El arte de cazar coches de la Fórmula 1 cuando no tenes entradas
La pista del Gran Premio de México colinda con una de las zonas populares de la capital donde los que no tienen boletos se las ingenian para verlo igual.
Nota 'El País':
Luis García veía desde unos barrotes marrones la pantalla gigante del autódromo Hermanos Rodríguez. “Me encanta el ruido de los motores”, enfatizaba. Mientras hablaba también escuchaba el sonido de aquellos coches de la velocidad. Él encontró uno de los pocos puntos que deja ver el espectáculo del Mundial de la Fórmula 1. Era sobre la calle de Oriente 217 en la colonia Cuchilla Agrícola Oriental, considerada como una de las demarcaciones de la capital con mayor inseguridad. Pero desde hace un año, con el regreso del Gran Premio, se ha convertido en un fortín que dura solo un par de semanas.
“Vi que había boletos desde 500 pesos [26 dólares], pero no nos dejaron pasar a taquillas”, decía con total seguridad García, quien días previos había consultado en Facebook una inédita promoción de entradas con más del 75 por ciento de descuento. Era falso. Quienes le impidieron el acceso, según relata, fueron los encargados de seguridad. Viajó desde el Ajusco, en el sur de la ciudad y se hizo más de una hora de camino. A pesar de ello, mantenía el júbilo de ver pasar, en menos de un segundo, a sus ídolos a la distancia.
Sumergirse al mundo del lujo de los motores implicaba llevar la cartera abultada. Dentro del autódromo, los precios de una cerveza sencilla llegan hasta los 160 pesos, unos 8 dólares. Para aguantar los severos rayos de sol, uno puede comprase una gorra con el logo de las principales constructoras: Ferrari, Red Bull y Mercedes, pero para eso hay que desembolsar desde 1.200 (63 dólares) hasta 1.500 pesos (79 dólares). Lo más asequible es una botella pequeña de agua por 30 pesos (1,5 dólares).
El ambiente lujoso de la pista contrastaba con un barrio popular a 2,5 kilómetros de la terminal Pantitlán, la mayor estación del metro y una de las embocaduras de la capital mexicana. Si algo ha caracterizado a las dos ediciones del Gran Premio de México ha sido el tráfico en la zona, lo que obligó a que los espectadores llegaran con más de una hora de antelación o que utilizaran el transporte público. “Llegamos en metro, es la única vez en el año en que nos subimos”, dice José Manuel acompañado de sus dos hijas.
“El problema es que cierran las calles, como residentes nos restringen el paso”, reclama Daniel Cruz, un chico que está al frente de un puesto en la calle de frituras. Él junto con su madre, Lupita Arenas, vive en la Cuchilla Agrícola Oriental, en donde para pasar con un automóvil deben presentar una identificación, algunos vecinos no tienen actualizado su domicilio. El tránsito de los asistentes al Gran Premio de México ha permitido que la venta de sus papas a la francesa suba, “lo que vendemos en un fin de semana, ayer lo vendimos en un día”, afirma.
Las autoridades colocaron dentro del autódromo unos muros de más de dos metros “para que no pudiéramos ver, ni vender a las personas de adentro (de la pista)”, comenta Daniel Cruz. Los negocios en la periferia tenían prohibido vender en la calle, por lo que se las ingeniaron para abrir la puerta de sus casas y desde dentro vender comida, cervezas y ropa deportiva.
En las afueras de la pista el tránsito de los asistentes no se detenía. La mayoría de ellos coincidía en algo, el color rojo de sus camisetas y gorras en honor a Ferrari. La escudería italiana es una de las favoritas de los mexicanos. Sólo unos cuantos traían la indumentaria de Force India, la del chico consentido del fin de semana, Sergio Checo Pérez, a quien no le fue tan bien en los entrenamientos ni en la clasificación.
Para poder cruzar la avenida Churubusco, una de las principales arterias de la capital, hay que hacerlo a través de un puente peatonal doble, uno exclusivo para los que tenían su boleto en mano y otro para cualquiera. Desde ahí se podía observar otra pantalla y parte del paddock, el interior lujoso de la pista donde se pasearon el exfutbolista Carles Puyol y un el mítico boxeador británico Lennox Lewis.
Santiago Ávila, de 50 años, no quería perderse, a lo lejos, la clasificación. Él era uno de los chóferes de los camiones que dispuso el Gobierno de la capital para transportar a la gente desde el estadio Azteca al autódromo. Su jornada laboral por el Gran Premio de México empezaba a las seis de la mañana y terminaba hasta las ocho de la noche. Ocupó su descanso de media hora para estirar su cuello y capturar algún rastro de los monoplazas.