1978

—Despierte, genio.

Rothstein no quería despertar. En el sueño, demasiado bueno para interrumpirlo, aparecía su primera esposa meses antes de convertirse en su primera esposa, a sus diecisiete años, perfecta de la cabeza a los pies. Desnuda y esplendorosa. Desnudos los dos. Él, de diecinueve, tenía grasa bajo las uñas, pero eso a ella la traía sin cuidado, al menos en aquel entonces, porque en la cabeza de él bullía un sinfín de sueños, y eso era lo que a ella le importaba. Su fe en esos sueños era aún mayor que la de él, y se trataba de una fe justificada. En el sueño, ella se reía y tendía la mano hacia la parte de él que era más fácil de agarrar. Él pretendía llegar más lejos, pero de pronto una mano le sacudió el brazo, y el sueño reventó como una pompa de jabón.

Ya no tenía diecinueve años ni vivía en un piso de dos habitaciones en New Jersey; le faltaban seis meses para cumplir los ochenta y vivía en una granja de New Hampshire, donde, como se especificaba en su testamento, debía dársele sepultura. Había unos hombres en su dormitorio. Llevaban pasamontañas: uno rojo, otro azul y el tercero amarillo canario. Al verlos, intentó convencerse de que era solo otro sueño —el sueño grato había degenerado en pesadilla, como a veces sucedía—, pero en ese momento la mano le soltó el brazo, lo sujetó por el hombro y lo arrojó al suelo. Se golpeó la cabeza y dejó escapar un grito.

—Eso no —ordenó el del pasamontañas amarillo—. ¿Quieres que pierda el conocimiento?

—Fijaos. —El del pasamontañas rojo señaló con el dedo—. El viejo la tiene tiesa. Debía de estar pasándolo pipa en sueños.

El del pasamontañas azul, el que lo había sacudido, dijo:

—Son simples ganas de mear. A esa edad, solo se les empina por eso. Mi abuelo…

—Cállate —atajó el del pasamontañas amarillo—. Aquí tu abuelo no le interesa a nadie.

Aunque aturdido y envuelto aún en una raída cortina de soñolencia, Rothstein comprendió que estaba en un grave aprieto. Un término afloró a su mente: allanamiento de morada. Con la cabeza dolorida (le saldría un moretón enorme en el lado derecho, por los anticoagulantes que tomaba) y el corazón de paredes peligrosamente finas batiéndole con fuerza en el lado izquierdo de la caja torácica, miró al trío que había irrumpido en su dormitorio. Los tres, de pie junto a él, llevaban las manos enguantadas y cazadoras a cuadros de entretiempo bajo aquellos aterradores pasamontañas. Allanadores de morada, y allí estaba él, a ocho kilómetros del pueblo.

Rothstein, sacudiéndose el sopor, puso en orden sus ideas en la medida de lo posible y se dijo que la situación tenía su lado bueno: si se cubrían los rostros para que él no los viera, no tenían intención de matarlo.

Quizá.

—Caballeros… —dijo.

El Señor de Amarillo soltó una carcajada y alzó los pulgares.

—Buen comienzo, genio.

Rothstein movió la cabeza en un gesto de asentimiento, como en respuesta a un cumplido. Echó una ojeada al reloj de la mesilla de noche, vio que eran las dos y cuarto de la madrugada y volvió a mirar al Señor de Amarillo, que acaso fuera el jefe.

—Tengo solo un poco de dinero, pero suyo es… si me dejan ileso.

Fuera se oía el crujir de las hojas caídas del otoño, impulsadas por un viento racheado contra la fachada oeste de la casa. Rothstein advirtió que la caldera se ponía en funcionamiento por primera vez ese año. ¡Pero si hacía nada era aún verano!

—Según nuestra información, no es solo un poco lo que tienes. —Este era el Señor de Rojo.

—Silencio. —El Señor de Amarillo tendió una mano a Rothstein—. Levante del suelo, genio.

Rothstein aceptó su mano. Tembloroso, se puso en pie y se sentó en la cama. Le costaba respirar, pero era muy consciente (para él, ser en exceso consciente de sí mismo había tenido siempre sus pros y sus contras) de la imagen que debía de ofrecer: un viejo con un holgado pijama azul, ya sin más pelo que unos vaporosos mechones blancos, como hojaldre de maíz, por encima de las orejas. En eso se había convertido el escritor que salió en la portada de la revista Time el mismo año que John Fitzgerald Kennedy llegó a la presidencia: JOHN ROTHSTEIN, EL GENIO SOLITARIO DE ESTADOS UNIDOS.

Despierte, genio.

—Recobre el aliento —dijo el Señor de Amarillo. Por su tono de voz, parecía preocupado de verdad, pero Rothstein no las tenía todas consigo—. Luego iremos al salón, donde mantienen sus conversaciones las personas normales. Sin prisas. Serénese.

Rothstein respiró lenta y profundamente, y el corazón se le sosegó un poco. Intentó pensar en Peggy, con sus pechos del tamaño de tazas de té (pequeños pero perfectos) y sus piernas largas y suaves, pero el sueño se había esfumado en igual medida que la propia Peggy, ahora un vejestorio que vivía en París. A expensas de Rothstein. Al menos Yolande, su segunda tentativa en cuanto a dicha conyugal, había muerto, poniendo fin así al pago de la pensión.

El del pasamontañas rojo había salido de la habitación, y ahora Rothstein lo oía revolver en su despacho. Algo cayó al suelo. Ruido de cajones que se abrían y cerraban.

—¿Mejor? —preguntó el Señor de Amarillo, y a continuación, ante el gesto de asentimiento de Rothstein, indicó—: Vamos, pues.

El anciano se dejó llevar hasta el pequeño salón, flanqueado por el Señor de Azul a su izquierda y el Señor de Amarillo a su derecha. El Señor de Rojo seguía revolviendo en el despacho. Pronto abriría el armario y, al apartar las dos chaquetas y los tres jerséis, quedaría a la vista la caja fuerte. Era inevitable.

