo asumí la presidencia con más desempleados que votos. La mitad de esos votos me los diste vos. Bueno, ahora se acabó el cogobierno y el ministro soy yo". (…) El kirchnerismo se vanaglorió de politizar la sociedad. Al cabo de una larga década, no hay evidencias, más allá de casos circunscriptos, de que lo haya logrado. En cambio, llueven los testimonios de una politización perversa: la de los cuadros administrativos del Estado, al que se ensalza en la retórica, mientras se lo debilita en los hechos, persiguiendo y desplazando a sus artífices más calificados”. En criollo: todo el poder a la tecnocracia supuestamente desinteresada para mandar a los gulags a los políticos que no se comen en versito de que lo político es apenas administrar las decisiones que vienen de arafue.
Que nos quede claro: No les importa tanto que el país se vuelva opositor como que se quede quieto; que vuelva al efecto anestesiado de los años noventa, que retorne al desierto, que se meta otra vez en la Matrix. Los poderes reales, los de siempre, los perdurables nos quieren rabiosos para usarnos de vanguardia en la gesta por tumbar a quienes transforman y le sostienen la pulseada. Pero cometido el acto, nos volverán a lanzar al efecto durmiente del “¿y a mí qué me importa?”, el “la política es sucia” o el “que se vayan todos”, sencillamente para quedarse ellos.
Eagleton lo dijo mucho mejor de lo que yo podría hacerlo jamás, así que no voy a esforzarme en parafrasearlo cuando sus palabras resuenan poderosas: “Si las personas no combaten de manera activa un régimen que las oprime, tal vez sea porque han absorbido sumisamente sus valores dominantes. (…) Los medios de comunicación se perciben a menudo como un potente recurso por que se difunde la ideología dominante, pero esta suposición no debería aceptarse de manera incuestionable. (…) Muchas personas dedican la mayor parte de su tiempo de ocio a ver televisión; pero si el ver televisión beneficia a la clase dominante no puede ser principalmente porque contribuya a transmitir su propia ideología al dócil populacho. Lo importante desde el punto de vista político de la TV es menos el contenido ideológico que el acto de contemplarla. El ver la televisión durante largos períodos confirma funciones pasivas, aisladas y privadas de las personas y consume mucho más tiempo del que podría dedicarse a fines políticos. Es más una forma de control social que un aparato ideológico”.
No lo dijo Eagleton y no sé si lo diría porque no creo que conozca mucho de rock argentino. Así que lo digo yo: Nos quieren quietos. No les demos el gusto y como dijeron los de Billy Bond y la pesada y como canta habitualmente Ricardo Mollo con Divididos, “Salgan al sol, revienten. Salgan al sol, paquetes. Salgan al sol”.