Adelanto de 'El gobierno de los Cínicos'
En la antigüedad, se llamaba “cínico” a quien, desde su insolencia plebeya, desafiaba al poderoso y, con esa actitud, ponía en riesgo la vida. El cinismo nunca pretendió ser una Escuela de pensamiento ni enseñar una determinada doctrina; más bien denunciaba a la sociedad de su tiempo a través de acciones concretas. Así, en una cultura en la que florecía la palabra, Diógenes, el referente del cinismo, elegía comportarse como un perro orinando, masturbándose y ladrando incluso en medio del ágora. Más allá de un sinfín de anécdotas casi escatológicas, la más citada es aquella en la que en pleno auge de su poder, Alejandro Magno se encuentra con Diógenes echado en el piso. En esa circunstancia, el emperador macedónico le habría preguntado al cínico “¿Qué deseas?”, como gesto magnánimo de quien todo lo puede y la respuesta de Diógenes habría sido: “deseo que te apartes porque me tapas el sol”. Independientemente de su veracidad, una anécdota como esta grafica la actitud cínica y su valentía frente al que todo lo tiene.
Si se pudiera resumir o sistematizar los valores que las actitudes cínicas buscaban transmitir, sin duda, se debe resaltar una apuesta por la libertad entendiendo a ésta como autodominio capaz de prescindir de los derechos, del Estado, de la comunidad y de cualquier bien material, incluyendo casa, ropa y dinero. Despreciados por la sociedad ateniense y luego por los romanos (si es que se acepta que muchas de las sectas que pulularon en los primeros siglos del imperio habrían abrevado en el cinismo antiguo), con el tiempo, el término “cínico” se reservó a aquellos que mienten aviesamente sin pudor o que, con distintos recursos, defienden lo que es difícil de defender. Pero el cambio más curioso ha sido otro. Me refiero a que lo más relevante ha sido que la insolencia del que nada tiene devino prepotencia del que lo tiene todo y el cinismo se transformó en el rasgo distintivo de una cultura atravesada por un capitalismo que exalta el tiempo presente y ofrece antidepresivos a quien no pueda sobrellevar la obligación de ser feliz. Para decirlo con la anécdota anterior, hoy el cínico es el emperador y su cinismo radica en espetarle a sus súbditos que él es el emperador y que ellos no merecen serlo porque no han hecho mérito suficiente. Frente a ello, el súbdito no se insolenta sino que asume como tal su condición, la justifica y toma pastillas para poder tolerar esa carga.
Asimismo, si bien la cultura meritocrática ha sido esencial al liberalismo, se ha exacerbado con este poscapitalismo que enarbola el ideal del empresario de sí mismo que con new age y palermitanas meditaciones cool deposita en el individuo la responsabilidad de los fracasos al tiempo que desentiende del asunto al modelo económico, al sistema y a las políticas públicas de los gobiernos liberales. Pero el vértigo de circulación de signos a ser consumidos que caracteriza a este poscapitalismo, necesita de una sociedad completamente interconectada y deseosa de intercambio tal como se puede observar en las redes sociales. Se trata de una sociedad que llamo “de la iluminación” porque denuncia al Estado “Gran Hermano” que todo lo vigila pero voluntariamente fomenta la exposición de la intimidad. En otras palabras, si durante el siglo XX, de lo que se trataba era de sostener espacios de intimidad libres de la intervención estatal, de no ser visto, hoy en día, volcamos toda nuestra información, elegimos que nuestra intimidad sea iluminada con reflectores que voluntariamente dirigimos hacia nosotros y aceptamos que el reconocimiento social pase estrictamente por cuántos Me gusta tiene mi última publicación o por cuántos seguidores tengo en la red social de moda.
A su vez, el cinismo, el poscapitalismo y la sociedad de la iluminación acompañan a otro fenómeno, el de las “democracias idiotas”. Se trata, ni más ni menos, de democracias en las que se legitima en las urnas y se celebra que los administradores de la cosa pública sean aquellos que desprecian lo público, a pesar de que en la Atenas de Pericles, estos sujetos eran considerados peligrosos por renegar de su ciudadanía. Efectivamente, no se trata de democracias “idiotas” porque los votantes o los dirigentes sean tontos. Hay votantes y dirigentes tontos (en todos los partidos) pero lo esencial es que las democracias actuales van a contramano de la democracia originaria en la que solo se podía ser libre participando activamente de los asuntos públicos y se llamaba “idiota”, ya no a quien tuviera algún déficit cognitivo, sino a aquel individuo egoísta encerrado en su esfera privada que miraba con desprecio los asuntos de la comunidad.
Los sorpresas electorales que se vienen dando en el mundo en los últimos tiempos parecen confirmar este punto de vista. Así, aquel cartel que, en una protesta en Madrid, rezaba “Nunca subestimes a un idiota, un día puede ser tu presidente”, resulta hoy una advertencia con destino universal.