Da igual. Siempre y cuando dejen los cuadernos, ¿y por qué iban a llevárselos? A los matones como estos solo les interesa el dinero. Seguramente la única lectura a su alcance son las cartas de los lectores publicadas por Penthouse.

Solo que, en cuanto al hombre del pasamontañas amarillo, albergaba sus dudas. Ese parecía tener cierta cultura.

En el salón estaban todas las luces encendidas y las persianas subidas. Algún vecino desvelado quizá se preguntara qué ocurría en casa del viejo escritor… eso en el supuesto de que tuviera vecinos. Los más cercanos vivían a cuatro kilómetros de allí, por la carretera principal. No tenía amigos, ni recibía visitas. A veces se presentaba algún que otro vendedor, pero se los quitaba de encima de malas maneras. Rothstein sencillamente era muy suyo. El viejo escritor retirado. El ermitaño. Pagaba sus impuestos y exigía que lo dejaran en paz.

Azul y Amarillo lo llevaron hasta el sillón situado frente al aparato de televisión, que casi nunca miraba, y el Señor de Azul, viendo que se quedaba de pie, lo obligó a sentarse de un empujón.

—¡Calma! —dijo Amarillo con aspereza, y Azul, rezongando, retrocedió un poco. Allí mandaba el Señor de Amarillo, no cabía duda. El Señor de Amarillo era el perro guía.

Inclinándose hacia Rothstein, apoyó las manos en las rodillas del pantalón de pana.

—¿Quiere un traguito de algo para tranquilizarse?

—Si se refiere a una bebida alcohólica, lo dejé hace veinte años. Por indicación del médico.

—Bien hecho. ¿Iba a las reuniones?

—No era alcohólico —respondió Rothstein, ofendido. Resultaba absurdo ofenderse en semejante situación… ¿o no? A saber cómo debía reaccionar uno cuando lo arrancaban de la cama en plena noche unos individuos con pasamontañas de colores. Se preguntó cómo escribiría una escena así y no se le ocurrió nada; él no escribía sobre situaciones como esa.

—La gente da por sentado que en el siglo XX todo escritor blanco era alcohólico.

—Ya, ya —dijo el Señor de Amarillo como si apaciguase a un niño malhumorado—. ¿Agua?

—No, gracias. Lo que quiero es que se marchen los tres, así que le seré sincero. —Se preguntó si el Señor de Amarillo entendía la regla más básica del discurso humano: cuando alguien anuncia que va a hablar con sinceridad, en la mayoría de los casos está preparando el terreno para mentir como un bellaco—. El billetero está en la cómoda del dormitorio. Hay poco más de ochenta dólares. En la repisa de la chimenea verán una tetera de loza…

La señaló. El Señor de Azul se volvió a mirar, pero el Señor de Amarillo no. El Señor de Amarillo continuó atento a Rothstein, y a sus ojos, bajo el pasamontañas, asomó una expresión casi risueña. Esto no da resultado, pensó Rothstein, pero perseveró. Ahora que estaba despierto, empezaba a sentir, además de miedo, cierto cabreo, si bien sabía que no le convenía exteriorizarlo.

—Ahí guardo el dinero para las tareas domésticas. Cincuenta o sesenta dólares. Es lo único que hay en la casa. Cójanlo y váyanse.

—Puto embustero —dijo el Señor de Azul—. Tienes mucho más, tío. Lo sabemos, créeme.

Como si de una obra de teatro se tratara y aquella frase fuera el pie para su entrada en escena, el Señor de Rojo anunció a gritos desde el despacho:

—¡Premio! ¡He encontrado una caja fuerte! ¡De las grandes!

Rothstein sabía de antemano que el hombre del pasamontañas rojo la encontraría, y sin embargo se le cayó el alma a los pies. Era una estupidez guardar dinero en metálico; no había más motivo que su aversión a las tarjetas de crédito y los cheques y los valores y los documentos de transferencia, todas esas tentadoras cadenas que amarraban a la gente a la agobiante y en último extremo destructiva máquina del gasto y la deuda de Estados Unidos. Pero el dinero en metálico podía ser su salvación. El dinero en metálico podía sustituirse. Los cuadernos, más de ciento cincuenta, no.

—Ahora la combinación —dijo el Señor de Azul. Chasqueó los dedos enguantados—. Suéltala.

Rothstein, airado como estaba, habría sido capaz de negarse. Según Yolande, la ira había sido su posición por defecto durante toda la vida («Probablemente ya desde la puñetera cuna», decía ella). Pero el cansancio y el temor hacían mella en él. Si oponía resistencia, le sonsacarían la combinación a golpes. Tal vez incluso sufriera otro infarto, y uno más sería su final casi con toda certeza.

—Si les doy la combinación de la caja fuerte, ¿cogerán el dinero que hay dentro y se marcharán?

—Señor Rothstein —dijo el Señor de Amarillo con una amabilidad que parecía sincera (y por tanto grotesca)—, no está usted en situación de negociar. Freddy, ve a traer las bolsas.

Rothstein sintió una corriente de aire gélido cuando el Señor de Azul, también conocido como Freddy, salió por la puerta de la cocina. El Señor de Amarillo, entretanto, volvía a sonreír. Rothstein aborrecía ya esa sonrisa. Esos labios rojos.

—Vamos, genio: suéltela. Cuanto antes empecemos, antes acabaremos.

Rothstein exhaló un suspiro y recitó la combinación de la caja Gardall oculta en el armario de su despacho.

—Treinta y uno, dos vueltas a la derecha; tres, dos vueltas a la izquierda; dieciocho, una vuelta a la izquierda; noventa y nueve, una vuelta a la derecha, y luego otra vez a cero.

Detrás del pasamontañas, los labios rojos se desplegaron en una sonrisa aún más ancha, ahora dejando los dientes a la vista.

—Tendría que haberlo adivinado. Es su fecha de nacimiento.

Mientras Amarillo repetía la combinación en voz alta al hombre que esperaba en el despacho, Rothstein extrajo ciertas conclusiones desagradables. El Señor de Azul y el Señor de Rojo estaban allí por el dinero, y acaso el Señor de Amarillo se quedara su parte, pero dudaba que el dinero fuese el objetivo principal del hombre que lo llamaba «genio» repetidamente. Como para remarcar esta circunstancia, el Señor de Azul reapareció, acompañado de otra corriente de aire frío. Cargaba con cuatro petates, dos a cada hombro.

—Oiga —dijo Rotsthein al Señor de Amarillo, y fijó la mirada en sus ojos—. No lo haga. En la caja fuerte no hay nada que valga la pena llevarse, aparte del dinero. Lo demás son solo garabatos sin ton ni son, pero importantes para mí.

Desde el despacho, el Señor de Rojo exclamó:

—¡La hostia divina, Morrie! ¡Nos ha tocado el gordo! ¡Colegas, aquí hay un pastón! ¡Todavía en los sobres del banco! ¡Docenas!

Sesenta como mínimo, podría haber dicho Rothstein; incluso ochenta, tal vez. Cada uno de los cuales contiene cuatrocientos dólares. Remitidos por Arnold Abel, mi contable en Nueva York. Jeannie hace efectivos los cheques para gastos y me trae los sobres con el dinero, y yo los guardo en la caja fuerte. Solo que tengo muy pocos gastos porque Arnold también paga las facturas principales desde Nueva York. Doy una propina a Jeannie de cuando en cuando, y al cartero por Navidad, pero, por lo demás, apenas gasto dinero en efectivo. Es así desde hace años, ¿y por qué? Arnold nunca me pregunta a qué destino el dinero. A lo mejor piensa que tengo un apaño con alguna que otra fulana. A lo mejor piensa que apuesto en el hipódromo de Rockingham.

Pero lo raro es que yo mismo no me lo he preguntado nunca, podría haber dicho al Señor de Amarillo (también conocido como Morrie). Como tampoco me he preguntado por qué sigo llenando cuaderno tras cuaderno. Ciertas cosas sencillamente son como son.

Podría haber dicho todo eso, pero guardó silencio. No porque el Señor de Amarillo no fuera a entenderlo, sino porque la sonrisa sagaz dibujada en esos labios rojos indicaba que quizá sí lo entendería.

Y le traería sin cuidado.

—¿Qué más hay ahí dentro? —preguntó el Señor de Amarillo a su compañero alzando la voz. Mantenía la mirada fija en Rothstein—. ¿Cajas? ¿Cajas con manuscritos? ¿Del tamaño que te dije?

—Cajas no, cuadernos —respondió el Señor de Rojo—. Esto está lleno de putos cuadernos.

El Señor de Amarillo sonrió, sin apartar ni un segundo los ojos de Rothstein.

—¿Escritos a mano? ¿Así es como lo hace, genio?

—Por favor —suplicó Rothstein—. No se los lleven. Ese material no es publicable. Nada de eso está preparado para salir a la luz.

—Ni lo estará nunca, o esa impresión tengo yo. Le encanta acumular de todo, ¿eh? —El brillo de esos ojos, lo que Rothstein consideraba un brillo irlandés, ya había desaparecido—. Y por otro lado tampoco puede decirse que necesite publicar nada más, ¿a que no? No es que haya un imperativo económico. Cobra los derechos de El corredor. Y los de El corredor entra en combate. Y los de El corredor afloja la marcha. La famosa trilogía de Jimmy Gold. Nunca se ha descatalogado. Es lectura obligada en las universidades de todos los rincones de esta gran nación nuestra. Gracias a un contubernio entre profesores de Literatura que consideran que Saul Bellow y usted son el no va más, cuenta con un público cautivo de estudiantes compradores de libros. Tiene la vida resuelta, ¿no? ¿Para qué arriesgarse a publicar algo que pudiera empañar una reputación intachable? Puede esconderse aquí y hacer como si el resto del mundo no existiera. —El Señor de Amarillo movió la cabeza en un gesto de negación—. Con usted, amigo mío, el concepto «retentivo anal» adquiere nuevo significado.

El Señor de Azul seguía en la puerta.

—¿Qué quieres que haga, Morrie?

—Entra ahí con Curtis. Arramblad con todo. Si en los petates no caben todos los cuadernos, echad un vistazo por la casa. Incluso un ermitaño como este debe de tener al menos una maleta. Y no perdáis el tiempo contando el dinero. Quiero largarme de aquí cuanto antes.

—De acuerdo. —El Señor de Azul, Freddy, salió.

—No lo haga —dijo Rothstein, consternado al percibir el temblor en su propia voz. A veces se olvidaba de lo viejo que era, pero no esa noche.

El tal Morrie se inclinó hacia él y lo escrutó con sus ojos de color gris verdoso a través de los orificios del pasamontañas amarillo.

—Quiero saber una cosa. Si es sincero, puede que dejemos los cuadernos. ¿Será sincero conmigo, genio?

—Lo intentaré —respondió Rothstein—. Y debe saber que yo nunca me he hecho llamar «genio». Eso fue idea de la revista Time.

—Pero ¿a que no envió una carta para quejarse?

Rothstein calló. Hijo de puta, estaba pensando. El muy hijo de puta se las da de listo. Te lo llevarás todo, ¿verdad? Al margen de lo que yo diga o deje de decir.

—He aquí lo que quiero saber: ¿por qué demonios abandonó a Jimmy Gold? ¿Por qué lo arrastró por los suelos de esa manera?

La pregunta fue tan inesperada que en un primer momento Rothstein no supo de qué le hablaba Morrie, pese a que Jimmy Gold era su personaje más famoso, aquel por el que se lo recordaría (en el supuesto de que se lo recordase por algo). En el mismo reportaje de Time que calificaba de genio a Rothstein, Jimmy Gold aparecía descrito como «alegoría americana de la desesperación en la tierra de la abundancia». En esencia, una sarta de gilipolleces, pero había servido para aumentar las ventas.

—Si quiere decir que debería haberlo dejado en El corredor, no es el único que lo piensa. —Pero casi el único, podría haber añadido. Con El corredor entra en combate había afianzado su prestigio como escritor estadounidense de peso, y El corredor afloja la marcha había sido el colofón de su trayectoria: críticas elogiosas a mansalva; en la lista de libros más vendidos de The New York Times durante sesenta y dos semanas. Además, Premio Nacional de Literatura, aunque no había acudido a recogerlo en persona. «La Ilíada de la novela estadounidense posterior a la guerra», se afirmaba en una reseña, refiriéndose no solo al último volumen sino a la trilogía completa.

—No estoy diciendo que debería haberlo dejado en El corredor —respondió Morrie—. El corredor entra en combate era igual de buena, quizá incluso mejor. Eran novelas auténticas. El problema fue la última. Vaya bodrio, amigo mío. ¿Publicista? En serio, ¿publicista?

Al ver lo que el Señor de Amarillo hacía a continuación, Rothstein sintió un nudo en la garganta y un peso en el vientre. Despacio, casi con actitud pensativa, se despojó del pasamontañas amarillo y dejó a la vista las clásicas facciones de un joven bostoniano de origen irlandés: pelo rojizo, ojos verdosos, piel lechosa que siempre se quemaría y nunca se broncearía. Amén de aquellos labios rojos.

—¿Una casa en las afueras? ¿Un Ford sedán en el camino de acceso? ¿Mujer y dos peques? Todo el mundo se vende: ¿era ese el mensaje que pretendía transmitir? ¿Todo el mundo sucumbe al veneno?

—En los cuadernos…

Los cuadernos contenían otras dos novelas de Jimmy Gold, eso quería decir, las que cerraban el círculo. En la primera, Jimmy comprende la vacuidad de su vida en las afueras y abandona a su familia, su trabajo y su confortable casa en Connecticut. Se va a pie, sin nada más que una mochila y la ropa que lleva puesta. Se convierte en una versión mayor del chico que colgó los estudios, rechazó a su familia por materialista y decidió alistarse en el ejército después de vagar todo un fin de semana por la ciudad de Nueva York como una cuba.

—En los cuadernos ¿qué? —preguntó Morrie—. Vamos, genio, hable. Dígame por qué tuvo que noquearlo y pisotearle la cabeza.

En El corredor se va al oeste se convierte otra vez en sí mismo, quiso decir Rothstein. En su propia esencia. Solo que el Señor de Amarillo ya le había mostrado el rostro, y en ese momento sacaba una pistola del bolsillo delantero derecho de la cazadora de cuadros. Se lo veía pesaroso.

—Usted creó uno de los personajes más importantes de la literatura estadounidense y luego se cagó en él —dijo Morrie—. Un hombre capaz de eso no merece vivir.

La ira brotó dentro de Rothstein como una grata sorpresa.

—Si es eso lo que piensas —dijo—, no has entendido ni una sola palabra de todo lo que escribí.

Morrie lo apuntó con la pistola. La boca del cañón era un ojo negro.

Rothstein lo apuntó también, con un dedo nudoso a causa de la artritis, como si esa fuese su arma, y sintió satisfacción al ver que Morrie parpadeaba y se estremecía un poco.

—No me vengas con idioteces de criticastro literario. Estaba ya hasta la coronilla de eso mucho antes de que tú nacieras. ¿Qué edad tienes, por cierto? ¿Veintidós? ¿Veintitrés? ¿Qué sabes tú de la vida, y no digamos ya de la literatura?

—Edad suficiente para saber que no todo el mundo se vende —contestó Morrie. Rothstein, atónito, vio anegarse en lágrimas aquellos ojos irlandeses—. No me dé lecciones sobre la vida, no después de pasarse los últimos veinte años escondido del mundo como una rata en un agujero.

Ese reproche, la crítica de siempre —¿cómo se había atrevido a abandonar el cuadro de honor de la fama?—, fue la chispa que transformó el enojo de Rothstein en cólera con todas las de la ley, una cólera que Peggy y Yolande habrían reconocido, uno de esos arrebatos en que era capaz de lanzar vasos y romper muebles. Rothstein se alegró de ello. Mejor morir iracundo que amilanado y suplicante.

—¿Cómo convertirás mi trabajo en dinero? ¿Has pensado en eso? Supongo que sí. Supongo que sabes que será como intentar vender un cuaderno de Hemingway robado, o un cuadro de Picasso. Pero tus amigos no son tan cultos como tú, ¿verdad que no? Se nota en la forma de hablar. ¿Saben ellos lo que tú sabes? Seguro que no. Pero les has vendido la moto. Les has llenado la cabeza de aire y ahora se las prometen muy felices. Te creo muy capaz de eso. Tienes un pico de oro, me parece a mí. Pero sospecho que es oro falso.

—Cállese. Habla como mi madre.

—Eres un vulgar ladrón, amigo mío. Y hay que ser imbécil para robar algo invendible.

—Cállese, genio, se lo advierto.

Rothstein pensó: Y si aprieta el gatillo ¿qué? Se acabaron las pastillas. Se acabaron las lamentaciones por el pasado, y por el reguero de relaciones rotas que quedaron a lo largo del camino como coches accidentados. Se acabó también la escritura obsesiva, esa acumulación de cuadernos, uno tras otro, como pequeñas montañas de excrementos de conejo esparcidas por un sendero en el bosque. Quizá una bala en la cabeza no estaría tan mal. Mejor que el cáncer, o el Alzheimer, el mayor de los horrores para cualquiera que se haya ganado la vida mediante el ingenio. La noticia atraería titulares, eso por descontado, y él ya había sido objeto de muchos incluso antes del condenado reportaje en Time… pero si aprieta el gatillo, no tendré que leerlos.

—Eres un imbécil —dijo Rothstein. De pronto se hallaba en una especie de éxtasis—. Te crees más listo que esos otros dos, pero no lo eres. Al menos ellos entienden que el dinero puede gastarse. —Se inclinó hacia delante con la mirada fija en aquel rostro pálido y pecoso—. ¿Sabes qué, chaval? Los tipejos como tú son la deshonra de los lectores.

—Último aviso —repuso Morrie.

—Me cago en el aviso. Y me cago en tu puta madre. Pégame un tiro o sal de mi casa.

Morris Bellamy le pegó un tiro.

2009

La primera discusión por razones de dinero en casa de los Saubers —al menos la primera que los niños oyeron— se produjo una noche de abril. No fue una gran discusión, pero incluso las mayores tormentas empiezan con una suave brisa. Peter y Tina Saubers estaban en el salón, Pete haciendo sus tareas y su hermana viendo un DVD de Bob Esponja. Era uno que ya había visto, y muchas veces, pero al parecer nunca se cansaba de verlo, lo cual era una suerte, porque por aquel entonces en casa de los Saubers no tenían acceso a Cartoon Network. Tom Saubers había dado de baja el servicio de televisión por cable hacía dos meses.

Tom y Linda Saubers se hallaban en la cocina, donde Tom ajustaba las correas de su vieja mochila después de cargar barritas energéticas, un táper con verduras troceadas, dos botellas de agua y una lata de Coca-Cola.

—Estás mal de la cabeza —reprochó Linda—. De verdad, siempre he sabido que eras una personalidad de tipo A, pero esto lo lleva a un límite totalmente nuevo. Si quieres poner el despertador a las cinco, vale. Recoges a Todd, estáis en el Centro Cívico a las seis, y de todas formas seréis los primeros en llegar.

—¡Ya me gustaría a mí! —dijo Tom—. Según Todd, el mes pasado hubo una feria de empleo como esta en Brook Park, y la gente empezó a hacer cola el día de antes. ¡El día de antes, Lin!

—Todd habla mucho. Y tú te lo crees todo. Recordarás que Todd dijo también que a Pete y Tina les encantaría aquello de los Monster Trucks…

—Ahora no hablamos de una carrera de Monster Trucks, ni de un concierto en el parque, ni de un espectáculo de fuegos artificiales. Aquí están en juego nuestras vidas.

Pete apartó la vista de sus tareas y cruzó una breve mirada con su hermana pequeña. Tina se encogió de hombros en un gesto elocuente: cosas de padres. Él volvió a centrarse en su álgebra. Cuatro problemas más, y podría marcharse a casa de Howie. A lo mejor Howie había comprado algún cómic nuevo. Desde luego Pete no tenía ninguno que cambiar; su paga había seguido los pasos de la televisión por cable.

En la cocina, Tom había empezado a pasearse de un lado a otro. Linda se acercó a él y lo cogió del brazo con delicadeza.

—Sé que son nuestras vidas lo que está en juego —afirmó.

Habló en voz baja, en parte por miedo a que los niños los oyeran y se pusieran nerviosos (sabía que Pete ya lo estaba), pero sobre todo para no caldear más los ánimos. Sabía cómo se sentía Tom, y le dolía en el alma. El temor era ya malo de por sí; la humillación de no poder cumplir con lo que consideraba su responsabilidad fundamental —esto es, mantener a su familia— era aún peor. Y en realidad, «humillación» no era la palabra precisa; lo que Tom sentía era vergüenza. Durante sus diez años al servicio de la agencia inmobiliaria Lakefront, se había contado asiduamente entre los mejores vendedores, y a menudo su retrato sonriente aparecía en el escaparate del local. El dinero que ella aportaba como maestra, dando clase a niños de tercero, no era más que un extra. Hasta que un buen día, en otoño de 2008, la economía se desplomó y los Saubers pasaron a ser una familia con un único ingreso.

No se trataba solo de que hubiesen dejado ir a Tom y tal vez volviesen a llamarlo cuando la situación mejorase; la inmobiliaria Lakefront era ahora un edificio vacío con pintadas en las paredes y el letrero EN VENTA O ALQUILER en la fachada. Los hermanos Reardon, que heredaron el negocio de su padre (como antes este lo heredó del suyo), tenían grandes inversiones en Bolsa, y lo perdieron casi todo cuando el mercado se desplomó. Para Linda no supuso un gran consuelo que el mejor amigo de Tom, Todd Paine, fuese en el mismo barco. Consideraba a Todd un tarado.

—¿Has visto el parte meteorológico? Yo sí. Va a hacer frío. De madrugada niebla procedente del lago, quizá incluso llovizna gélida. Llovizna gélida, Tom.

—Bien. Tanto mejor. Así habrá menos gente y aumentarán nuestras probabilidades. —La cogió por los antebrazos, pero con delicadeza. Sin sacudidas, sin gritos. Eso llegaría más adelante—. Tengo que conseguir algo, Lin, y esta primavera la feria de empleo es mi mejor oportunidad. He estado pateando las calles…

—Lo sé…

—Y no hay nada. O sea, nada de nada. Ah, sí, unos cuantos puestos de trabajo en los muelles, y alguna que otra cosa en la construcción, en el centro comercial que hay cerca del aeropuerto, pero ¿me imaginas a mí en empleos así? Me sobran quince kilos y hace veinte años que estoy bajo de forma. Este verano podría encontrar algo en el centro… un trabajo de oficina, quizá… si las cosas mejoran un poco… pero un empleo así estaría mal pagado y sería temporal. De manera que Todd y yo nos plantaremos allí a las doce de la noche y haremos cola hasta que abran las puertas por la mañana, y te prometo que volveré con un empleo remunerado como es debido.

—Y seguramente con algún virus que nos contagiarás a todos. Entonces tendremos que escatimar en comida para pagar las facturas del médico.

Fue ahí cuando Tom montó en cólera.

—Me gustaría recibir un poco de apoyo en esto.

—Tom, por Dios, inten…

—Quizá incluso unas palabras de ánimo: «Eso es mostrar iniciativa, Tom. Da gusto ver que te dejas la piel por la familia, Tom». Esas cosas. Si no es mucho pedir.

—Lo único que digo…

Pero la puerta de la cocina se abrió y se cerró sin darle tiempo a acabar la frase. Él había salido a la parte de atrás para fumarse un cigarrillo. Esta vez, cuando Pete levantó la vista, vio congoja y preocupación en el rostro de Tina. Al fin y al cabo, tenía solo ocho años. Pete sonrió y le guiñó un ojo. Tina, en respuesta, le dirigió una sonrisa de incertidumbre y volvió a sumirse en las vicisitudes de esa ciudad sumergida llamada Fondo de Bikini, donde los padres no perdían el trabajo ni levantaban la voz, y los niños no perdían la paga. A menos que se portaran mal, claro está.

Antes de marcharse esa noche, Tom llevó a su hija a la cama y le dio un beso de despedida. Añadió otro para la Señora Beasley, la muñeca preferida de Tina: para que me dé suerte, dijo.

—¿Papá? ¿Todo irá bien?

—Dalo por hecho, cielo —contestó él. Eso Tina lo recordaba: el tono de seguridad—. Todo irá de maravilla. Ahora duérmete.

Se fue, con su andar normal. Eso Tina también lo recordaba, porque nunca más lo vio caminar así.

En lo alto de la empinada cuesta que comunicaba Marlborough Street con el aparcamiento del Centro Cívico, Tom dijo:

—¡Hala! ¡Alto, para!

—Tío, vienen coches detrás —replicó Todd.

—Será solo un segundo. —Tom alzó el teléfono y sacó una foto de la cola de gente. Debía de haber ya un centenar de personas. Eso como mínimo. Sobre las puertas del auditorio, una pancarta rezaba: ¡1.000 EMPLEOS GARANTIZADOS! Y debajo: ¡No abandonamos a las personas de nuestra ciudad! RALPH KINSLER, ALCALDE.

Detrás del Subaru oxidado de 2004 de Todd Paine, alguien tocó el claxon.

—Tommy, no quiero aguarte la fiesta mientras inmortalizas esta extraordinaria ocasión, pero…

—Sigue, sigue. Ya está. —Y cuando Todd entró en el aparcamiento, donde las plazas más cercanas al edificio se hallaban ya ocupadas, añadió—: No te imaginas las ganas que tengo de enseñarle esa foto a Linda. ¿Sabes qué me ha dicho? Que aunque llegáramos aquí a las seis de la mañana, seríamos los primeros.

—Ya te lo dije, tío. Aquí el gran Todd no miente. —El gran Todd aparcó. El motor del Subaru se detuvo con una pedorreta y un resuello—. Cuando amanezca, habrá aquí… qué sé yo, dos mil personas. Y la televisión. Todos los canales. City at Six, Morning Report, MetroScan. Igual nos entrevistan.

—Me conformo con un empleo.

Linda sí había acertado en una cosa: era una noche húmeda. Se olía el lago en el aire: ese ligero aroma a cloaca. Y apretaba el frío, tanto que casi se empañaba el aliento. Unos postes unidos con cinta amarilla, en la que se leía PROHIBIDO EL PASO, obligaban a los aspirantes a un empleo a formar una tortuosa cola semejante a un acordeón humano. Tom y Todd ocuparon su lugar entre los últimos postes. Otros se colocaron detrás de ellos casi de inmediato, en su mayoría hombres, algunos con gruesos chaquetones de forro polar, algunos con abrigos de ejecutivo y cortes de pelo de ejecutivo que empezaban a perder su cuidado contorno de peluquería. Tom calculó que, al amanecer, la cola llegaría hasta el fondo del aparcamiento, y entonces aún faltarían al menos cuatro horas para que abrieran las puertas.

Captó su atención una mujer con un bebé colgado al frente. Estaba un par de curvas por delante en el pasillo en zigzag. A Tom le costó imaginar el grado de desesperación que debía de impulsar a una persona a salir con un recién nacido en una noche fría y húmeda como esa. La criatura iba en una de esas mochilas portabebés. La mujer hablaba con un hombre robusto que llevaba un saco de dormir sujeto al hombro, y el bebé miraba de uno a otro alternativamente, como si fuera el espectador de tenis más pequeño del mundo. La escena tenía algo de cómico.

—¿Necesitas un poco de calentamiento, Tommy? —Todd había sacado de la mochila una botella de medio litro de Bell’s, y se la tendía.

Tom estuvo a punto de rehusar el ofrecimiento, recordando la frase de despedida de Linda —Oye, espero que cuando vuelvas no te huela el aliento a alcohol—, pero finalmente aceptó la botella. Allí a la intemperie hacía frío, y un traguito no le haría ningún daño. Notó el calor del whisky garganta abajo y en el vientre.

Enjuágate la boca antes de acercarte a cualquiera de los estands de la feria, se recordó. A la gente que huele a alcohol nadie la contrata.

Cuando Todd le ofreció otro sorbo —rondaban las dos de la madrugada—, Tom lo rechazó. Pero cuando volvió a ofrecérselo a eso de las tres, Tom aceptó la botella. Tras comprobar el nivel, dedujo que el gran Todd se había estado tonificando de manera pródiga para combatir el frío.

En fin, qué demonios, pensó Tom, y se echó al cuerpo algo más que un sorbo; esa vez fue un trago en toda regla.

—¡Bravo, chaval! —exclamó Todd con la voz mínimamente empañada—. Desmelénate.

Seguían llegando buscadores de empleo, que enfilaban Marlborough Street arriba en sus coches a través de la niebla, cada vez más espesa. La cola, ahora mucho más allá de los postes, no continuaba ya en zigzag. Hasta ese momento Tom creía entender las dificultades económicas que asediaban en la actualidad al país —¿acaso no había perdido él mismo un empleo, un excelente empleo?—, pero a medida que aparecían coches y crecía la cola (ya no veía el final), empezaba a formarse una perspectiva nueva y aterradora. Quizá «dificultades» no era la palabra precisa. Quizá la palabra precisa era «calamidad».

A su derecha, en el laberinto de postes y cinta que conducía a las puertas del auditorio a oscuras, el bebé empezó a llorar. Tom miró alrededor y vio al hombre del saco de dormir sujetar los laterales del portabebés para que la mujer (Dios mío, pensó Tom, no aparenta ni veinte años) pudiera sacar a la criatura.

—¿Qué coño es eso? —preguntó Todd, ahora con la voz mucho más empañada que antes.

—Un niño —contestó Tom—. Una mujer con un niño. Una chica con un niño.

Todd miró con atención.

—La hostia en patinete —dijo—. Opino que eso es una irre… irri… bueno, ya me entiendes, que es una falta de responsabilidad.

—¿Estás borracho? —preguntó Tom.

Linda sentía antipatía por Todd, no veía su lado bueno, y en ese instante Tom tampoco estaba muy seguro de verlo.

—Un poquito. Estaré perfectamente cuando abran las puertas. También he traído caramelos de menta.

Tom pensó en preguntarle al gran Todd si también llevaba colirio —tenía los ojos muy enrojecidos—, pero decidió que no le apetecía mantener una discusión así en ese momento. Volvió a dirigir la atención hacia el lugar donde poco antes estaba la mujer con el bebé llorón. Al principio pensó que había desaparecido. Luego bajó la vista y la vio deslizarse, con el bebé contra el pecho, en el saco de dormir del hombre robusto. Este aguantaba abierta la boca del saco para que ella entrara. El recién nacido seguía berreando.

—¿Nadie puede hacer callar a ese niño? —espetó un hombre a voz en grito.

—Alguien debería avisar a los servicios sociales —añadió una mujer.

Tom se acordó de Tina a esa edad, la imaginó en una madrugada fría y brumosa como esa, y contuvo el impulso de decir a aquel hombre y aquella mujer que se callaran… o mejor aún, que echaran una mano en la medida de lo posible. Al fin y al cabo, todos corrían la misma suerte, ¿no? Todo ese hatajo de gente desdichada y hundida.

El llanto se atenuó, cesó.

—Seguramente lo está amamantando —comentó Todd. Se dio un apretón en el pecho a modo de aclaración.

—Sí.

—¿Tommy?

—¿Qué?

—Ya sabes que Ellen ha perdido el trabajo, ¿verdad?

—Dios mío, no. No lo sabía. —Fingió no ver el miedo en el rostro de Todd. O el asomo de humedad en sus ojos. Quizá por efecto del alcohol o el frío. O quizá no.

—Le dijeron que ya la llamarán cuando las cosas mejoren, pero lo mismo me dijeron a mí, y va para medio año que estoy en el paro. Cobré el seguro de desempleo. Eso ya ha volado. ¿Y sabes cuánto nos queda en el banco? Quinientos dólares. ¿Sabes cuánto duran quinientos dólares cuando una barra de pan en Kroger’s cuesta un pavo?

—No mucho.

—Joder, ya te digo yo que no. Necesito conseguir algo aquí. Lo necesito.

—Encontrarás algo. Los dos encontraremos algo.

Todd señaló con el mentón al hombre fornido, que ahora parecía montar guardia ante el saco de dormir para que nadie pisara sin querer a la mujer y el niño refugiados dentro.

—¿Crees que estarán casados?

Tom no se había detenido a pensarlo. Contempló la posibilidad en ese momento.

—Puede ser.

—Entonces deben de estar en el paro los dos. Si no, uno se habría quedado en casa con el niño.

—A lo mejor piensan que presentándose con el bebé tendrán más probabilidades —dijo Tom.

Todd se animó.

—¡El recurso de la lástima! ¡No es mala idea! —Tendió la botella—. ¿Quieres un trago?

Tom tomó un sorbito, pensando: Si no me lo bebo yo, se lo beberá Todd.

Tom, que se había quedado traspuesto por efecto del whisky, despertó cuando alguien, exultante, gritó:

—¡Han descubierto vida en otros planetas!

Esta ocurrencia provocó risas y aplausos.

Miró alrededor y vio la luz del día. Débil y envuelta en niebla, pero luz del día así y todo. Al otro lado de la hilera de puertas del auditorio, un hombre uniformado de gris —un hombre con empleo, tipo afortunado— desplazaba un cubo y una fregona por el vestíbulo.

—¿Qué pasa? —preguntó Todd.

—Nada —respondió Tom—. Solo un conserje.

Todd echó un vistazo en dirección a Marlborough Street.

—Dios mío, y siguen llegando.

—Sí —confirmó Tom. Pensó: Y si le hubiese hecho caso a Linda ahora estaríamos al final de una cola que llega a medio camino entre aquí y Cleveland.

La idea le produjo cierta satisfacción: siempre resultaba agradable demostrar que uno tenía la razón. Aun así, lamentaba no haber rehusado la botella de Todd. Tenía en la boca un sabor a arena para gatos. No es que la hubiera probado, pero…

Alguien un par de curvas más adelante en el pasillo en zigzag —no muy lejos del saco de dormir— preguntó:

—¿Eso es un Mercedes? Parece un Mercedes.

Tom vio una silueta alargada en lo alto de la cuesta que ascendía desde Marlborough, tras el resplandor de unos faros antiniebla amarillos. No se movía; estaba allí parado.

—¿Ese qué pretende? —preguntó Todd.

El conductor del coche situado inmediatamente detrás debió de preguntarse lo mismo, porque tocó el claxon: un bocinazo largo y furibundo que suscitó agitación, resoplidos y miradas alrededor entre los presentes. Por un momento el coche de las luces antiniebla amarillas permaneció donde estaba. De pronto arrancó con un acelerón. No a la izquierda, hacia el aparcamiento ahora lleno hasta los topes, sino derecho hacia la multitud acorralada en el laberinto de postes y cinta.

—¡Eh! —exclamó alguien.

La muchedumbre retrocedió en una tumultuosa ola. Tom se vio lanzado contra Todd, que cayó de espaldas. Tom intentó conservar el equilibrio, casi lo consiguió, y acto seguido el hombre que tenía delante —con un grito, no, con un alarido— le hincó el trasero en la entrepierna y le asestó un codazo en el pecho. Tom cayó encima de su compañero, oyó romperse la botella de Bell’s en algún lugar entre ellos y percibió el hedor penetrante del whisky al desparramarse por el asfalto.

Estupendo, pensó, ahora oleré como los lavabos de un bar un sábado por la noche.

A duras penas consiguió levantarse a tiempo de ver el coche —era un Mercedes, en efecto, un gran sedán tan gris como aquella mañana brumosa— arremeter contra el gentío, lanzar cuerpos por el aire a su paso, describir una trayectoria curva como la de un conductor en estado de embriaguez. Goteaba sangre de la calandra. Una mujer, descalza, resbaló y rodó por el capó con las manos abiertas. Soltó un manotazo al cristal, intentó agarrarse a una de las varillas del limpiaparabrisas, se le escapó y cayó a un lado. La cinta amarilla con el rótulo PROHIBIDO EL PASO se rompió. Un poste golpeó ruidosamente el costado del enorme sedán, que no redujo la velocidad en lo más mínimo. Tom vio las ruedas delanteras pasar por encima del saco de dormir y el hombre robusto, que, a gatas, se había echado sobre el saco con una mano en alto en actitud protectora.

Ahora el coche iba derecho hacia él.

—¡Todd! —vociferó—. ¡Todd, levanta!

Tendió los brazos hacia Todd, le cogió una mano y tiró. Alguien topó contra Tom, que volvió a caer de rodillas. Oía las altas revoluciones del coche descontrolado. Ya muy cerca. Trató de apartarse a rastras, y recibió un puntapié en la sien. Vio las estrellas.

—¿Tom? —Ahora Todd estaba detrás de él. ¿Cómo había ocurrido eso?—. ¿Qué coño…?

Un cuerpo cayó sobre él, y de pronto tenía encima otra cosa, un peso enorme lo aplastaba, amenazaba con triturarlo. Se le tronchó la cadera con un chasquido semejante al que emitiría un hueso reseco de pavo. Al cabo de un momento el peso desapareció. Lo sustituyó enseguida el dolor, que era a su manera otro peso.

Tom intentó levantar la cabeza y consiguió separarla del asfalto lo justo para ver las luces de posición menguar en la niebla. Vio resplandecientes esquirlas de cristal de la botella hecha añicos. Vio a Todd tendido de espaldas, desmadejado, y la sangre que manaba de su cabeza y se encharcaba en el suelo. Unas huellas de neumáticos de color carmesí se alejaban en la penumbra neblinosa.

Pensó: Linda tenía razón. Debería haberme quedado en casa.

Pensó: Voy a morir, y quizá sea lo mejor. Porque, a diferencia de Todd Paine, no he llegado a cobrar el dinero del seguro.

Pensó: Aunque probablemente, con el tiempo, lo habría cobrado.

Después, negrura.

Cuando Tom Saubers despertó en el hospital cuarenta y ocho horas más tarde, Linda estaba sentada a su lado. Le tenía cogida la mano. Él preguntó si sobreviviría. Ella sonrió, le dio un apretón y dijo que podía apostarse lo que quisiera a que sí.

—¿Me he quedado paralítico? Dime la verdad.

—No, cariño, pero tienes muchas fracturas.

—¿Y Todd?

Ella desvió la mirada y se mordió los labios.

—Está en coma, pero creen que al final saldrá. Lo saben por las ondas cerebrales o algo así.

—Había un coche. No pude apartarme.

—Ya lo sé. No fuiste el único. Un loco os embistió. Se escapó, y por el momento no lo han cogido.

A Tom le traía sin cuidado el conductor del Mercedes-Benz. No haber quedado paralítico era buena noticia, pero…

—¿Estoy muy mal? No me engañes… sé sincera.

Linda posó los ojos en los de él por un instante, pero no pudo sostenerle la mirada. Fijando la vista de nuevo en las tarjetas dispuestas sobre la mesa, en que le deseaban una pronta recuperación, dijo:

—Estás… en fin, tardarás un tiempo en volver a andar.

—¿Cuánto?

Ella levantó la mano de Tom, surcada de rasguños, y se la besó.

—No lo saben.

Tom Saubers cerró los ojos y lloró. Linda escuchó su llanto por un rato, y cuando ya no lo soportó más, se inclinó al frente y apretó el botón de la bomba de infusión de morfina. Siguió pulsándolo hasta que el aparato dejó de administrar. Para entonces Tom se había dormido.

1978

Morris cogió una manta del último estante del armario del dormitorio y tapó con ella a Rothstein, que ahora yacía en el sillón, despatarrado y torcido, sin la tapa de los sesos. La materia gris que había concebido a Jimmy Gold, a Emma, la hermana de Jimmy, y a los padres egocéntricos y semialcohólicos de Jimmy —muy parecidos a los del propio Morris— se secaba ahora en el papel pintado de la pared. Morris no estaba conmocionado, no exactamente, pero desde luego sí sorprendido. Él preveía un poco de sangre, y un orificio entre los ojos, pero no esa aparatosa expectoración de cartílago y hueso. Era un fallo de la imaginación, supuso, la razón por la que podía leer a los gigantes de la literatura estadounidense moderna —leerlos y saber valorarlos—, pero no ser uno de ellos.